Salomón y el misterio de la vida

Se ha avanzado mucho pero los más sabios investigadores nos advierten que todavía estamos muy lejos de desentrañar tal misterio.

12 DE JULIO DE 2015 · 10:40

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En el anterior artículo vimos que el hombre (sentido genérico), que se esfuerza por conseguir una realización inmanente y trascendente, fracasa porque cualquier actividad que pudiera vivenciar, como realizadora y gratificante, siempre aboca a la realidad frustrante y tanática de la muerte.

Morirá el sabio y el ignorante; el que vive del fruto de los “los paraísos artificiales (drogas que modifican el estado de su conciencia y su percepción de la realidad entornante) y los que no consumen sustancias estupefacientes; morirá el rico y el menesteroso; el trabajador y el indolente; el depredador del poder y el humillado, pisoteado y ofendido; morirá el hedonista y el ascético; el religioso y el ateo, etc., etc.

La muerte es una realidad insoslayable y que da al traste con cualquier intento de realización inmanente y/o trascendente, que el ser humano pretenda conseguir, deviniendo su existencia al margen de Dios. El deseo de eternidad que subyace reprimido en el fondo-del-ser, no puede ser satisfecho por realidad intrapsíquica o peristática alguna en la que el hombre pueda vivir inmerso.

Hoy en día se ha avanzado mucho respecto “al misterio de la vida “, pero los más sabios investigadores nos advierten que todavía estamos muy lejos de desentrañar tal misterio.

No obstante ya se habla de Emortalidad (la posibilidad de vivir 300, 400 o 500 años) y de conseguir la Inmortalidad. Hace tiempo que se decretó la muerte de Dios y el nacimiento del Superhombre (Friedrich Nietzsche en su obra "Así habló Zaratustra"), pero la realidad es que se sigue cumpliendo la sentencia bíblica “que está establecido que los hombres que mueran una vez” (Heb. 9: 27).

Esta realidad tanática es inevitable. No obstante los cristianos estamos convencidos de que la muerte biológica no es el final anímico-pneumático del ser, sino la proyección metabiológica hacia una realización inmortal, plena y dichosa, en el mismo corazón de Dios. En la Historia de la Humanidad hay un Hombre que venció la muerte: Jesús de Nazaret. Él dijo en una situación dramática y solemne: “YO SOY LA RESURECCIÓN Y LA VIDA; EL QUE CREE EN MI, AUNQUE MUERA VIVIRÁ” (Juan 11:25).

La vida en su realidad inmanente viene de Dios y en su dimensión trascendente también. Al final del libro de Eclesiastés nos encontramos con unas recomendaciones del autor a las que debiéramos prestar atención: “EL fin de todo el discurso oído es este: Teme a Dios y guarda sus mandamientos; porque esto es el TODO del hombre (según J. F. Brown = El ideal pleno del hombre)”. En síntesis esta es la concepción antropológica que Salomón tenia del ser humano, y yo me atrevo a aseverar que cuando la Imago Dei, reprimida en la esfera de nuestra intimidad, asciende al campo de nuestra conciencia (a el nivel yoico) y la plenifique, porque la Palabra de Dios penetre, como espada de dos filos, hasta lo más profundo de nuestro corazón, se producirá el hecho de la conversión y la posibilidad de alcanzar una realización inmanente, aquí y ahora, y otra trascendente para toda la eternidad.

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