¡Justificados! (I)
La justificación y la doctrina de la Trinidad.
10 DE FEBRERO DE 2019 · 12:00
Estamos hoy en la carta a los romanos, la epístola de epístolas. Es la carta paulina más extensa y la más sobresaliente desde un punto de vista doctrinal.
Lutero comentó que este libro contiene “el más puro evangelio” y es la carta más importante del canon bíblico. El alemán llegó a animar a los creyentes a memorizar los dieciséis capítulos de la epístola.
El pasaje que hemos escogido para desarrollar la enseñanza bíblica sobre la justificación (Romanos 3:24-26) es un auténtico banquete.
El exégeta del Nuevo Testamento Charles Cranfield comentó que Romanos 3:24-26 es el centro y el corazón de toda la sección principal de la carta. Leon Morris opinó que, “posiblemente sea el párrafo más importante que jamás se haya escrito”.1
Con temor y temblor, queremos acercarnos a este precioso texto y dividirlo en los siguientes cuatro puntos para apreciar mejor la doctrina de la justificación: 1) la gracia del Padre; 2) la redención del Hijo; 3) la fe del Espíritu; 4) la justificación del pecador.
Estaremos viendo los primeros dos puntos hoy y los siguientes dos la semana que viene.
1.- LA GRACIA DEL PADRE
Antes de hablar sobre las buenas noticias del evangelio, Pablo –en los primeros capítulos de Romanos- nos habla sobre las malas noticias de la condenación eterna. Todos han pecado (tanto judíos como gentiles), por lo tanto, todos son dignos de condenación.
El mensaje del apóstol es que Dios está airado a causa de la impiedad y la injustica de los seres humanos (1:18). Pablo se esfuerza al máximo para expresar la idea de que todos somos seres caídos, pecadores, impíos, corruptos, dignos de la ira de Dios.
Allí empieza el mensaje del evangelio bíblico: con el pecado del ser humano, la injusticia del hombre. Pablo sigue este hilo de pensamiento hasta el 3:20.
El gran reto hoy como en todas las edades es el de convencer al ser humano de su estado pecaminoso. Todos nos creemos buenos.
Somos como los judíos del primer siglo que, “ignorando la justicia de Dios y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios” (Romanos 10:3).
Es muy fácil ver cómo esta auto-justicia sigue viva en nuestros días. Si estás compartiendo el evangelio con alguien, llamándole al arrepentimiento, tarde o temprano te va a soltar la típica frase de “Yo soy una buena persona”.
¿Por qué se cree tan bueno? Porque, según dice, nunca ha matado a nadie, nunca ha robado nada, nunca ha mentido, nunca ha hecho daño a nadie. En realidad está cayendo en la trampa de Romanos 10:3, basando su eterna salvación en su propia justicia.
Tal forma de razonar revela que no ha entendido lo que Biblia dice sobre la condición tan lamentable del pecador delante de Dios. Por esta razón Pablo quiso dejar el asunto de la depravación humana bien claro.
Gracias a Dios, la carta a los romanos no termina en el 3:20. Pablo tiene algo más que decirnos. No hay tal cosa como una persona justa, pero a partir del 3:21 aparecen luz y esperanza.
Dios, según Pablo, no ha dejado al ser humano en su injusticia. Por pura gracia, Dios decide hacer algo. Decide justificar al impío y perdonador al rebelde.
Declara Romanos 3:24 que la gracia del Padre justifica a los malvados. De la misma forma que un criminal no puede justificarse ante un juez; el pecador tampoco puede justificarse ante un Dios santísimo y omnisciente.
Puesto que el hombre no puede librarse a sí mismo, Dios se encarga del asunto y salva a los pecadores de su propia ira.
Haríamos bien en recordar que Dios no justifica a las buenas personas sino a las malas. Un poco más adelante, Pablo hablará expresamente sobre el Dios que justifica “al impío” (Romanos 4:5)
Dios nunca ha salvado a una sola buena persona porque, fuera de Jesucristo hombre, no hay tal cosa como una buena persona.
El Padre no quiso salvar a los buenos, sino a los malos. De allí la necesidad de abrazar la enseñanza bíblica sobre la depravación humana. Si no nos vemos como malos, no veremos nuestra gran necesidad de rescate.
Es el enfermo el que va en pos del médico. Nadie puede ser salvo sin antes haberse dado cuenta de su vileza e indecencia. Dios quiere justificar a los impíos.
