Las ardillas voladoras y la teoría del ancestro común

La evidencia contradictoria de los hechos impulsa al evolucionismo a asumir historias irracionales, que no pueden demostrarse en la práctica, apelando siempre al misterio del azar.

11 DE FEBRERO DE 2017 · 22:50

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Los elementos de transposición o transposones (antiguamente llamados “genes saltarines”), que se hallan por todo el genoma humano y de otras especies, son segmentos de ADN capaces de moverse de un lugar a otro, o transponerse, en un genoma. Poseen enzimas especiales (transposasas) que les permiten “cortar y pegar” su ADN para trasladarse a otro lugar del mismo. Son parecidos a los virus pero, a diferencia de ellos, no salen de la célula que han infectado para buscar otras a quienes infectar de nuevo. Simplemente se dedican a copiarse a sí mismos y moverse a otros lugares del genoma pero siempre dentro de la misma célula. Lo que sí pueden hacer es transmitirse de padres a hijos cuando forman parte del genoma de las células germinales. Se cree que el ADN humano posee alrededor de 300.000 copias de estos elementos repetidos dispersos originados por los transposones.1 Lo cual constituye el 3% de nuestro genoma.

Los biólogos evolucionistas, desde su conocida cosmovisión, consideran que los transposones son también “genes egoístas” ya que sobreviven y se reproducen dentro de las células pero supuestamente no aumentan la eficacia biológica de éstas. De manera que, tanto los virus como los elementos de transposición, se clasifican como parásitos porque consumen tiempo y recursos celulares, y además son capaces de alterar las funciones genéticas al moverse a otros lugares del genoma. Como resultado, disminuyen la eficacia biológica de la célula huésped y le perjudican considerablemente.

Desde el punto de vista evolutivo, se considera que los transposones constituirían una sólida prueba de nuestro pasado simiesco, pues si se supone que éstos se insertan al azar en cualquier lugar del genoma y resulta que simios y humanos presentamos los mismos elementos de transposición en los mismos lugares del ADN, lo lógico sería pensar que ambas especies habríamos heredado dichos transposones de un antepasado común. Puesto que la probabilidad de que dos de estos elementos se insertaran independientemente en el mismo lugar del genoma de dos especies distintas, como el hombre y el chimpancé, sería excepcionalmente insignificante.

Por tanto, la cuestión fundamental es saber si realmente los transposones se insertan al azar o bien lo hacen condicionados por las enzimas que les dirigen a determinados puntos diana del ADN. Si la integración fuera aleatoria, el darwinismo estaría en lo cierto, pero si no lo es, dicho argumento perdería toda credibilidad. Se trata de la cuestión de siempre, el azar de las mutaciones y la selección natural frente a la programación del diseño inteligente. Tal como se verá en la propia bibliografía evolucionista, que los transposones se inserten aleatoriamente en el genoma es una suposición que carece de suficiente fundamento. Veamos por qué.

En primer lugar, es menester señalar que la narrativa darwinista suele “explicar” muchos acontecimientos extraordinarios de la historia de la vida diciendo que se debieron al azar. Cuando no es posible razonar de otra manera sin apelar al diseño, siempre se recurre al mismo “argumento”. ¡Nos tocó la lotería y punto! El problema es que resulta inapropiado y altamente sospecho que siempre nos toque la lotería. Tal manera de razonar suele taparse con subterfugios o términos que parecen científicos pero no lo son. En este sentido, se habla de convergencia entre especies o de convergencia molecular para explicar lo inexplicable en términos evolutivos. Es decir, que dos animales o dos macromoléculas se parezcan entre sí -y supuestamente hayan evolucionado al azar de la misma manera- a pesar de no tener casi nada más en común. Características complejas que habrían surgido por mutaciones aleatorias de forma independiente más de una vez.

Por ejemplo, se dice que las ardillas voladoras placentarias del hemisferio boreal (que en realidad no vuelan sino planean) han seguido las mismas pautas evolutivas (evolución convergente) que las especies de ardillas planeadoras marsupiales del hemisferio austral. Ambos grupos presentan grandes ojos, así como una membrana (patagio) que se extiende lateralmente desde las patas delanteras a las traseras y les permite planear entre los árboles o huir de los depredadores. Sin embargo, estos dos tipos de ardillas son muy diferentes entre sí ya que el desarrollo embrionario de unas se realiza, como el nuestro, en el interior del cuerpo materno mediante una placenta, mientras que el de las otras no. Y esto las coloca, según el darwinismo, en grupos filogenéticos muy diferentes. Se afirma que sus órganos, aunque se parezcan, son análogos (no homólogos) y que, de alguna manera, la selección natural adaptó ambos linajes para estilos de vida similares.

