La Inquisición de Roca Barea

Llegamos al final de esta mirada sobre el libro del profesor Villacañas, 'Imperiofilia y el populismo nacional-católico', donde se muestra la condición intelectual de 'Imperiofobia y la leyenda negra', de Mª Elvira Roca Barea

23 DE JUNIO DE 2019 · 08:00

Auto de Fe en la Plaza Mayor de Madrid, Francisco Rizi, 1683, óleo sobre lienzo, 277 x 438 cm, Madrid, Museo del Prado.,
Auto de Fe en la Plaza Mayor de Madrid, Francisco Rizi, 1683, óleo sobre lienzo, 277 x 438 cm, Madrid, Museo del Prado.

Llegamos al final de esta mirada sobre el libro del profesor Villacañas, Imperiofilia y el populismo nacional-católico, donde se muestra la condición intelectual de Imperiofobia y la leyenda negra, de Mª Elvira Roca Barea.

En un reciente artículo de prensa, José Luis Villacañas proponía la dificultad de argumentar en el contexto del independentismo catalán porque ese sector asume “que la democracia ya ha hablado”, y ellos son los que recogen su voz. Sabemos que esto no es así, pero el populismo político e intelectual funciona de esa manera. De ese modo, cualquier posición contraria lo será “contra la democracia”. Es el mismo caso de Roca Barea, pues se asume que la historia ha hablado, y lo que ella dicta sobre España, el imperio, el catolicismo, la conquista de América, la Inquisición, etc., es la voz de la Historia. Cualquiera que se oponga, lo hace contra la Historia, y seguramente por motivos perversos. 

Quien frivolice y haga gracietas con la conquista de América o con los actos de la Inquisición española merece un profundo desprecio. Para Roca Barea los españoles que escribieron contra la Inquisición en el siglo XVI, ¡esos renegados!, no fueron víctimas de nada, aunque por maligna propaganda adoptaron “la apariencia de víctimas” (Roca, p. 268). Si te aplastan en base a una “ley de conquista” (la del conquistador, por supuesto), te matan, te quitan a tus hijas, las violan, te roban… pero no eres víctima de nada, pues todo es “legal”. “Esta es la tesis: (nos dice nuestro autor) el Consejo de la Suprema no producía víctimas. La Inquisición, como el presidente Bush, torturaba, desde luego, pero `la práctica de la tortura estaba rigurosamente reglada en el Santo Oficio´ (Roca, p. 277). Eran sesiones que `no pasaban de quince minutos´ dice Roca Barea, relajando el ambiente. Debemos imaginar la escena. Al final los esbirros de los inquisidores, pendientes del reloj, paraban de torturar a los quince minutos reglamentarios exactos, según constaba en el `manual de procedimiento´”. (p. 141) Y añade Villacañas algo que sigue en plena vigencia, pues a la autora, ¡por este libro!, le han concedido la medalla de oro de Andalucía y otros premios y reconocimientos de alta gama, y el golpe final es la propuesta de la concesión del premio Princesa de Asturias ¡de Ciencias Sociales! Efectivamente, “los periodistas, directores, ministros y demás inteligencias preclaras que alaban el libro podían comentar esto de las sesiones reglamentarias de tortura de quince minutos, si es que han leído el libro, o tener la decencia de indisponerse con estos comentarios. Por supuesto, como en Guantánamo, la tortura se hacía siempre `en presencia del médico´. Sufrir una tortura rigurosamente reglamentada te libra del estatuto de víctima. Esta es la conquista lógica de la forma de argumentar de Roca Barea.” (id.) 

