El oscuro pozo de la mente del otro

Podemos aprender algo de la mente de Dios, pero no podemos alcanzarla ni abarcarla, sino sólo decir, de rodillas, “Gracias”.

02 DE MAYO DE 2015 · 17:50

,

Ha caído en mis manos últimamente un libro apasionante (evidentemente desde los ojos de un psicólogo lo que resulta apasionante no tiene por qué serlo para el resto y, de hecho, probablemente sea así). Lo firma Augusto Cury, un psiquiatra de origen brasileño que no hace mucho una amiga me recomendó leer. Echando un vistazo a su obra, descubro con asombro y sincera admiración cómo ha dedicado buena parte de su obra a analizar la mente y el comportamiento de Jesús desde diferentes puntos de vista.

Porque, hemos de reconocer, sintámonos más o menos atraídos hacia la persona de Cristo, que como elemento de estudio y análisis es absolutamente apasionante. Sólo él ha tenido esa capacidad pasmosa para dar semejantes golpes de efecto con su comportamiento y con sus palabras, sólo Él ha sabido aplacar la ira en vez de convertirla en algo aún más efervescente, sólo Él con Su silencio y dominio propio en momentos claves consiguió lo que resultaba del todo imposible para nosotros: la salvación a través de Su victoria sobre la muerte y su dominio.

Pero vayamos por partes. Porque si bien el acercamiento de este autor es limitado, como no puede ser de otra manera cuando el análisis viene de una mente finita, las observaciones a las que nos lleva son de una profundidad que sólo es anticipo, verdaderamente, de la profundidad que podremos llegar a alcanzar sólo cuando estemos en Su presencia y nuestro entendimiento pueda finalmente abarcar Su gloria desde la gloria.

Entonces y sólo entonces nos será revelado lo que ahora no vemos. Y sólo entonces podremos acercarnos verdaderamente a lo insondable de Su forma de pensar y sentir hacia el mundo en general y hacia nosotros en particular. Por lo demás, y por muy ilustrados que podamos ser, la verdad es que la mente humana, y cuánto más la del Señor de Señores, el Eterno, es un profundo y oscuro pozo del que sabemos muy poco.

Cuanto más estudiamos el cerebro,  su funcionamiento y sus posibilidades, más admirados quedamos y más conscientes somos de lo poco que sabemos.

Realmente somos unos completos ignorantes, con todo y que las neurociencias han avanzado muchísimo en los últimos años especialmente. Porque pensaba que, por muy avanzadas que sigan estando las cosas, nunca podremos llegar a comprender ni el comportamiento de otros ni tampoco el nuestro propio.

No sé  a ustedes, pero a mí particularmente me han surgido muy a menudo preguntas sobre  la mente de algunos personajes bíblicos cuando me he encontrado frente a su historia relatada en los diversos pasajes bíblicos. Y da igual cuántas veces me lo pregunte, siempre me resulta un misterio igual de irresoluble.

Porque no puedo comprender lo que pasó por la mente de Judas para pasar de ser un amigo de Jesús al que Él había escogido y llegar a ser quien le entregara; no puedo comprender qué pasó por la mente del ungido de Dios, David, para tirar todo su recorrido por la borda al encapricharse de Betsabé, y qué paso por la mente de ella al verse inmersa en semejante locura, sólo por haber sido percibida por los ojos de un rey caprichoso y mujeriego.

¿Qué ocurrió en la mente de David para que, durante tanto tiempo, escuchara la ley y sin embargo no tuviera ningún efecto sobre él? ¿Qué sucedió en la mente de Pedro cuando se vio negando al Maestro tres veces o al ser preguntado sobre si le amaba?

Todo lo que supongamos son justo eso, hipótesis que, quizá, nos acercan a una idea de lo que pudo haber sido pero quizá no fue. No lo sabemos, aunque creemos intuirlo, y da igual cuántas veces le demos vueltas, nunca podremos conocerlo con la profundidad que nos gustaría.

Por eso, ante la obra inigualable de la redención sólo podemos maravillarnos y aceptarla como quien acepta el regalo más grande de todos los tiempos, el más inmerecido, el más incomprensible. Porque podemos aprender algo de Su mente, pero no podemos alcanzarla ni abarcarla, sino sólo decir, de rodillas, “Gracias”.

Porque, al fin y al cabo, como cantaba Marcos Vidal en una de sus más conocidas canciones,” ¿Quién soy yo para que tú me hayas amado?”

 

No sé como pero tengo esperanza,

no sé como pero sé que soy feliz.

He tratado tantas veces de encontrar una razón

que justifique el porqué de tanto amor.

No sé como pero sé que soy distinto

no sé como pero Él me transformó.

Y no fue mi propio esfuerzo

lo que me hizo ver la luz,

fue Su sangre derramada en la cruz.

 

Otra vez ante Ti, en humilde oración

ni siquiera me contestes, solo mírame Señor.

Ya no sé qué pensar, no sé cómo expresar

el temor y el asombro que hay en mí.

Todavía no lo sé, no me has dicho aún

qué fue lo que viste en mí para quererme.

Y es que no entiendo la razón

de tanto amor derrochado.

¿Quién soy yo para que Tú me hayas amado?

 

No sé como pero hay gozo en mi alma

no sé como pero Tú me has dado paz.

Y soy libre como el sol, como la luna, como el mar,

nada puede detener tu libertad.

Ya no intento comprender esta locura,

palpitando al son del sol y de la luna.

Sólo puedo darte gracias, repetírtelo otra vez,

toma el agradecimiento de mi ser.

(Letra de la canción “¿Quién soy yo?, de Marcos Vidal)

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El espejo - El oscuro pozo de la mente del otro