He aquí una muestra de cómo la evidencia contradictoria de los hechos impulsa al evolucionismo a asumir historias irracionales, que no pueden demostrarse en la práctica, apelando siempre al misterio del azar. Pero lo cierto es que la selección natural es incapaz de crear órganos nuevos porque lo único que puede hacer es eliminar las malas estructuras que no funcionan bien en un determinado ambiente. No influye en las mutaciones al azar que deberían surgir con diseños tan sorprendentes como los que se pretenden. De ahí que el darwinismo, con el fin de explicar los hechos observados, se vea obligado a usar un lenguaje teleológico que dota de intención al proceso de la selección natural y lo convierte, de forma engañosa, en un diseñador inteligente. Tales ejemplos incongruentes de supuesta evolución convergente al azar no son excepcionales sino muy abundantes por toda la biología evolutiva. Suelen ser la regla y no la excepción. Desde la misteriosa aparición independiente de mecanismos de biosíntesis de ADN, en eubacterias y arqueas, hasta el origen de los sistemas de ecolocación de murciélagos y cetáceos como los delfines. Todo esto se echa al cajón de la evolución convergente que lleva un gran título en mayúsculas: DEBIDO AL AZAR.

No obstante, cuando el azar no conviene al darwinismo se rechaza por completo. Este es precisamente el caso que estamos tratando acerca de las inserciones de transposones en los genomas de humanos y chimpancés. Como se supone que dichas inserciones de elementos móviles son esencialmente procesos aleatorios, la probabilidad de que dos inserciones independientes se den en el mismo lugar (locus) del genoma son extremadamente bajas y, por tanto, no se aceptan. Sin embargo, esta improbabilidad no es mayor que las múltiples improbabilidades que requiere cualquier ejemplo de las supuestas evoluciones convergentes señaladas. Desde el diseño se podría decir que el hecho de que aparezcan los mismos transposones en humanos y simios, en idéntica posición del genoma, puede deberse también al azar y no necesariamente al ancestro común. Es difícil aceptar esto -y, de hecho, nadie lo pretende- pero, puestos a especular, ¿por qué no podría haber ocurrido así? ¿no sería factible que les tocara también la lotería a los partidarios del diseño? ¡Ah, no -se replicaría pronto- eso es altamente improbable! De acuerdo, quizá lo sea, pero, ¿no es esto como jugar con dos barajas o tener dos varas distintas de medir? Se acepta la magia del azar cuando conviene al darwinismo, mientras que se rechaza cuando no es así.

Veamos ahora la segunda parte de este asunto de los transposones. ¿Es la inserción de tales elementos móviles esencialmente aleatoria, como pretende el darwinismo? En un artículo publicado en la revista científica Nucleic Acids Research se decía que, a pesar de lo poco que se conocía todavía sobre los elementos transponibles (TEs), después de analizar miles de ellos presentes en el genoma humano, se había descubierto que la mayoría no se insertaba en cualquier lugar al azar sino en determinados “puntos calientes”.2 Se identificó una tendencia cuatro veces mayor en dichos elementos a colocarse donde ya existían otros TEs, en orientaciones específicas, que a hacerlo en regiones sin tales elementos. También se demostró, en otro trabajo, que los intrones son capaces de integrarse repetidas veces en los mismos lugares de genomas de especies independientes.3 Esto evidentemente venía a contradecir la hipótesis aleatoria. De la misma manera, es posible señalar muchos más ejemplos bibliográficos en este sentido4 que apuntan hacia la conclusión de que el argumento darwinista para la descendencia común se apoya sobre una selección deliberada y sesgada de los datos disponibles. Se resaltan aquellos que parecen confirmar la hipótesis y se ocultan o menosprecian los que la contradicen claramente.

