Actitudes cristianas

No acariciemos ni fomentemos jamás los deseos de venganza, sino seamos pacientes y dejemos lugar a la justicia de Dios.

19 DE JUNIO DE 2016 · 08:25

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Las bienaventuranzas son una experiencia que debemos vivir. Si los apóstoles las pusieron en práctica, entonces todo seguidor de Jesucristo debe también intentarlo. ¿Cómo es posible hacerlo? Creo que hay algunas actitudes fundamentales que se desprenden de las bienaventuranzas de Jesús y que pueden ayudarnos a vivirlas en el tiempo presente. Se trata de las siguientes:

 

1. No nos consideremos nunca autosuficientes delante de Dios.

Quien se cree autosuficiente piensa que no tiene necesidad de Dios ni de sus semejantes para vivir. No necesita a nadie porque se basta a sí mismo. El mundo empieza y acaba con él. La persona se convierte así en una especie de isla solitaria y egoísta en medio del océano. En nuestro mundo contemporáneo hay muchas personas que viven de esta manera en una soledad casi absoluta.

Sin embargo, Dios dice que el hombre no debe vivir así porque él nos creó como seres sociales que requieren de las relaciones con los demás para existir de forma saludable y equilibrada. El discípulo cristiano debe ser consciente de su necesidad primordial de relacionarse con Dios y después con su familia, iglesia, amigos, colegas, etc.

Se es pobre en espíritu, según Jesús, al ser conscientes de nuestra total indefensión y dependencia absoluta del Creador. Tenemos que abandonar ese orgullo propio del viejo hombre y aprender a no ser pretenciosos ante Dios o ante los demás seres humanos. Al reconocer que toda nuestra riqueza está en el Señor, nos volveremos abiertos, generosos y acogedores. Debemos poner en práctica la humildad interior y la paciencia ya que todo lo esperamos de Dios y confiamos plenamente en él. De esta manera seremos verdaderamente dichosos y Jesús será nuestro rey.

 

2. No nos dejemos seducir por la falsa alegría del mundo.

El optimismo de una sociedad que vive sin Dios tiene los días contados. Reír por reír sin pensar nunca en lo que hay después de esta vida es comportarse como el perro que intenta morder su propia cola en una carrera frenética y sin sentido. El cristiano sincero debe, por el contrario, renunciar a este tipo de felicidad inconsecuente que ofrece el mundo y buscar el gozo en lo eterno y trascendente.

Por otro lado, los males que esclavizan al hombre de hoy por culpa de su propio pecado provocan en el creyente una tristeza y unas ganas profundas de llorar, ya que conoce el fin y el juicio que espera a todo ser humano que vive sin Dios. Este dolor se incrementa al comprobar que las enseñanzas de Jesús contenidas en los evangelios son cada día menos tenidas en cuenta e incluso, con frecuencia, cuestionadas y ridiculizadas.

Es verdad que en la tierra hay muchos millones de cristianos sinceros que procuran vivir su fe con coherencia, pero lamentablemente el número de creyentes nominales que no son consecuentes con sus creencias aumenta constantemente produciendo testimonios negativos por todo Occidente. El discípulo de Cristo sufre al comprobar esta falta de fe, esperanza y amor. Llora por sus equivocaciones y por las de su prójimo. Pero resulta que este padecimiento es bueno y querido por Jesús. Él llamó a este tipo de lágrimas, la verdadera felicidad. Por tanto, no nos cansemos de llorar así.

 

3. Superemos el orgullo, reconociendo nuestras debilidades.

La mansedumbre no está hoy de moda, sin embargo el Señor nos recomienda que no perdamos la paciencia ante las contrariedades de la vida, sino que pongamos siempre la confianza en él. Hemos de ser humildes por voluntad propia, aunque nuestro temperamento natural sea enérgico o tengamos una gran fuerza de ánimo. Debemos contar en todo momento con Dios y aceptar sus tiempos, que habitualmente no suelen coincidir con los nuestros.

No miremos a los demás por encima del hombro. Estemos siempre dispuestos a ayudarles en todo lo que requieran de nosotros. Si se nos insulta o acosa por nuestra fe, refrenemos nuestra lengua para no responder con la misma moneda. Con el fin de desarrollar la humildad, debemos vencer nuestro orgullo personal y esto sólo podremos hacerlo mirando cómo reaccionó siempre Jesús. El hecho de poseer una idea adecuada de nosotros mismos, de no tener más alto concepto del que debemos tener, nos ayudará a valorar positivamente a los demás. Cuando me considero a mí mismo como un vil pecador rescatado por Cristo, no me queda espacio para ningún tipo de orgullo personal y, por tanto, no juzgo tan severamente a los otros.

Deshagámonos de la autocompasión y así no nos afectarán los insultos o las afrentas injustas que padecemos. Pensemos que al Señor Jesús también le insultaron y, desde luego, él no lo merecía en absoluto. Nosotros no merecemos mejor trato que él.

No acariciemos ni fomentemos jamás los deseos de venganza, sino seamos pacientes y dejemos lugar a la justicia de Dios. Debemos ser conscientes de que, aunque por nuestros propios medios no podamos, el Espíritu Santo tiene poder para ayudarnos a ser más humildes y darnos paulatinamente la misma mente de Cristo.

Seguiremos tratando estas actitudes cristianas.

 

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - ConCiencia - Actitudes cristianas