Persuadir, no imponer

En la toma de decisiones en el pueblo de Dios ha de prevalecer más que la democracia, debe imperar un espíritu democrático. La primera tiene que ver con quién decide. En segundo lugar, el término democracia tiene que ver con el cómo de la decisión.

09 DE SEPTIEMBRE DE 2018 · 18:00

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A veces uno encuentra lo que no busca. Me sucedió al reordenar en mis libreros los volúmenes de cuentos. Me topé con un escrito mío publicado en septiembre de 1998. Apareció en una pequeña revista de baja circulación. Hoy habría que actualizar la bibliografía, sin embargo la argumentación básica me parece vigente. Paso a reproducir lo que entonces redacté.    

John Stott afirma que en lo referente al enfrentamiento de puntos de vista discordantes y hasta contradictorios,  existen tres posibilidades para los cristianos.[1] La primera es la imposición al otro de un cierto cuerpo de ideas. Los latinoamericanos sabemos bien que fue este método el utilizado por el Tribunal del Santo Oficio, la Inquisición, para imponer por la fuerza la religión católica romana a los habitantes del Nuevo Mundo.

Larga sería la lista de imposiciones, frecuentemente con violencia de por medio, que han desfilado en el transcurso de la historia humana. Fundamentalismos políticos, religiosos, económicos, científicos y raciales se han auto adjudicado el poder de decidir qué es lo conveniente para todos los ciudadanos. Cuando éstos se oponen a aquéllos, los guardianes del orden previamente diseñado y sacralizado por ellos, desatan todo tipo de acciones represoras contra quienes se atreven a cuestionar el establishment.

Un clima intolerante y represor, por ejemplo, es el que les ha tocado padecer a los evangélicos chamulas en Chiapas. Desde hace casi tres décadas [cinco en este 2108] han tenido que soportar la violencia y persecución por parte de indígenas tradicionalistas, renuentes a reconocer la libertad de cultos en su municipio. Los perseguidores anteponen la homogeneidad cultural a un derecho humano fundamental: el de la libre expresión de las ideas.[2]

Lo que Stott llama imposición, Peter Berger lo conceptualiza en términos sociológicos como atrincheramiento cognoscitivo, que tiene una vertiente ofensiva y otra defensiva. Berger habla de que en una sociedad caracterizada por el pluralismo, status propio del mundo moderno o posmoderno, caben tres posturas: la negociación cognoscitiva, la rendición cognoscitiva y el ya mencionado atrincheramiento cognoscitivo.[3]

Por desgracia la cerrazón que frecuentemente se disfraza de piedad, incurre en autoritarismo e impone a otros una determinada visión de las cosas. Cada vez con mayor frecuencia pasa esto en las comunidades cristianas. Los líderes lo justifican con lecturas superficiales de la Biblia o sentencias pseudo espirituales. Todo con el fin de someter a toda costa a los disidentes, a quienes se juzga nocivos para el cuerpo de creyente.

Una segunda posición, indica Stott, es la del Laissez-faire (dejar hacer). Su característica es el encubrimiento de las convicciones en el terreno social y dejar que un exacerbado relativismo se imponga en el mundo. La permisividad y la apatía hacia muchos males sociales se han apoderado de las iglesias cristianas. Esto tiene como resultado una cierta complicidad con aquellos que imponen su particular cosmovisión a un conglomerado humano. El pensador inglés cita el caso de la inmensa mayoría de las iglesias alemanas que guardaron silencio frente al trato de los nazis a los judíos. Los malabares hermenéuticos para justificar teológicamente la supremacía de la raza aria fueron, y son, una verdadera vergüenza para los cristianos que siguen al Jesús del Nuevo Testamento. Sólo un pequeño grupo de discípulos nucleados en la Iglesia Confesante mantuvo la supremacía de la enseñanza bíblica y la antepuso al totalitarismo hitleriano. En ese remanente fiel participaron Dietrich Bonhoeffer, Martin Niemoller, Karl Barth y Paul Tillich.

