Dolor en el camino del desierto

El camino de la santificación no es sencillo, porque tenemos un Dios santo, pero también es un Dios que nos ha marcado bien claro el camino.

12 DE SEPTIEMBRE DE 2015 · 13:55

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Las personas tenemos una extraña inclinación por complicarnos la vida más de lo necesario. Lo curioso de ello es que normalmente lo hacemos en un intento por simplificarla. Esto, que a primera vista puede parecer una contradicción, se entiende mucho mejor cuando uno comprende que nuestra vista es corta y que, a menudo, lo que nos parece la mejor solución, suele no serlo porque no hemos mirado más allá, donde aparecerán las verdaderas dificultades.

En lo relacionado con lo espiritual, Dios, que funciona bien distinto de nosotros, con todo y que nos pide TODO de nosotros, nos lo ha puesto bastante fácil. Sólo tenemos que echar un vistazo al plan de salvación que diseñó a través de Jesucristo, en que TODO lo haría Él y a nosotros SOLO nos quedaría aceptarlo. Cierto que el camino de la santificación no es sencillo, porque tenemos un Dios santo, pero también es un Dios que nos ha marcado bien claro el camino y nos ha señalado cuál es nuestra naturaleza, cuál es la Suya, cuál es nuestro Egipto y cuál nuestra tierra prometida y nos ha dado al Espíritu Santo para discernir todas estas cosas.

Nuestro día a día está repleto de retos, más aún si hemos decidido seguir a Cristo. Pero el hecho de ser creyentes en Jesús no elimina de nuestra vieja naturaleza el oscuro deseo de hacer las cosas a nuestra manera, desgraciadamente. A pesar de haber recibido la promesa de una tierra que fluye leche y miel, como no la vemos aún, nos cuesta creérnoslo.

Y no sólo eso, sino que el camino que desde nuestro Egipto nos lleva a ella, que podría ser mucho más directo y en línea recta, se complica hasta el infinito. Porque, en nuestra torpeza, preferimos estar 40 años vagando por el desierto antes que pasar unos cuantos días andando en los caminos que Dios nos señala con claridad y en los que, además, nos acompañaría día y noche.

¿Qué nos pasa que, como Jacob, nos pasamos la mayor parte de nuestra vida peleándonos con las mismas cosas, los mismos errores, los mismos pecados? ¿Qué es lo que no entendemos cuando, además, culpamos a Dios de las desgracias que siguen a las decisiones que nosotros mismos hemos tomado? Muchas de las cosas que nosotros llamamos “pruebas” me temo que no son tales, sino más bien la consecuencia directa de nuestras torpezas y desatinos, de nuestro pecado y nuestro duro corazón.

Pero si las llamamos “pruebas” parece que el responsable es Dios mismo. Seguimos echando balones fuera, como siempre hacemos. Son las consecuencias, tantas veces, de echarle a un pulso a Dios que, parece mentira que no lo sepamos, nunca podremos ganar. Y Dios, que nos observa y nos permite a menudo seguir el derrotero que elegimos con mayor o menor acierto, ve cómo preferimos creer otras voces antes que la Suya, otras promesas vacías antes que las eternas que Él nos ha dado y en las que ha comprometido Su nombre.

Entregamos nuestra confianza sin dilación a nuestras propias ideas, a lo que el cuerpo nos pide, a nuestras inclinaciones, a nuestra autoimagen de personas “sabias” en nuestra propia opinión. Cuestionamos lo que Dios permite en nuestra vida obviando las lecciones que podríamos aprender de ello. Y elegimos, de nuevo, el camino más largo, a plena luz y calor del yermo desierto, de fondo siempre con un endurecimiento y un “resquemor” hacia el Dios que ha dado a Su propio Hijo por nosotros y que, con Él, nos dará todas las cosas.

En el fondo, lo que no nos creemos es el amor de Dios. Y como si de una hormiga pegándole una patada a un elefante se tratara (con escasa capacidad de hacer daño al elefante, en cualquier caso, sino más bien de hacérnoslo a nosotros mismos, pobres e ilusas hormigas), seguimos en ese contencioso contra Dios, creyéndonos más listos que Él y dictándole qué es lo que puede y no puede hacer en nuestras vidas.

En ocasiones nuestro pecado es inconsciente. En otros, fruto de nuestra debilidad. En la mayoría de ellas, es un puñetazo en la mesa diciéndole a Dios que no estamos de acuerdo con la manera en que gobierna nuestras vidas, aunque quizá lo expresemos de manera bastante más políticamente correcta. Y terminamos haciendo lo que nos da la gana, incluso dándole a Dios esa “patada” en la espinilla o, más bien, en el corazón de un Dios amante, cuando en realidad estamos añadiendo millas al largo camino que tendremos que recorrer para aprender lo que Dios quiere enseñarnos.

Ojalá el camino corto y directo que podamos recorrer no sea el producto de un atajo mal planteado, sino el producto directo de una vida de obediencia y santidad frente al Dios que nos saca de la esclavitud.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El espejo - Dolor en el camino del desierto