El pensamiento jurídico-político de Calvino y el moderno estado de derecho

Vamos a destacar la complejidad del pensamiento del teólogo Calvino, y a valorar como valiosas las tensiones y dilemas irresolubles que encontramos en su obra.

25 DE ENERO DE 2015 · 11:40

Catedral de San Pedro en Ginebra donde predicaba Calvino.,
Catedral de San Pedro en Ginebra donde predicaba Calvino.

Les pongo, siguiendo con nuestra reflexión sobre política protestante, unas notas sobre el trabajo del profesor Antonio Rivera, presentado en uno de nuestros congresos sobre Reforma Española.

Como no es muy extensa, les copio la primera sección, “La teología de Calvino: un pensamiento en tensión”.

En las páginas siguientes vamos a destacar la complejidad del pensamiento del teólogo Calvino, y a valorar como valiosas las tensiones y dilemas irresolubles que encontramos en su obra. Tensiones que también podrían ser criticadas por los amantes del sistema, del cuadro de pensamiento que integra o resuelve las contradicciones y oposiciones. El discurso teológico del reformador supone un esfuerzo constante por superar en la medida de lo posible esta desgarradura, que es inherente a una antropología que subraya la imperfección del hombre natural. Como se sabe, el reformador no minimiza el carácter dramático de la existencia humana, sometida al pecado y a la muerte, pero ello no le lleva a despreciar las instituciones temporales. Nos parece que este punto de partida realista, que podría compararse con el absolutismo de la realidad del que nos habla Blumenberg, resulta bastante sensato cuando se desea evitar que la teoría política acabe fundamentando una gnóstica comunidad de los santos, lo cual contrasta con la frecuente acusación de que Calvino fomenta una sectaria sociedad constituida exclusivamente por elegidos.

Esta tensa unión de contrarios, que además es el objetivo de la institución cuyo ideal de paz coincide con la convivencia de lobos y corderos, se aprecia cuando advertimos que su teología supone una simultánea afirmación de dos cosas que, en principio, son muy distintas e incluso incompatibles: el fuero interno y el externo; el deseo de todo cristiano de pertenecer a la Iglesia invisible o perfecta y el reconocimiento de la realidad de la Iglesia visible e imperfecta; la libertad y la autoridad, o la libertad de conciencia –libertad del cristiano–, que implica oponerse a la intromisión de los poderes terrenales en el foro interno, y la obediencia al magistrado que supone asimismo afirmar la legitimidad de las organizaciones externas, sea la Iglesia y su disciplina moral de las costumbres, sea la comunidad política; la perfecta Ley moral pero también las imperfectas leyes humanas eclesiásticas o civiles; las leyes temporales que no obligan en conciencia en cuanto a las cosas que mandan y por ello son indiferentes, mas también las leyes temporales que son justas, equitativas, y obligan en conciencia porque su fin general es la caridad o, lo que es prácticamente lo mismo, el bien común.

Todo ello nos obliga a reconocer que en el ámbito de las instituciones temporales se produce una tensión insuperable entre trascendencia e inmanencia. El teólogo no puede dejar de decir que el derecho debe cumplir los fines divinos y justos: Dios quiere que se obedezcan las leyes. Al mismo tiempo reconoce el carácter provisional e imperfecto del Estado y la Iglesia temporal. Razón por la cual ni las leyes obligan en conciencia, ni los legisladores humanos, cualesquiera que sean, poseen una soberanía comparable con la del Hacedor. Así que nada de teología política en Calvino. La distancia entre el plano de la inmanencia, el de las instituciones temporales, y el de la trascendencia, el de la Iglesia invisible y perfecta, no puede ser suprimida. Desde luego, el resultado deja insatisfechos a quienes parten de una antropología más optimista que la del reformador: el conflicto resta insuperable cuando, teniendo en mente el modelo ideal de la trascendencia divina, se afirma la imperfección y provisionalidad de las asociaciones humanas. Aunque está cerrada la vía para hacer inmanente lo trascendente, y por este motivo no es aceptable la milenarista deificatio de las instituciones temporales, la ausente trascendencia se hace de alguna manera presente cuando las leyes asumen el objetivo de perseguir fines justos queridos por la divinidad. No obstante, en la modernidad, esta tensión, que a nosotros nos parece tan potente en Calvino, se ha disuelto con frecuencia a favor de uno de los dos términos: a favor de la inmanencia, si seguimos los procesos modernos de autonomización del saber y, dicho de manera weberiana, de desencantamiento del mundo; o, por el contrario, a favor de la trascendencia, cuando, o bien se produce la deificatio gnóstica del Estado, o bien la desvalorización completa de lo temporal.

La referida unión de contrarios, la doble afirmación de dos realidades distintas que la Reforma comienza separando, empezando por la jurisdicción interna y externa, pero que Calvino se esfuerza por volver a conectar a través de una mediación que ya no se identifica con la católica, también equivale a una doble negación, muy relacionada con ese magnífico polemista que fue siempre el reformador de Ginebra: la negación, de un lado, de la tiranía de los edictos papales, ya que niegan la libertad de conciencia y la separación entre el fuero interno y el externo; y la negación, por otro, de la Reforma radical, que, por su oposición a la autoridad temporal, acaba legitimando la constitución de comunidades sectarias, pues la única manera de prescindir de la autoridad pasa por crear una Iglesia separada e integrada por los santos, por los elegidos.

Podría hablarse también de otra contradicción inevitable, de otra unión de dos lógicas heterogéneas, que no viene motivada en este caso por su condición de teólogo de la Reforma, sino por la época en que vive. Calvino es un hombre a caballo entre la pre-modernidad y la modernidad, y por ello, ciertamente, emplea conceptos y teorías pre-modernas. Hecho muy evidente cuando se acerca a la filosofía política, esto es, cuando se refiere a la teoría de los regímenes políticos, a la equidad, a las metáforas organológicas, etc. Pero también es cierto que introduce novedades en la fundamentación de las instituciones que, en nuestra opinión, suponen el inicio de un largo camino que llega hasta nuestro moderno Estado de derecho.

No apreciar esta unión de lógicas heterogéneas y la necesidad de establecer mediaciones entre ellas, no advertir la tensión que esto produce, significa perderse gran parte de la complejidad del pensamiento de Calvino, y puede llevar a juicios erróneos, como los que sostienen importantes filósofos o juristas como Voegelin, Straus, Schmitt o Walzer.

(En nota al pie sobre los regímenes políticos se dice: En el capítulo final de la Institución de la Religión Cristiana (IV, xx), Calvino nos habla de los distintos regímenes de gobierno. Aquí manifiesta una tímida preferencia por una forma mixta de aristocracia y policía o democracia. En realidad, piensa que la aristocracia es la forma de gobierno más aceptable siempre que no degenere en oligarquía. El hecho de que, en la elección de los pastores, el reformador establezca un sistema esencialmente aristocrático, y, por tanto, prive al pueblo del derecho de sufragio directo, será criticado por algunos, como Jean Morély, que consideraban que la democracia era el tipo de gobierno deseado tanto en la ciudad como en la Iglesia, tesis que se encuentra en el origen del congregacionalismo.)

Aquí lo dejo. Han leído algo del profesor Antonio Rivera; la próxima semana, d. v., seguimos.

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