Otro ejemplo de justificación de una barbaridad está plasmado en las supuestas “razones bíblicas” que sostuvieron por décadas al ominoso régimen sudafricano del apartheid. En la actitud agazapada detrás del Laissez-faire se encuentra una postura anti-mundo. Se argumenta que los cristianos deben dedicar su tiempo exclusivamente a cuestiones espirituales, no a las cosas supuestamente mundanas.

La tercera posición para exponer las ideas propias, con el fin de convencer a otros, es la persuasión mediante la argumentación. John Stott subraya que este debe ser “método empleado por la mente cristiana, pues surge naturalmente de las doctrinas bíblicas y del hombre”. Este es un punto que debemos enfatizar: el ejercicio de hacer que otros se convenzan de lo que creemos por la persuasión descansa en la enseñanza general de la Palabra de Dios. No tiene como base un versículo o capítulo aislado, lo que sí sucede a menudo con doctrinas extravagantes. Tiene razón Stott cuando escribe que

La conciencia débil ha de ser fortalecida, y la conciencia engañosa iluminada; la intimidación no debe existir. Sólo en situaciones extremas se debe inducir a alguien a actuar contra lo que dicta su conciencia. Las conciencias se deben educar y no violentar. Este principio que surge de la doctrina cristiana [del ser humano], debe influir sobre nuestra conducta y las instituciones sociales. Es la razón por la cual los cristianos se oponen a la autocracia y apoyan la democracia. La autocracia aplasta conciencias; la democracia (al menos en teoría) las respeta, ya que los gobiernos democráticos derivan su justo poder del consentimiento de los gobernados.[4]

La intimidación, la tiranía, deben ser excluidas de las relaciones entre los cristianos. No debemos sojuzgarnos como lo hacen quienes detentan autocráticamente el poder. Así lo establece Jesús en Lucas 22:24-27. La norma la podemos encontrar expresada con toda claridad en los escritos de Pablo, Pedro y Juan, así como en el libro de los Hechos y Hebreos. En sí mismas las cartas paulinas son un ejemplo nítido de que en lugar de mandar un recetario a sus interlocutores, Pablo argumentaba desde la Revelación (y con ayuda de citas históricas, literarias y filosóficas) con el objetivo de persuadir a los creyentes de cuál era la ética del Reino. Si somos partidarios de la persuasión por argumentación no se debe a que somos presa de la moda democrática, ni porque esa convicción proceda del politólogo del momento. La horizontalidad en nuestras relaciones de poder emana de la práctica igualitaria de Jesús con sus discípulos. Brota de los escritos neotestamentarios, que exhortaban a los primeros cristianos a romper los moldes políticos prevalecientes en el primer siglo:

En la comunidad cristiana, donde la Palabra de Dios es proclamada, todos debieran tener libertad de hablar y escuchar críticamente (1 Corintios 14). Si la forma en que la verdad divina va a ser articulada es en lenguaje de nuestro mundo, entonces quienes han aprendido esas habilidades de escuchar críticamente y hablar proféticamente debieran ser aptos para aplicarlas también a los debates sobre la justicia humana. La cuestión  no es que la Biblia sea para hablar sobre cada asunto humano; esa es la mitad errónea de la visión puritana. El punto es que el pueblo de Dios está capacitado para procesar otros temas, una vez que ha aprendido cómo escudriñar dialógica y respetuosamente las verdades sagradas.[5]

En la toma de decisiones en el pueblo de Dios ha de prevalecer más que la democracia, debe imperar un espíritu democrático. Está en lo cierto John R. Lucas cuando hace notar que en el proceso democrático confluyen tres condiciones. La primera tiene que ver con quién decide: “Una decisión se toma democráticamente cuando se puede responder ‘casi todos’, en contraste con las decisiones tomadas sólo por un hombre, como en las autocracias y monarquías”. En segundo lugar, el término democracia tiene que ver con el cómo de la decisión: “Una decisión se toma democráticamente cuando se llega a ella por medio de la discusión, la crítica y la transacción”. Por último la democracia describe también el espíritu que permea la toma de decisiones: “cuidando el interés de todos, en vez del de un solo grupo o fracción”.[6]  

