Cuatro ídolos postmodernos

Dios no se recrea en el poder de los poderosos sino que prefiere manifestarse a través de lo pequeño, lo débil, lo insignificante, lo marginado y oprimido.

12 DE NOVIEMBRE DE 2016 · 21:30

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El Dios que se revela en la Biblia es paradójico y contracultural. Paradójico porque casi siempre elige lo débil frente a lo fuerte, lo pobre ante lo rico y lo humilde en vez de lo altivo. Contracultural, puesto que no acepta los ídolos comunes de las culturas que rodean al pueblo elegido. Yahvé no escoge a Israel porque éste fuera una tribu justa, culta o poderosa sino, más bien, por ser pobres e insignificantes en medio de las grandes potencias que les rodeaban. Los poderosos reinos del norte se enfrentarán sucesivamente con sus rivales del sur y viceversa, pero para ello tendrán que transitar sus ejércitos por el reducido pasillo de este pequeño pueblo, limitado por el mar y el desierto. De ahí su valor estratégico y las vicisitudes históricas por las que pasan los hebreos. Ser elegidos no será pues ningún privilegio sino una responsabilidad tremenda ya que deberán llevar a cabo la ardua tarea de anunciar al mundo que el amor es siempre mejor que la guerra y que otro tipo de sociedad es posible. Dios no se recrea en el poder de los poderosos sino que prefiere manifestarse a través de lo pequeño, lo débil, lo insignificante, lo marginado y oprimido. En tanto en cuanto Israel sea así, dependiente del Creador, Yahvé permanecerá a su lado, pero cuando el pequeño pueblo se crea fuerte y autosuficiente, Dios se alejará y les permitirá comprobar las duras consecuencias de su pecado.

El error de la arrogancia y la tentación del poder o la codicia solían traer de la mano paralelamente los indeseables ídolos de las otras culturas. Excepto los persas, todos los demás pueblos de la antigüedad que entraron en contacto con los israelitas fueron idólatras. En Mesopotamia se ofrecían alimentos a los dioses creyendo que éstos realmente se los comían. Los pueblos hititas castigaban con la pena capital a aquellos sacerdotes que consumieran los alimentos destinados a los ídolos. En Egipto se les despertaba por la mañana, se les aseaba, vestía y ofrecía su desayuno. Durante todo el día estaban bien atendidos, incluso se les transportaba para que visitasen a otros dioses familiares o amigos y al llegar la noche se les acostaba para que descansaran bien. Los profetas de Israel, no obstante, no sólo consideraban todo esto como una estupidez sino sobre todo como abominación y ofensa a Dios. El primero de los diez mandamientos dice “no tendrás dioses ajenos delante de mí” (Ex. 20:3). Los judíos defendieron siempre el monoteísmo, ridiculizando la impotencia y falsedad de los ídolos (Sal. 115: 1-8). De ahí que cuando los hebreos entraron en Canaán, lo primero que hicieron fue destruir las estatuas de los baales, de Asera, Astoret, Molec, etc. A pesar de esto, el peligro de la idolatría siempre estuvo latente y algunos sucumbieron a él a lo largo de la historia.

Una diferencia fundamental entre Dios y los ídolos fabricados por el ser humano es que éstos terminan casi siempre por oprimir a la gente, mientras que Dios nos libera por completo. Los dioses de las diversas mitologías suelen demandar víctimas y necesitan esclavos que les adoren. Sin embargo, la mayor gloria del Creador que se manifiesta en la Escritura es que los pobres y débiles vivan y sean protegidos. Dios es poderoso pero nunca manipula a las personas porque es además amor y tiene misericordia del hombre. La Tierra entera es suya y nosotros sólo somos mayordomos administradores con la responsabilidad de cuidar unos de otros, especialmente de los más necesitados. El apóstol Pablo en el Nuevo Testamento dice que la avaricia es también una forma de idolatría (Col. 3:5) y el propio Señor Jesús les manifestó a los fariseos avaros que algunas cosas que los humanos tienen como sublimes, delante de Dios son abominación (Lc. 16:14-15).