¿Y por qué? ¿Por qué Dios quiere hacer bien a sus adversarios? Por alguna razón que nos es escondida, una razón que pertenece a la sabiduría oculta del Altísimo, en vez de permitir que toda la descendencia de Adán perezca eternamente, el Señor decide derramar gracia sobre sus enemigos.
Es la gracia del Padre la que salva al transgresor; no la bondad innata del ser humano ya que, como venimos diciendo, no hay tal cosa como una buena persona.
Dios, entonces, justifica al pecador. Es su obra. Más adelante en la carta, Pablo preguntará en términos fuertes, “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica” (8:33). La justificación es un don de la gracia soberana del Padre.
Sin la gracia del Padre, no es posible ser justificado. En la teología paulina, la gracia divina y las obras humanas son dos principios opuestos. Si la justificación es por gracia, ya no es por obras.
Y si fuese por obras, no sería por gracia. La justificación no es algo que podamos ganar o lograr según nuestros esfuerzos religiosos sino que es un hermoso don concedido por la mano del Dios de toda bondad.
Si queremos ser ortodoxos en nuestra teología protestante y mantener la llama de la Reforma protestante avivada, tenemos que confesar que la justificación es únicamente por la gracia de Dios el Padre.
De esta manera, la jactancia queda totalmente excluida. Nadie puede gloriarse en nada que no sea la gracia inmerecida del Padre. ¡Alabado sea su nombre!
2.- LA REDENCIÓN DEL HIJO
En este segundo punto, queremos fijarnos en la redención del Hijo. Hasta ahora, hemos hecho mención de la gracia del Padre. Pero es un poco ambiguo y peligroso hablar de la gracia de Dios de una forma abstracta sin aludir a Jesucristo.
No podríamos conocer el carácter misericordioso de Dios el Padre si no fuese a través del Hijo. Si no estamos en el Hijo, Dios no es nuestro Padre, sino un juez y adversario.
Los versículos 24 y 25 de nuestro pasaje entrelazan la gracia de Dios con el ministerio concreto de Cristo, “siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación”.
La gracia del Padre envía el Hijo a la tierra. Y el Hijo viene con el fin de redimir (v. 24) y hacer propiciación (v. 25).
El primer término sería un sinónimo de liberar. Los israelís, cautivos en Egipto y Babilonia, fueron redimidos por el poder del Señor, esto es, fueron liberados. Esta imagen de esclavitud-libertad es perfecta para entender nuestro estado pre-cristiano.
Antes éramos siervos de las tinieblas; pero el Hijo –por medio de su muerte expiatoria y resurrección- nos ha redimido.
El segundo término ‘propiciación’ se refiere al hecho de que Cristo aplacó la ira de Dios hacia nosotros. Dios derramó su ira sobre su Hijo en la cruz para que no nos fulminase a nosotros.
El cristiano, con lágrimas de gratitud, puede decir con toda seguridad que, “La ira de Dios me golpeó a mí hace dos mil años”. La preciosa sangre de Cristo ha aplacado la ira del Padre.
Hace un par de años vivíamos en un precioso cortijo en las afueras de Córdoba y teníamos mi esposa y yo dos perros. Cuando alguien iba pasando por la casa, los perros se ponían furiosos y saltaban agresivamente.
No obstante, si se trataba de un amigo nuestro y salíamos mi esposa o yo para recibir a la persona, los perros se convertían en un par de ositos de peluche, tirándose al suelo para que nuestros amigos les hicieran cosquillas.
¿Cómo explicar las dos reacciones tan diferentes de los perros? Pasaron del enfado a la tranquilidad en cuestión de unos segundos. Todo dependía de la presencia del mediador (o mi esposa o yo).
Al vernos a nosotros, los perros se ponían quietos. Y sucede lo mismo en el caso de la justificación. La justicia de Dios se acerca a los malvados para devorarlos; no obstante, la presencia del Hijo de Dios convierte a los adversarios en amigos. Todo es cuestión de Cristo. Él aplacó la ira de Dios hacia los impíos.
Ahora bien, Pablo añade otra obra realizada por Cristo que tiene que ver con nuestra justificación. Y es tan importante que sale nombrada dos veces en cuestión de dos versículos (vv. 25-26).
Cristo muerte con el fin de justificar a Dios. Es decir, lo que pasó en la cruz no es simplemente entre Dios y el ser humano sino un acontecimiento entre Dios (el Padre) y Dios (el Hijo). En cierto sentido, Cristo murió por Dios también.
