La nueva naturaleza que lucha en nosotros

En los momentos en que nos apetecería pedirle cuentas porque nos sentimos desencantados, el Espíritu habla a nuestra mente, a nuestros oídos, para recordarnos que nadie nos ama más que Él.

17 DE ENERO DE 2016 · 08:05

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Hace unos días recuperaba una antigua película que en su momento compré en DVD: No sin mi hija, que muchos recordarán, basada en una novela que recogía una historia real.

A colación de la actualidad que tienen todos los acontecimientos recientes relacionados con el mundo árabe, me apeteció verla y considerar de nuevo cosas que, aunque nos pillen aparentemente muy de lejos a nosotros en occidente, en este mundo globalizado nuestro, más que nunca, nos tocan a todos sin excepción.

En esta historia una mujer norteamericana casada con un médico iraní veía como unas vacaciones de dos semanas para visitar a su familia política se convertían en una pesadilla de casi dos años al decidir él, unilateralmente, que la familia, que cuenta con una hija de 4 años, debe permanecer en Irán para siempre.

Ella ve claro que debe de huir sin dejar a su hija atrás y la película narra todo el proceso y sus vicisitudes, que no fueron pocas.

Tengo que reconocer que la situación de la mujer en el mundo árabe siempre me ha resultado complicada de comprender. Pero tampoco comprendo mucho mejor las desigualdades en nuestros países “desarrollados” (para unas cosas lo somos más que para otras, desde luego).

La cosa es que, siendo mujer como soy, resulta difícil presenciar ciertas cosas sin que aparezca, sin necesidad de rascar mucho, un clamor en una que diga algo así como “¡Ojalá hubiera nacido en el otro lado!”, refiriéndome al lado de los opresores y no de los oprimidos, de los hombres y no de las mujeres.

Porque reconozcamos que lo de ser mujer no resulta ser una bicoca en casi ninguna parte. Eso no implica que sopese como menores los sufrimientos de las víctimas, sino más bien al contrario, entendiendo algo de su mucho y gran dolor, lo que me pediría el cuerpo es estar lo más lejos posible.

Lo curioso, y hacia ahí va dirigida mi reflexión en esta ocasión, es que este sentimiento de renuncia fue absolutamente efímero en mi caso, no solo ante esta cuestión concreta de la desigualdad y maltrato de género, o por razones culturales o de cualquier otro tipo, sino ante otras muchas injusticias en las que, por nuestra inclinación a evitar el sufrimiento, uno desearía, humanamente, huir del lado de la víctima y formar parte de los que llevan la sartén por el mango.

Porque no quiero renunciar a mi identidad, a la que Dios me ha dado, solo porque haya unos cuantos o unos muchos dispuestos a aguar la fiesta.

Decía que fue efímero ese sentimiento de renuncia porque, ni siquiera minutos después, sino segundos, algo pasó involuntariamente por mi mente para recordarme que el futuro que espera a los opresores, a los que se revuelcan en la injusticia, a los que empuñan el látigo, la pistola, el puñal o la espada, es uno que yo no querría para mí.

Pensándolo inicialmente, vi raro ese cambio inmediato de opinión. Pero reconsiderándolo un poco más, me di cuenta de que responde a cierta lógica. Porque creo que, de la misma forma que nuestra vieja naturaleza, lo carnal en nosotros, tantas veces lucha por dar la cara y resurgir a pesar de nuestra conversión a Cristo, con la misma o mayor fuerza nuestra nueva naturaleza, si nos dejamos modelar, se fuerza a hacerse presente en nuestra mente y sentimientos de una forma que, humanamente, no somos capaces de entender ni reproducir.

Vuelvo a hacer la misma consideración que hice antes, solo que en dirección contraria: cuando digo que prefiero seguir siendo mujer a pesar de la opresión o de la desigualdad, o que prefiero seguir formando parte de esa minoría oprimida que hoy son los cristianos, o permanecer en cualquier otra postura de opresión, no quiero hacerlo desde la inconsciencia o minimizando el sufrimiento que implica, nuestro sufrimiento colectivo.

