Salvar el planeta, pero... ¿cómo?

Las manifestaciones de jóvenes son el grito desesperado de una generación que ve su futuro amenazado por el deterioro del planeta.

13 DE OCTUBRE DE 2019 · 08:00

Manifestaciones de Fridays for Future. / NiklasPntk, Pixabay,
Manifestaciones de Fridays for Future. / NiklasPntk, Pixabay

Recuerdo cómo, a principios de los años setenta del siglo pasado, siendo apenas un joven veinteañero, me irritaba y me preocupaba la contaminación que producían los automóviles ya en aquel entonces, y cómo me enfadaba conmigo mismo por no ser capaz de dejar de fumar, lo cual, como es natural, consideraba una contradicción en mi vida. Todo eso cambió, sin embargo, en la primavera de 1972, cuando me convertí a Cristo y fui hecho una “nueva criatura”1por el poder del evangelio de Jesús, abriéndose para mí un mundo nuevo en el que Dios estaba presente y, además, estaba de mi parte2. Con mi conversión recibí, sin esfuerzo alguno, aquello por lo que tanto había estado luchando y que desde entonces he considerado como un regalo por mi nuevo nacimiento: la liberación del tabaco.

¿Qué tiene esto que ver con la actual preocupación de los jóvenes por la preservación del planeta, mucho más machacado ahora que entonces? Es evidente: yo he estado allí. Lo que puedo decir es que, si antes de mi conversión estaba angustiado por la contaminación del aire o por la suciedad de las ciudades, al conocer a Cristo todo aquello cambió. De pronto me sentí en paz conmigo mismo y a gusto en este mundo, a pesar de todos sus problemas, porque mis angustias habían dejado paso a la esperanza de ese mundo mejor que Dios promete en su Palabra, la Biblia3. Ahora sabía que Él controlaba mi destino y que me llevaba, por medio de Jesucristo, a ese mundo nuevo y maravilloso que está por venir. Y, además, que mi vida aquí respondía al propósito que Él tenía para conmigo.

Muchos dirán que esto no es sino puro escapismo: invocar una “experiencia mística” para librarse de las responsabilidades que implica la vida real en este mundo, afrontar sus problemas o preocuparse por las circunstancias y las necesidades de la gente. No es nada nuevo, es de lo que muchas veces se ha acusado a los seguidores de Jesús desde el principio. Pero tengo que decir que nunca desde entonces he tenido más los pies sobre la tierra. Lo que sí es verdad es que mi manera de enfocar las cosas y de afrontar esas situaciones ha sido distinta: podría decirse que dando prioridad a las necesidades espirituales sobre las materiales; como, por otra parte, hace el evangelio.

Las manifestaciones de jóvenes que ha habido en todo el mundo a raíz de la Cumbre de la ONU sobre Acción Climática el pasado septiembre en Nueva York, son el grito desesperado de una generación que ve su futuro amenazado por el deterioro del planeta. El clamor de nuestros jóvenes es real ─como real es el problema─, pero es más fácil ver el problema que encontrar la solución; hacer el diagnóstico que curar la enfermedad. Si no que se lo digan a los presidentes de Gobierno que tienen que hacer frente actualmente a las revueltas por la subida de los impuestos al petróleo o la retirada de las subvenciones estatales al mismo.

El grito de la juventud, como es natural, va dirigido a los adultos, y en especial a aquellos adultos que, según creen ellos, tienen poder para revertir la situación: los políticos, los empresarios, sus propios progenitores, etc. A pesar de esto, entre las consignas de los manifestantes podía leerse también la frase: “Nuestra generación va a salvar el planeta”. Esa confianza es propia de la juventud, como también las críticas que hacen a los mayores.

Pero ni el optimismo de los jóvenes acerca su propia capacidad o sabiduría para solucionar el problema del cambio climático, la contaminación de los océanos, etc., etc., ni la buena voluntad de los adultos de hacerlo (si en verdad la tienen), parecen ser suficientes para conseguirlo. Ni que decir tiene que el granito de arena que podamos aportar los ciudadanos de a pie “reduciendo, reutilizando y reciclando” no es más que eso: un granito de arena frente a un mar de problemas embravecido. Tanto más cuanto que la gran cantidad y variedad de productos a reciclar y la escasez de medios para hacerlo dificultan aún más las cosas. 

