“Amas de casa”

Ellas son las indudables; las magistralmente plasmadas en las definiciones del Proverbial libro bíblico.

28 DE MAYO DE 2016 · 21:55

,

Hay una soledad que me inspira un especial y admirable respeto. Es la de unos seres humanos que jamás manifiestan tal soledad, y que cuando sus rostros han manifestado unas sombras de la misma, la han disfrazado de sonrisas, como un tanto avergonzadas que se les note tal sentimiento.

Es una soledad –como algún tipo de amor – que no osa decir su nombre. Me refiero a la soledad de las más tradicionales amas de casa. De esas mujeres que no quieren reclamar compañía, y nunca por orgullo, porque a sus ojos, sería como tirar de la manta demasiado duramente, para descubrir cuán poca colaboración reciben del resto de la familia, porque dominan además la clara conciencia de sus desalentadoras y pasajeras tristezas.

¿Cómo van a estar solas, si están hasta tal punto acompañadas que no tienen ni un minuto para ellas mismas? Y sí que están muchas veces rodeadas de los suyos: el marido leyendo su periódico favorito, el hijo ya mayor de edad, enfrascado en sus WhatsApp, las hijas repasando sus revistas de modas o del corazón, y las amas de casa, haciéndolo todo, pregunta “Pregunta ¿hay alguien aquí?, experimenta una triste sonrisa para adentro, al averiguar, que el concepto “alguien” no está en los hemisferios cerebrales de su tribu. Tristeza que no llega a producir fiebre, pero que enturbia la salud y desanima en el trabajo y los días.

Hubo un tiempo que su vida era la inercia de la ocupación: Las horas contadas siempre eran escasas; los días atiborrados e iguales, pasaban muy deprisa: Siempre había un niño pequeño del que estar pendiente. De amas de casa se transformaron en sirvientes de los que la habitaban.

El viaje que empezó en la ilusión primera de la boda –el casado casa quiere  y siguió con el vivir desviviéndose. Niños crecientes y maridos menguantes, ocupados más y más fuera de la casa, con una vida personal no compartida por ellas, y sin el derecho a quejarse porque todo se hacía para la casa y acomodados hijos.

Su trabajo es permanente. Hacer, deshacer, rehacer, su tarea inagotable. Cocinan, friegan, vuelven a cocinar y a servir y a fregar; limpian y vuelven a limpiar, zurcen, planchan, curan, administran, escuchan, ahorran. Y para los señores poco es hermoso, ni agradecido, ni pagado ¿dónde está el mérito de un trabajo así? ¿Quién las admirará? lo suyo es sencillo, natural y lo que tiene que ser: como si hubieran nacido para hacer sólo eso y no supieran hacer nada más.

Y se van ajando y marchitando sin una palabra de aliento o de entusiasmo, porque ¿qué elogios merece tanto afán, ni que gracia tiene, si eso lo puede hacer cualquiera? y sienten cada semana, cada mes, cada año más el cansancio, y empiezan a conocer su soledad, la que mencionaba al empezar, que ni siquiera desean que asole en sus rostros.

Pero los hijos crecen y hacen su vida, el marido se ausenta. Y aquella inercia se rompe. No es ya necesario tanto esfuerzo. La casa funciona casi sola, y ellas desean también funcionar así. La vida que soñaron un día no era esta, y se empieza a pensar que nunca será posible ya.

En el mundo que las rodea, las informaciones, las revistas, los programas visuales, transcurren otras vidas, y todas parecen más afortunadas que las suyas, más intensas, más brillantes, más reconocidas.

Y “Desde el Corazón” pienso que con todo, ellas, a pesar de todo, se dicen, “mi vida no la he perdido del todo, ni pasó en vano: Ahí están los hijos, el marido, la casa, la fe… y no desean el recurso de desgarrarse a gemidos. Muchos tienen menos aún”.

Porque ellas son las indudables; las magistralmente plasmadas en las definiciones del Proverbial libro bíblico. A las que se les exige un sacrificio incesante, no el de una gesta puntual, sino el de la vida gota a gota, segundo a segundo, la abnegación más alta. Una abnegación en favor de otros seres, los suyos hasta cierto punto. Porque marido e hijos son de ellos mismos, como salta a la vista tantas veces, no de ellas. Ellas les dieron lo mejor que tenían.

Y llega el día en que no sienten no el acompañamiento, sino ni la proximidad de los hijos que entran y salen cada cual a lo suyo; del marido que está más por su club y su ordenador que por nada; de las amigas que lleva cada cual su cruz a cuestas y de la Iglesia que ya es sólo música y poco mensaje de amor, esperanza y comprensión.

Y ese día no les consuelan de su soledad ni los éxitos de quienes les rodean, pero no las amparan, ni las enternecen, ni las acarician; y aun conociendo que las fuerzas se rejuvenecen como el águila dice el pasaje escritural, ya no pueden, -aunque se resistan a pregonarlo, aunque se lo nieguen a sí mismas  evitar sentirse infinitamente solas…

Y ese día, tan lleno de peligro, pocos se asombrarán de que se asomen a la ventana y giman mirando la luna, o se dejen caer desde la ventana a la calle. O se acerquen al primero que pase y le haga caso, no para recuperar lo irrecuperable, sino para empezar otra vez a ciegas el amargo proceso de la desilusión. Pero no, pese a su soledad tienen a Alguien que las mantiene, y seguirán siendo “las amas de casa” “El que tiene oídos para oír, oiga”.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Desde el corazón - “Amas de casa”