Cuando alguien predica sobre la justificación del pecador, suele hablar únicamente sobre la expiación y la propiciación de Cristo. Pero muy pocos hablan de la muerte de Cristo cómo una defensa de la perfecta e inmaculada justicia divina.
La pregunta, entonces, que nos tenemos que hacer a la hora de entender la muerte de Cristo para vindicar la perfecta justicia es la siguiente: ¿si Dios justifica gratuitamente a los impíos, a los pecadores, a los corruptos, como puede seguir perfectamente justo, recto y santo?
Esta pregunta surge cuando tomamos en cuenta el testimonio del Antiguo Pacto. El Señor mandó a los israelitas a justificar al inocente y a castigar al malvado. Dice el Espíritu Santo en Proverbios 17:15, “El que justifica al impío y el que condena al justo, ambos son igualmente abominación al Señor”.
Así que la Escritura dice muy claramente que el acto de justificar al impío es pecaminoso. Pero en nuestro pasaje, Pablo nos revela que esto es precisamente lo que Dios hace por medio de la proclamación del evangelio. Dios justifica al impío.
¿Cómo puede Dios hacer algo que sea aborrecible? ¿Acaso Dios obra injustamente? ¿Es posible salvaguardar la justicia y rectitud de Dios en esta situación? Un Dios santo justifica al impío. ¿Cómo puede ser? Según nuestro hermano Paul Washer, ése es el mayor problema teológico en toda la Biblia.
Pablo, sin embargo, resuelve el dilema magistralmente. Apela a la cruz de Cristo. La muerte de Cristo manifiesta y vindica la justicia de Dios a fin de que, “él sea el justo”.
¿Por qué la cruz de Cristo hace esto? John Stott responde diciendo, “La única razón que le permite a Dios justificar al malvado es la de que Cristo murió por los malvados.
Por cuanto Él derramó su sangre, mediante una muerte en sacrificio por nosotros los pecadores, Dios puede justificar al injusto justamente”.2
Lo digo con reverencia pero si no fuese por la muerte de Cristo, Dios el Padre no nos podría justificar. La gracia del Padre envía el Hijo al mundo. Y el Hijo, además de redimirnos y de hacer propiciación por nosotros, demuestra la perfecta justicia de Dios.
¿Ahora ves la grandeza y la magnitud de la obra realizada por el glorioso Señor Jesús? ¿Sabes que es únicamente a través de él que puedes ser justificado por Dios?
Gracias a esta observación podemos entender el v. 25 de manera correcta donde nos indica que Dios pasó por alto, “en su paciencia, los pecados pasados”.
Dios justificó a Abraham el mentiroso, a Sansón el mujeriego y a David el adúltero. Dios pasó por alto sus pecados porque vio a sus siervos vestidos de la perfecta justicia del redentor venidero. Los santos del Antiguo Testamento también fueron justificados por la sola fe.
El sistema levítico no sirvió para justificar a nadie. Estipula Hebreos 10:4 que, “la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados”.
El sistema de sacrificios apuntaba hacia Cristo y de allí su importancia. Nadie fue justificado mediante la sangre derramada de los animales. Los toros no quitan el pecado; solamente Cristo.
Dios, pues, puede perdonar al pecador en base a la obra perfectísima de Cristo, el cual era cien por cien humano y cien por cien divino. Si no fuese por su humanidad, Cristo no podría ser nuestro sustituto.
Si no fuese divino, su sangre no tendría eficacia eterna. La doble naturaleza de Cristo es vital para defender la idea de que Dios nos justifica a través de la sola fe en su Hijo.
La muerte de Cristo justifica al impío y, simultáneamente, justifica el carácter santo de Dios. Dios puede justificar a los pecadores gratuitamente sin ser injusto porque alguien ya pagó por los pecados del rebaño del Señor, a saber, el buen pastor Jesucristo.
Dios, en realidad, no pasó por alto los pecados de Abraham, Sansón y David porque Cristo cargó con ellos. Las transgresiones de todos los santos del Antiguo Testamento fueron castigadas definitivamente en Cristo.
Sólo en el Hijo hay justificación. Así que la pregunta más importante que te puedes hacer es: ¿estoy en el Hijo? ¿Tengo fe en la obra del Hijo? ¿Confío en que la muerte de Cristo me concedió el perdón de Dios?
* Seguimos con la segunda parte la semana que viene.
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