Ante la constatación de tales estudios y de que el darwinismo ha resultado incapaz, hasta ahora, de aportar un mecanismo natural convincente que explique el origen y la evolución de las especies, ¿no sería prudente tratar esta hipótesis, del antepasado común de humanos y simios, con un cierto grado de escepticismo? Carecemos todavía de la información completa acerca del funcionamiento global de nuestro genoma. Decidir precipitadamente qué característica del mismo es importante y cuál no, es algo estéril que puede conducir a errores. Puede que no todos y cada uno de nuestros miles de millones de pares de bases nitrogenadas que hay en el ADN tengan una función concreta, pero esto no significa que debamos menospreciarlos. Es todavía mucho lo que no sabemos.

Actualmente, el genoma humano puede compararse con un tablero de ajedrez. Si nos preguntamos cuántos cuadrados tiene en total, la respuesta inmediata que nos viene a la mente es 64, ya que ocho por ocho dan esa cantidad. Sin embargo, la solución correcta sería 204. ¿Por qué? Con las casillas blancas y negras se pueden dibujar cuadrados de diferentes tamaños, no sólo de uno. Podemos hacer también cuadrados de 4 casillas, de 9, 16, 25, 36 y 49, antes de llegar al total de 64. Y, al sumarlos todos, desde una sola casilla hasta las 64 nos resultan las 204 casillas. Pues bien, con el genoma pasa algo similar. Un fragmento de ADN puede incluir un gen que fabrica proteínas pero también un ARN largo que no las fabrica. Además puede contener muchos ARN pequeños, ARN antisentido, señales de empalme, regiones que no se han traducido, promotores y potenciadores, variaciones en la secuencia de ADN entre individuos de la misma especie, modificaciones epigenéticas dirigidas y aleatorias, enlaces a proteínas y otros ARN, efectos de un entorno constantemente cambiante, etc. En fin, no comprendemos todavía la complicación de nuestro tablero de ajedrez llamado genoma, aunque lo poco que sabemos de él nos llena de asombro y humildad.

A medida que progresa el conocimiento del genoma humano y el de otros animales, se pone de manifiesto la elevada complejidad de los mismos. Los antiguos estereotipos evolucionistas que suponían que la mayor parte era basura inservible se han visto refutados por nuevos descubrimientos. Todo parece indicar que una inteligencia previsora está detrás del ADN y de las funciones que éste realiza en los seres vivos. No es posible que tal información se haya originado al azar mediante mutaciones ciegas. Esto ya se está empezando a reconocer en el mundo académico, aunque todavía no ha llegado adecuadamente al gran público. Es difícil predecir cuándo se producirá el derrumbamiento del paradigma evolucionista, pero resulta evidente que cada vez está más cercano.

Quizás el gran científico alemán, Max Planck, que obtuvo el premio Nobel de Física en 1918, estuviera en lo cierto al decir que “las teorías científicas no cambian porque los científicos viejos cambien de opinión; cambian porque los científicos viejos se acaban muriendo”.5 En estos momentos, ente el tema del diseño universal que evidencia la naturaleza, estamos precisamente en medio de uno de estos cambios de paradigma en biología. Y desde luego, muchos rechazan tal conclusión por las evidentes implicaciones espirituales que posee. Otros quizás lo hacen porque durante toda su carrera profesional han estado casados con el darwinismo y les cuesta reconocer sus graves deficiencias explicativas. Sin embargo, lo cierto es que la ciencia no es un buen aliado para negar la realidad de un Dios creador, como algunos pretenden. Es más bien al revés. En el siglo XXI, casi todos los descubrimientos científicos apuntan a una inteligencia previa detrás del universo y la vida que éste alberga. Hoy por hoy, el diseño que empapa la realidad es algo innegable.

 

1 Novo Villaverde, F. J., 2007, Genética humana, Pearson, Madrid.

2 Asaf Levy, Schraga Schwartz and Gil Ast, 2009, “Large-scale discovery of insertion hotspots and preferential integration sites of human transposed elements”, NCBI, 38(5): 1515–1530.

3 Wenli Li, Abraham E. Tucker, Way Sung, W. Kelley Thomas y Michael Lynch, 2009, “Extensive, Recent Intron Gains in Daphnia Populations”, Science, Vol. 326, Issue 5957, pp. 1260-1262.

4 Guo-chun Liao, E. Jay Rehm, and Gerald M. Rubin, 2000, “Insertion site preferences of the P transposable element in Drosophila melanogaster”, PNAS, vol. 97 (7): 3347-3351.

5 Scientific Autobiography and Other Papers (1950).   

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