Pues bien, desgraciadamente este sigue siendo uno de los principales ídolos de nuestra época posmoderna: la avaricia consumista. Suele decirse que la posmodernidad murió con el derrumbamiento de las Torres Gemelas de Nueva York, en el 2001, sin embargo, lo cierto es que todavía sobreviven en la sociedad occidental algunas de sus desfiguradas huellas. Algunos hablan de transmodernidad o de hipermodernidad para referirse al tiempo presente, pero la verdad es que vivimos en una mezcolanza de tendencias, valores y contrasentidos pertenecientes a varias épocas. Hoy, al sustituir el gran relato de Dios por los pequeños relatos del dinero, la ganancia a corto plazo y el poder, hemos maltratado la creación y generado esclavos por todo el mundo. De la misma manera que una mala teología conduce inexorablemente a una mala ética, la idolatría del consumismo desenfrenado reclama incesantemente sus víctimas entre los más vulnerables.

Uno de los cambios provocados por la última crisis económica en nuestro país es sin duda el incremento del desempleo. El paro es una de las causas principales de la pobreza, las desigualdades y la exclusión social. Los pocos puestos de trabajo que hay se reparten ahora entre menos personas y se empieza a hablar ya de una nueva clase social llamada “precariado”, constituida por los más desfavorecidos, con bajos niveles de capital económico, cultural y social. Son personas con capacidades potenciales que no pueden desarrollar porque carecen de dinero y sus vidas se han vuelto precarias e inseguras. Se ha señalado que en este colectivo se da un mayor número de enfermedades mentales y de suicidios. Son, en el fondo, las víctimas de esta nueva idolatría posmoderna del consumismo globalizado.

Quizás la cara más terrible de este ídolo sea la del comercio de la guerra. Se trata del que más sacrificios humanos exige en el frente -tanto de los atacados como de los atacantes- en nombre de supuestos ideales como erradicar el mal, acabar con regímenes tiranos, eliminar hipotéticas armas de destrucción masiva que supuestamente posee el enemigo o vengarse del terrorismo, cuando en realidad lo que muchas veces hay detrás son oscuros intereses mercantiles o geoestratégicos. Se hace la guerra por codicia. España es uno de los principales países exportadores de armamento del mundo. Se le sitúa habitualmente entre el sexto o el séptimo lugar. El 78% del total de sus exportaciones suelen ser aeronaves militares y buques de guerra, pero también fabrica torpedos, cohetes, misiles y bombas racimo del modelo MAT-120. Durante el año 2014 se exportaron armas a Arabia Saudí por un valor de 293 millones de euros; a Egipto (108 m. e.); a Irak (95 m. e.) y a Omán (64 m. e.).1 A veces, incluso se autorizan exportaciones “con fines humanitarios” ya que se supone que ante el deterioro de ciertas situaciones, las entregas de armamento permiten a la población civil defenderse por sí misma.

El elevado grado de secretismo y la opacidad con la que se llevan a cabo muchos de estos negocios impiden que la opinión pública esté debidamente informada y pueda expresar su opinión. Seguramente muchos españoles votarían con el fin de impedir que las armas hechas en nuestro país se emplearan para provocar sufrimiento y daños irreparables a millones de personas. Es cierto que la guerra no es nueva pero el comercio que genera hoy es como un ídolo posmoderno que sigue exigiendo sacrificios humanos.

De la misma manera, algunos deportes de masas como el fútbol han adquirido en nuestra época ciertas formas idolátricas. La gran palabra “Dios” propia de la modernidad ha perdido buena parte de su influencia y ha sido sustituida por otras pequeñas palabras posmodernas que se han divinizado también, tales como la palabra “gol”. En la lengua de Shakespeare queda mejor este ejemplo: “God” (Dios) por “gol” (entrada del balón en la portería). Las catedrales de esta religión son los campos de fútbol, las pistas de baloncesto y los pabellones olímpicos donde se oyen intermitentemente estos gritos fervorosos y exaltados que salen del alma humana. A tales templos del deporte se llega de la mano del sentimiento y la devoción. Si el equipo triunfa, la vida se llena de euforia, alegría y sentido. Si por el contrario pierde, brota la rabia, la frustración y hasta las lágrimas porque en el fondo lo que está en juego es el prestigio del clan, el pueblo, la ciudad, la región o el propio país. Se sacraliza así la propia nación por medio de la acción de esos once sacerdotes que ofrecen el sacrificio de su habilidad física en el terreno de juego. Es la liturgia del deporte que se oficia a nivel nacional. Se diviniza el gol de los propios y se anatematiza el de los rivales. En ocasiones, tal euforia no termina en los estadios sino que genera violencia física y se cobra también sus víctimas. Todo ídolo termina por exigir sacrificios, pero, ¡algo hay que hacer para combatir el aburrimiento existencial posmoderno!