La democracia es un régimen de sujeción mutua entre quien gobierna y los gobernados. El tener que explicar a los otros el por qué de nuestra postura, estar dispuestos a discutirla abiertamente y, dado el caso, ser capaces de reconocer que existe una propuesta más acorde con el espíritu democrático que la nuestra, es un aprendizaje difícil en una cultura que privilegia el autoritarismo. De nueva cuenta recurrimos a Stott para expresar esta verdad:

Ya que la democracia es el gobierno por consentimiento, el consentimiento depende del consenso (o al menos es así cuando los procedimientos electorales son verdaderamente democráticos), y el consenso surge del debate en el que se esclarecen los problemas.

Naturalmente, el proceso político democrático también es “el arte de lo posible”. Puesto que los seres humanos son seres caídos, es inevitable que exista una brecha entre el ideal y divino y la realidad humana, entre lo que Dios ha revelado y lo que al hombre le resulta posible. Jesús mismo reconoce esta distinción en la ley de Moisés. Pues el permiso de divorcio en caso de “indecencia” o “inmoralidad” fue dado por la “dureza de vuestro corazón” (Marcos 10:5). En otras palabras, era una concesión a la debilidad humana. Pero Jesús inmediatamente añadió que “al principio no fue así”, recordando el ideal divino.[7]  

Un estudio de la fuente de legitimidad para obtener y ejercer autoridad, desde el punto de vista bíblico, excede el objetivo del presente ensayo. Sin embargo, podemos afirmar que una muestra escrituraria sobre el tema nos llevaría a concluir que el liderazgo cristiano basa su poder en el servicio y no en el sojuzgamiento chantajista.[8]

En la Primera Carta a los Tesalonicenses, Pablo delinea los fundamentos de la autoridad entre los ciudadanos del Reino. No recurre exclusivamente al puesto que ocupa en la comunidad cristiana, un apóstol elegido por Jesús mismo, sino que una y otra vez cita su trabajo, su conducta y su testimonio en Tesalónica como las evidencias que le dan autoridad en la Ekklesia de esa ciudad.[9] La autoridad moral de quienes dirigen es la que legitima su poder. Tener el poder no necesariamente significa que hay integridad y autoridad moral en quien(es) preside(n).

 

Notas

[1] Consultar el capítulo “Pluralismo: ¿Debemos imponer nuestro punto de vista?”, en La fe cristiana frente a los desafíos contemporáneos, Nueva Creación-Eerdmans Publishing Company, Buenos Aires-Grand Rapids, 1991, pp. 51-70.

[2] Carlos Martínez García, Las iglesias indígenas protestantes y la situación política en Chiapas, ponencia presentada en la Third Interamerican Missiological Consultation: The Social and Religious Significance of the Growth of Latin American Protestantism, Philadelphia, october 6-8, 1994.

[3] Una gloria lejana, la busca de la fe en una época de credulidad, Editorial Herder, Barcelona, España, 1994, p. 58.

[4] Stott, op. cit., p. 58.

[5]John Howard Yoder, The Priestly Kingdom, University of Notre Dame Press, Indiana, 1984, p. 166. Cfr. con respecto a nuestro tema el capítulo “The Christian Case for Democracy”, pp. 151-171.

[6] Democracy and Participation, resumido por John Stott, op. cit., pp. 67-68.

[7] Stott, op. cit., p. 68.

[8] Un estudio excelente del tema en Chua Wee Hian, Learning to Lead. Biblical Leadership Then and Now, Inter-Varsity Press, Leicester, England, 1987.

[9] Dos muy buenos comentarios que nos ayudarán a descubrir la riqueza de esta carta son Carlos Marcial y Raúl Lugo, “La credibilidad otorga poder moral para ejercer la autoridad”, en Las trampas del poder. Reflexiones sobre el poder en la Biblia, Ediciones Dabar, México, 1994, pp. 205-220; y John Stott, The Gospel and the End of Time. The Message of 1 and 2 Thessalonians, Downers Grove, Illinois, 1991, pp. 17-135.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Kairós y Cronos - Persuadir, no imponer