A todo esto, y si les faltan méritos que aportar a los promotores de la candidatura, pueden poner, incluso en primer lugar, el uso que la autora hace de sus fuentes. Sus “quince minutos” para la tortura los combina en el mismo plato, según “lo que la investigación histórica a base de archivos y documentos, no de panfletos y truculentas imágenes, ha podido poner en claro”, con otra pretendida cita del profesor Stephen Haliczer (cuyas investigaciones sí están sostenidas con abundantes documentos), del que afirma que “insiste en que las cárceles de la Inquisición eran muy benignas. En los casos por él revisados aparecen reos que blasfemaban con el propósito de ser trasladados a las cárceles inquisitoriales. Un truco que los inquisidores conocían, pero no podían evitar”. (Roca, p. 278) Que Haliczer realiza una investigación bien documentada es cierto (sobre el tribunal en Valencia, desde 1478 hasta su extinción en 1834), lo que no es cierto es que la autora haya leído el libro, o no se ha enterado de nada, pues Haliczer lo que dice es que había criminales convictos (vaya, que los habían atrapado con el hacha y la cabeza del otro), que serían condenados a muerte, y las bandas de asesinos sabían que podían escapar a su ejecución si, por blasfemia, la Inquisición los requería bajo su jurisdicción. El cinismo de Roca Barea al decir que “los inquisidores conocían el truco, pero no podían hacer nada” es de premio, pues los inquisidores eran los que actuaban para sacar de la jurisdicción de los tribunales civiles (¡no de las cárceles, que a los reos les daba lo mismo!) a esos convictos, que así quedaban bajo su jurisdicción acusados, ¡solo!, de blasfemia. Y estos criminales sabían que, de ese modo, con unas multas y algún rosario salían libres ¡y no eran devueltos al tribunal civil para su posterior juicio por el crimen! ¡Quedaban libres! Como se ve, la autora no tiene reparos en colocar a pie de página la cita de la obra de Haliczer, cuando éste no dice nada de lo que le atribuye. Este es el modelo de ciencia social por el que la han propuesto para el citado premio. No es que las cárceles inquisitoriales fueren benignas (eran como eran según los lugares y circunstancias), se trata de cambiar de tribunal, para escapar de la justicia civil. Y eso motivó gran malestar, así lo explica el profesor Haliczer, incluso cita cómo Felipe II tuvo que intervenir para mejorar las relaciones mutas de los tribunales “ordenando a la Inquisición que cesara su práctica de sacar individuos de las cárceles civiles para juzgarlos luego solo por asuntos de fe y dejarlos después libres”.

Si buscan en un servidor “Inquisición, quince minutos de tortura”, o “Inquisición, cárcel benigna…” (o algo así) ya verán que les sale la ciencia histórica de Roca Barea. La mentira es ya una “verdad inapelable”. Sumen otra búsqueda, pues la autora ha promovido la gloria y transparencia del tribunal inquisitorial, afirmando que, “en contra de la opinión común, nunca se aceptaron denuncias anónimas”. (Roca, 277) Para Villacañas esto “falta al honor y la verdad… El concepto de anonimato aquí es muy equívoco. Por supuesto, quien denunciaba debía tener nombre y apellidos ante los inquisidores y como tales constaba en el acta, pero el denunciado casi nunca lo sabía ni conocía el proceso en su totalidad. Así que, para el encausado, se mantenían anónimos.” (P. 141) Para el acusado, pues, sí eran anónimas las denuncias, por supuesto, para el tribunal, no.

El odio visceral que la autora muestra contra el protestantismo lo resume en el trato ofrecido a los autores “renegados” que escribieron contra la Inquisición. Cita dos nombres, el seudónimo con el que aparece Artes de la santa inquisición española y Francisco de Enzinas. Les pongo algo de lo que nuestro autor recuerda de este último. “Enzinas jamás unió, como dice Roca Barea, la `condena moral de España y la Inquisición´ (Roca, p. 271) Jamás confundió ambas cosas, como no puede confundirlas nadie que pretenda objetividad y rigor, por no hablar de una magnánima lealtad a su país, que era realmente lo que tenía Enzinas. Para él, como para muchos, la Inquisición era el escudo que protegía a una elite descarada de frailes ignorantes, dotados de un espíritu arcaico, de métodos anticuados, cuyo fanatismo impedía al pueblo cristiano leer la Biblia en general y el Evangelio en particular. Por eso Enzinas lo tradujo y por eso fue perseguido. ¡Gran obra de un renegado!… Luego se entregó con todo afán a las letras, a la edición y a su propio aprendizaje y murió consumido por el trabajo. Buscó la dirección de Melanchthon y la cercanía de Castelio… Sus amigos eran los grandes mediadores, los hombres moderados, los que llegaron a la Reforma por ser humanistas. El plan de estudios que para él forjó Melanchthon, con sus lecturas clásicas, republicanas, críticas, cristianas, ofrecía el ideal de un hombre nuevo libre, risueño, contenido, riguroso y convencido. Cuando tradujo el catecismo de Calvino, Enzinas expuso por su cuenta unas reglas de vida que habrían cambiado la vida cotidiana de los españoles, asentadas en el control del tiempo, el trabajo bien hecho y la sobriedad. Toda su obra está editada y traducida por amigos de la verdad histórica, escrupulosos hombres de ciencia, católicos, reformados o agnósticos; así que Roca Barea podría haberse informado un poco sobre este personaje burgalés, honra de su patria, del que existen biografías de referencia. [Bergua Cavero, Francisco de Enzinas: Un humanista reformado en la España de Carlos V. Trotta, 2006] Sin embargo, prefiere hablar de él de oídas y dejarse llevar por el prejuicio de que un español reformado era un renegado. No lo era. Era un castellano de bien que deseaba para su patria la posibilidad de forjar un pueblo cristiano desde la libertad y la confianza”. (pp. 146, 147)

Les iba a poner otras cuestiones, pero prefiero este final.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Reforma2 - La Inquisición de Roca Barea