Nuestro cuerpo puede llegar a ser otro ídolo posmoderno. El culto al cuerpo humano que se manifiesta en las tendencias narcisistas de la cultura actual no ha pasado tampoco desapercibido a la sociología. La sacralización corporal que manifiestan tantas pasarelas de la moda, gimnasios, dietéticas, exhibicionismo, libertad sexual, cosmética, cirugías estéticas, etc., esconde detrás determinadas concepciones antropológicas y religiosas. El cuerpo ya no se concibe como una parte de la persona sino como su totalidad. “Es como si los cuerpos perfectos de la posmodernidad hubieran sido abandonados por sus espíritus; como si hubieran ganado belleza por fuera a costa de perder profundidad y hermosura interior”.2 El anhelo de eternidad propio del alma humana se busca hoy erróneamente en lo efímero y caduco. De ahí que tantos cuerpos maduros exhiban irremediablemente las huellas de la servidumbre a ese ídolo característico de nuestro tiempo. Sin embargo, Jesús de Nazaret, que no fue moderno ni tampoco posmoderno, pronunció esta frase desde su época premoderna: “No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?” (Mt. 6:25). Cuando de la intrascendencia se hace modelo, lo verdaderamente importante se disuelve en el olvido colectivo.

Por último, me gustaría referirme a otra de tantas sacralizaciones contemporáneas, la del naturalismo. El método naturalista que siguen las ciencias experimentales supone que toda la realidad puede explicarse en términos físico-químicos. Sin embargo, ¿hasta qué punto es coherente que la ciencia defina y delimite el mundo según este apriorismo naturalista? El naturalismo metodológico está inevitablemente ligado al naturalismo ontológico. Creer que todos los fenómenos pueden explicarse de forma natural conduce, en última instancia, a pensar que la naturaleza se ha hecho a sí misma sin necesidad de un Creador sobrenatural. Y tal creencia es otro gran ídolo de nuestro tiempo adorado por millones de criaturas. Su teología idolátrica se enseña cada día en las catequesis universitarias por medio de la revelación evolucionista. El darwinismo al azar lo explicaría todo y sería la causa de todo, mientras que el Dios de la Biblia se convertiría en un viejo mito ya superado. Si alguien desea seguir creyendo todavía en él, debe saber que las teorías de la ciencia ya no lo necesitan.

No obstante, esta manera de ver las cosas choca contra todo aquello que nos indica hoy el mundo natural. El universo y los seres vivos presentan rasgos inequívocos de diseño. El orden y la información que manifiestan las estructuras de los organismos son elementos fundamentales y constitutivos de la realidad que podemos estudiar fácilmente. Y esto permite cuestionar las explicaciones naturalistas, que han prevalecido hasta hoy en el seno de la ciencia, puesto que la biología evidencia unos procesos no azarosos sino dirigidos a fines concretos (teleología). Lo cual indica necesariamente intención e inteligencia personal y nos permite razonablemente volver la mirada a Dios como causa de toda la realidad.

Según la revelación bíblica, existe una gran realidad amorosa universal que nos creó y nos ama profundamente. Contra ella el ser humano ha elaborado ídolos a lo largo de la historia y hasta el presente. Tales fetiches suelen convertirse en valores de este mundo que pretenden robarle al Creador los corazones humanos. En ocasiones, estos ídolos posmodernos no son más que sublimaciones de lo ridículo y lo efímero, pero casi siempre suponen una infravaloración del verdadero Dios. Este ha sido siempre el gran pecado de la humanidad: sustituir al Sumo Hacedor de todo lo creado por imágenes de barro o ideologías deshumanizantes. Sin embargo, el hombre y la mujer no están hechos para doblar sus rodillas ante nada ni ante nadie, sino sólo ante Dios. Y el Señor Jesús enseñó que a Dios se le adora, especialmente, doblando el corazón ante todo ser humano.

 

1 Melero, E., El comercio de armamento en España, Suplemento del Cuaderno n. 198 (n. 232) de Cristianisme i Justícia, marzo 2016.

2 Cruz, A., 1996, Postmodernidad, CLIE, Terrassa, Barcelona, p. 146.   

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