Tampoco soy masoquista, créanme, ni esta es una afirmación superficial o baladí, sino que quiero verdaderamente tener los ojos abiertos a ese dolor, pero a la vez reconocer que los que sufren están en un lugar privilegiado en el corazón de Dios, aunque eso el mundo no lo entienda.

Cuando miro hacia atrás y pienso en los momentos en los que he sido oprimida, o vejada, o dejada de lado, o atacada o insultada, o incomprendida… por una parte me gustaría huir de ese sufrimiento, pero por otro lado no me cambiaría por aquellos que fueron los causantes de ese dolor sobre mí. Porque la nueva naturaleza en Cristo me empuja a que prefiera que Dios esté de mi parte a que tenga que posicionarse contra mí.

Eso es prácticamente incomprensible para mí, pero es un hecho palpable que vivo muchas veces, aunque no lo entienda, y solo puede ser por una razón: una nueva naturaleza en la que las cosas verdaderamente cambian y lo hacen radicalmente.

Hay cosas que solo podemos pensarlas o sentirlas como consecuencia de la obra de Dios en nosotros. Y que, por cierto, son absolutamente incomprensibles para el mundo que nos rodea y que no conoce a Dios de manera personal.

Porque, ¿quién se cree hoy en día eso de que bienaventurados son los mansos y humildes, o que Dios humilla a los soberbios y da gracia a los humildes, y que de esos es el reino de los cielos, de los que son capaces de poner la otra mejilla, de ser como niños? ¿Quién considera con seriedad aquello de que “más vale un día en Sus atrios que mil fuera de ellos”, si no es alguien que ha entregado su mente a Otro que piensa de forma bien diferente a nosotros, según otros principios, según Su visión eterna de lo que es un mundo caído como el nuestro para el que Él ya conoce el final?

¡Qué difícil resulta creer y agarrarse a las promesas de Dios cuando estamos tan rodeados de injusticia y dolor por todas partes! Y ahí es donde la obra del Señor se hace más palpable, más potente, porque algo surge dentro de nosotros en esas ocasiones siendo verdaderos creyentes, y vemos cómo nuestra nueva naturaleza pone de manifiesto su carácter sobrenatural yendo contra natura, haciendo lo que no seríamos capaces de hacer de otra manera, buscando Su poder y Su justicia por encima de tomarnos la justicia por nuestra propia mano.

En los momentos en que nos apetecería pedirle cuentas porque nos sentimos desencantados, el Espíritu habla a nuestra mente, a nuestros oídos, para recordarnos que nadie nos ama más que Él. Que nos busca, nos cuida, aunque no de la manera que nosotros entendemos el cuidado, y que no hay ninguna eventualidad que se escape de Su mano.

En esa lucha potente que se da en nosotros, entre dos naturalezas que luchan por gobernar nuestro barco, mi oración es que sepamos dar oído verdaderamente a la voz y la guía del Espíritu de Dios, que no deja de marcarnos el rumbo, aunque nuestra sordera demasiado a menudo nos imponga un silencio o un ruido de fondo que nos hace sentirnos abandonados, decepcionados, dejados de la mano de Dios.

Nunca fue así. Nunca será así. Sus promesas son eternas porque Su amor también lo es y en esa lucha encarnizada que se da en el campo de batalla que somos nosotros mismos, a la vez somos hechos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó.

Elijamos bien nuestro bando. Escuchemos bien las voces correctas. Descansemos en la nueva naturaleza que tenemos y permitámosla crecer, desarrollarse, madurar. Dejemos que Él haga Su parte en una lucha sin cuartel que nos supera, pero de la cual tenemos ya la plena y definitiva victoria. ¿O es que acaso es más fuerte el que lucha contra nosotros que Él, que está en nosotros?

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El espejo - La nueva naturaleza que lucha en nosotros