Biología del alma (III)

Sólo un Dios omnipotente puede generar las almas en los cuerpos. Además, tiene muy buenas razones para hacerlo.

04 DE DICIEMBRE DE 2016 · 07:10

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Uno de los proponentes del Nuevo ateísmo, el filósofo estadounidense Daniel C. Dennett, especializado en inteligencia artificial, es famoso por su resistencia a aceptar la realidad de la conciencia en el ser humano.

Retomando las antiguas ideas del filósofo inglés, David Hume, -quien también dudaba de la existencia de su yo personal- se niega a reconocer lo obvio, afirmando que la cuestión de si algo es o no consciente carece de interés puesto que no resulta posible saberlo.

Cree que las máquinas llegarán también algún día a ser como los seres humanos que, al fin y al cabo, no seríamos más que máquinas conscientes.1 Este planteamiento reduccionista, propio del clima darwinista y materialista que impera en ciertos sectores de la sociedad, es el que está en la base de la negación de que exista la conciencia.

Sin embargo, una doctrina que se ve obligada a recurrir constantemente a elaboradas evasivas no parece mucho mejor que un fraude. La diferencia fundamental entre una persona y una computadora de última generación es que ésta última, por muy sofisticada que sea y aunque alcance soluciones partiendo de datos a los que ella misma ha arribado previamente, no sabe lo que está haciendo. No es consciente de aquello que realiza.

Decir lo contrario, sería como pensar que un lector de discos compactos disfruta de la música que hace sonar o que un libro electrónico comprende las ideas reflejadas en sus páginas. Un completo absurdo.

Aparte de estas minoritarias interpretaciones sobre los estudios mente-cuerpo, son muchos los autores que, a lo largo de la historia de la filosofía y la ciencia, han considerado que la mente es una realidad emergente que apareció en paralelo con la complejidad progresiva del sistema nervioso.

Pensadores como Spinoza, Leibniz, Schopenhauer, Clifford, Ernst Haeckel, William James, Chalmers o Teilhard de Chardin supusieron que la conciencia era sólo un fenómeno físico o natural que brotaría siempre que la materia se tornara lo suficientemente compleja.

En este sentido, el paleontólogo católico, Teilhard de Chardin, hablaba incluso de la supuesta existencia de una “ley de complejidad-conciencia”2, o una tendencia de la naturaleza, según la cual el cerebro de los animales habría ido evolucionando poco a poco hasta dar lugar a la conciencia humana del yo o a lo que tradicionalmente se conoce como “alma”.

No obstante, otros pensadores creen que el alma del ser humano es mucho más que eso, que no puede ser sólo la propiedad de un mero cuerpo, de un cerebro o un objeto material. En este sentido, si la conciencia fuera la propiedad de algo distinto al cuerpo, ese “algo distinto” debería ser el alma.

De manera que detrás de nuestros pensamientos, del uso que hacemos del lenguaje, de la manera de comunicarnos o de planificar el futuro habría un poder milagroso que habitualmente nos pasa desapercibido. Se trata de la capacidad desconcertante que tenemos para apreciar diferencias y semejanzas o de generalizar y universalizar.

El hecho de que desde niños seamos capaces de distinguir, por ejemplo, entre el color rojo de una rosa y el color rojo en abstracto, sin relacionarlo con ningún objeto rojo, refleja esta capacidad. Constantemente pensamos cosas que no tienen reflejo en la realidad física, como la idea de perdón, de libertad, de amor, de solidaridad o de reconciliación.

Esta actividad, en sí misma, es algo que trasciende a la materia, que está más allá de lo puramente físico. Son actos de personas que están encarnadas en un cuerpo y, a la vez, animadas. Es decir, dotadas de alma.

El problema de una teoría que intente relacionar la mente, el yo o el alma humana con el cuerpo o el cerebro es que necesariamente tiene que medir muchas clases de cosas diferentes. La cuestión que se plantea aquí es, ¿hasta qué punto tales cosas pueden ser medidas? La masa de las neuronas, la velocidad de los impulsos nerviosos, las propiedades eléctricas y el resto de las características físicas y químicas pueden ser calculadas por los métodos de la ciencia, pero cómo medir las propiedades mentales individuales.

Cómo evaluar con rigor y precisión los pensamientos y los sentimientos propios de las almas humanas. Las propiedades físicas son medibles pero las mentales no. Tal como reconoce el filósofo inglés, Richard Swinburne, de la Universidad de Oxford: “(…) los pensamientos no se distinguen entre ellos en escalas medibles. Un pensamiento no tiene el doble de cierta clase de significado que otro.