Los gobiernos y las empresas se enfrentan al enorme reto de tener que reinventarlo todo, sustituyendo los combustibles fósiles como el petróleo, el gas o el carbón por otras fuentes de energía menos contaminantes; o cambiando ese gran invento del siglo XX que es el plástico, y que ha llegado a formar parte de nuestras vidas de tal manera que de él dependen en buena parte la economía, un sinfín de empresas y de puestos de trabajo, y mucha de la comodidad a que nos hemos acostumbrado. 

En cuanto a las variedades de energía que no utilizan combustibles fósiles, la hídrica depende de la lluvia y, por tanto, de las contingencias climáticas; al igual que la eólica, que está supeditada a la fuerza del viento. La energía fotovoltaica, por su parte, comparte con otros sectores tecnológicos ─como el de los ordenadores y los teléfonos móviles─ los problemas de cómo recuperar sus materiales contaminantes (metales pesados y otros) y destruir sus equipos: una cuestión que ha convertido grandes extensiones de algunos países en vías de desarrollo, como Ghana o Nigeria, en vertederos tecnológicos inmensos para las naciones ricas. Además, la utilización de estas energías renovables necesita ser combinada con la de algunas otras de las anteriores, producidas con combustibles fósiles, a fin de generar la electricidad suficiente para abastecer la demanda global. 

Visto lo visto ─como si de la destrucción de Krypton se tratase─, algunos están ya empezando a poner su esperanza en la colonización de Marte o de otros planetas de este vasto universo donde pudiera tal vez ser posible la vida. La cosa es si tales planetas existirán o si la Tierra contará aún con el tiempo suficiente para llevar a cabo la emigración. Pero, aunque así fuera, al final todo volvería a empezar: porque a menos que el ser humano cambie ─y no lo ha hecho desde que existen registros históricos─ seguirá dejando tras de sí corrupción, contaminación y destrucción.

Para salvar el planeta ─o a la humanidad─ hace falta un poder mucho más grande del que pueda tener o conseguir jamás el ser humano por sí solo: el poder que hizo el universo y lo sostiene: DIOS.

Pero para que el poder y la sabiduría que crearon el universo se manifiesten y nos ayuden, se requiere de nuestra parte la humildad de reconocer a Dios como nuestro Creador y a Jesucristo como nuestro Salvador; acogiéndonos así a los beneficios del perdón y la reconciliación que su gracia nos ofrece en virtud del sacrificio de Jesús en la cruz del Calvario hace más de dos mil años. 

La muerte y la resurrección de Jesús no solo efectuaron la reconciliación con Dios del hombre pecador que se arrepiente y cree4, sino también la de toda la Creación5─afectada por el pecado del hombre6─, asegurando así su renovación completa7cuando sea “libertada de la esclavitud de corrupción a la libertad gloriosa de los hijos de Dios”8en el regreso de Jesucristo. 

Hay esperanza, por tanto, para nuestra juventud y para este planeta, pero no poniendo la confianza en el hombre sino en Dios9. Solamente un reconocimiento de nuestro pecado y necesidad, y un clamor sincero de arrepentimiento para con Él y la fe en Jesucristo, nos proporcionará la ayuda que necesitamos ahora y ─muy pronto quizá─ nuestra participación en esos “cielos nuevos y tierra nueva en los cuales mora la justicia”10: el Reino eterno de Dios. 

 

1#2 Corintios 5:17

2#Romanos 8:31-39

3#2 Pedro 3:13

4#Marcos 1:14-15

5#Colosenses 1:15-23

6#Génesis 3:17-19

7#2 Pedro 3:1-13

8#Romanos 8:19-25; Apocalipsis 21:1-8

9#Salmo 146:3

10#2 Pedro 3:13

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Actualidad - Salvar el planeta, pero... ¿cómo?