Así, pues, no podría haber una fórmula general que muestre los efectos sobre los eventos mentales de las variaciones en las propiedades de los eventos cerebrales, porque éstos difieren unos de otros en respectos mensurables, pero aquéllos no.”3 Este es el principal problema que se plantea en todos los intentos por estudiar científicamente el alma.

Las ganas de comer paella, por ejemplo, no se pueden distinguir del deseo de paladear un buen chocolate porque aquéllas tengan el doble o el triple de algo más que éste. Por tanto, es imposible crear una fórmula matemática general que fuera capaz de relacionar determinadas variaciones cerebrales con ciertos deseos. No se puede sistematizar por qué un cambio en algunas neuronas fue producido por un deseo, mientras que otro cambio lo motivó un sabor y otro, un propósito o una creencia.

Esto nos permite reconocer que los objetos materiales como los cerebros y las neuronas que los constituyen son clases de cosas completamente diferentes de las almas. Éstas no se diferencian entre sí o de otras cosas por estar hechas de más o menos cantidad de materia.

Por lo tanto, no es posible ninguna fórmula o ley general -como la que propuso Teilhard de Chardin, por ejemplo- que pudiera correlacionar el aumento de la complejidad cerebral con la aparición del alma. No resulta factible una ciencia del alma-cerebro porque estas cosas no se pueden medir, pesar ni observar directa o indirectamente.

Decir que el alma surgió por evolución gradual en el cerebro de algún primate antecesor común a simios y hombres (o sólo en la línea homínida) es algo que sobrepasa con mucho las supuestas posibilidades explicativas de la teoría darwinista. Ésta no es, desde luego, una explicación científica ya que no se puede demostrar algo que está por completo fuera del alcance de la ciencia.

Ahora bien, si las ciencias experimentales son incapaces de dar cuenta del alma, y teniendo en cuenta que pueden existir otras fuentes de conocimiento verdadero, ¿será quizás la explicación teísta de la teología la que mejor se aproxime a este asunto? Opino que sólo un Dios omnipotente puede generar las almas en los cuerpos y que, además, tiene muy buenas razones para hacerlo.

Al ser también misericordioso, desea que disfrutemos de sensaciones gratas, que podamos satisfacer nuestros deseos naturales, que desarrollemos nuestras propias creencias sobre el mundo que nos rodea, sobre nosotros mismos y sobre su deidad. Al habernos creado en libertad, nuestros propósitos no están determinados de antemano y podemos actuar en el mundo para mejorarlo.

El neurobiólogo australiano, John Eccles, que obtuvo el Premio Nobel en 1963 por sus trabajos sobre las sinapsis cerebrales, escribió estas palabras: “Me veo obligado a creer que existe lo que podríamos llamar un origen sobrenatural de mi única mente autoconsciente, de mi yo único o de mi alma única; (…) Mediante esta idea de creación sobrenatural, eludo la increíble improbabilidad de que el carácter único de mi propio yo esté genéticamente determinado.”4 El cerebro se desarrolla en base a la información que poseen los genes -aunque desde la revolución epigenética esto es matizable-, sin embargo el alma no.

Yo creo que el alma humana no tiene su causa en los procesos físicos de la naturaleza sino en el Dios generoso que se revela en la Escritura. Puesto que el misterio de la creación de las almas en el cerebro de los fetos no tiene una argumentación científica y, por tanto, no es un hueco del conocimiento que algún día la ciencia podrá explicar, no es necesario recurrir a ningún Dios tapagujeros.

Solamente la existencia del auténtico Dios creador nos conduce a esperar semejante acontecimiento sobrenatural. Me parece que ésta sigue siendo la explicación más lógica y sencilla. Además, la singularidad del alma humana constituye una prueba más en favor de la existencia de ese Creador que es la fuente de toda vida. 

 

1 Flew, A., 2013, Dios existe, Trotta, Madrid, p. 145.

2 Teilhard de Chardin, P., 1967, El grupo zoológico humano, Taurus, Madrid, p. 53; 1982, El fenómeno humano, Taurus, Madrid, p. 363.

3 Swinburne, R., 2012, ¿Hay un Dios?, Sígueme, Salamanca, p. 113.

4 Popper, K. R. & Eccles, J. C., 1993, El yo y su cerebro, Labor, Barcelona, p. 628.

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