El pobre emigrante o ‘marginal man’

La experiencia de la migración no tiene por qué ser necesariamente el factor fundamental del fracaso escolar y personal.

17 DE ENERO DE 2015 · 08:54

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Las migraciones internacionales han elaborado una especie de red mundial que hace difícil distinguir entre autóctonos y extranjeros. Cada vez resulta más complejo discriminar entre ciudadanos y no ciudadanos o reservar determinados derechos para unos y excluir a los otros.

El emigrante ya no vive en un único país sino en varios a la vez. Es como un puente entre pueblos y culturas diferentes ya que tiende a visitar periódicamente a su familia creando así vínculos sólidos entre su país de origen y aquél en el que vive y trabaja. Cada vez que regresa con los suyos se trae de vuelta las maletas llenas de recuerdos, vivencias, cultura, alimentos y sentimientos que destapa en la nación de acogida. Esto tiende a diluir las diferencias y a universalizar las civilizaciones.

Los múltiples medios y tecnologías de la comunicación que existen en la actualidad han hecho posible que las distancias entre los pueblos disminuyan considerablemente. De manera que los muchos kilómetros geográficos ya no suponen una escusa para separar o discriminar también las culturas y las sociedades. Todo esto ha permitido una expansión universal de los deseos de igualdad. Tal como reconoce el profesor de sociología de la universidad de Múnich, Ulrich Beck: “La desigualdad entre poseedores y desposeídos, entre el Primer Mundo y el resto, ya no se acepta como una fatalidad sino que se cuestiona con persistencia, por lo menos unilateralmente, esto es, por aquellos que están ‘ahí fuera’.”1

Los excluidos empiezan a rebelarse contra la desigualdad social existente en el mundo. ¿No es esto también, aparte de heréticas concepciones islamistas, lo que hay detrás del terrorismo yihadista? Según el sociólogo alemán, la actual generación global no sería la generación de Occidente sino precisamente la generación no occidental que se subleva más allá de las fronteras nacionales contra las desigualdades que padecen y reivindican su derecho a la igualdad.

Los abundantes medios de comunicación que existen hoy, así como el turismo, han permitido la difusión del estilo de vida occidental. Han catapultado las costumbres, los mitos y los excesos del Primer Mundo hasta los más apartados rincones del planeta. Esto ha hecho posible el nacimiento de una gran incógnita social, sobre todo, en la mente de las jóvenes generaciones. ¿Por qué no puedo yo también disfrutar de semejante estilo de vida? ¿Por qué tengo que conformarme con ser pobre, pasar hambre, trabajar de sol a sol y estar oprimido sin esperanza alguna? Si esas personas del norte poseen lo suficiente para comer, disponer de seguridad social, sanidad, casa, vehículo propio e incluso pueden viajar, ¿por qué sufro yo aquí? ¿acaso no merece la pena que haga todo lo posible por colarme en ese mundo? Este es el motivo fundamental de las migraciones, el sueño de vivir en un mundo mejor.

El problema es que en ese supuesto “mundo mejor” la crisis económica global ha provocado también el aumento del paro y la pobreza. Muchos países europeos apenas pueden ya contratar obreros extranjeros porque millones de sus ciudadanos están desempleados. Los países ricos impiden el paso de inmigrantes y refuerzan sus fronteras hasta convertirlas en auténticas fortalezas medievales. Sin embargo, los pobres del mundo no se dan por vencidos. Buscan los resquicios que les permitan entrar de cualquier modo, aunque sea ilegalmente. Huecos en las alambradas fronterizas, zonas oscuras con poca vigilancia, pateras que ponen en riesgo la vida, cruzan desiertos mortíferos, se parapetan en resquicios asfixiantes bajo los camiones que transportan mercancías, etc. Pero también de manera legal, estudiando las posibilidades de las leyes migratorias que permiten, por ejemplo, la reagrupación familiar. El matrimonio real o ficticio se convierte así en un recurso para entrar legalmente en el maravilloso mundo de Jauja.

Millones de inmigrantes consiguieron entrar de esta manera en el anhelado Primer Mundo. Superando todas las dificultades, lograron encontrar trabajo, alquilar una vivienda, legalizar su situación e incluso trasladar a los familiares al país de acogida. Con el transcurso del tiempo, muchos hijos de inmigrantes vinieron al mundo en esos países, crecieron allí, se formaron culturalmente en las escuelas europeas o norteamericanas y recibieron la nacionalidad propia del lugar de residencia. En algunas naciones de Europa, uno de cada tres jóvenes desciende de una familia de origen migratorio. Hay turco-germanos, franco-magrebís, anglo-iranís, chino-españoles, hispano-alemanes, germano-italianos y un largo etcétera. Las combinaciones multiétnicas representan un abanico con muchos matices que define en la actualidad a una generación nacida de inmigrantes que ha crecido a caballo entre dos culturas.

Muchos de tales jóvenes han sido estudiados por los científicos sociales debido a los problemas de adaptación que padecían. Tales investigaciones, centradas en cómo se estructura la identidad de los muchachos que reúnen en sí mismos dos grupos culturales diferentes, pusieron de moda el estereotipo del marginal man. El hombre que vive al margen de la sociedad. Es decir, la persona socialmente marginada por proceder de una familia bicultural de inmigrantes.

A finales de los años veinte del pasado siglo, estos estudios dibujaban un perfil de tales jóvenes como personas que tendían a cierta inestabilidad mental, al fracaso en los estudios, interiormente inseguras y que experimentaban un malestar generalizado.2 Los estudios del sociólogo Robert Park contribuyeron a poner de moda esta imagen del “pobre niño extranjero” siempre inquieto y nervioso, poco equilibrado y que experimentaba un sentimiento de soledad por culpa de su baja posición social. Era comprensible por tanto, según se creía entonces, que con tales condicionantes sociales la mayoría de los jóvenes inmigrantes terminara cometiendo excesos de todo tipo, crímenes, desarrollaran brotes psicóticos e incluso llegaran al suicidio. Además, los resultados académicos de los hijos de inmigrantes parecían corroborar tales hipótesis. Estaban bien representados en la enseñanza primaria y en la educación especial pero muy pocos llegaban a terminar el bachillerato.

¿Es realmente esto así? ¿Determina irremediablemente la condición de hijo de inmigrantes el fracaso escolar, laboral, social así como la exclusión personal? ¿Explica la tendencia inevitable a la delincuencia o al terrorismo? Estudios sociológicos posteriores han evidenciado la debilidad de tales planteamientos ya que las estadísticas educativas se venían haciendo exclusivamente a jóvenes que pertenecían a los grupos problemáticos y no a todos los muchachos de origen migratorio. Quienes alcanzaban el éxito en sus estudios no eran reflejados en tales estudios.

Los miles de jóvenes procedentes de familias iraníes, rusas, ucranianas, magrebíes o de otros países que llegaban a la universidad, obtenían incluso mejores resultados que los estudiantes autóctonos, y conseguían puestos relevantes en la sociedad, no eran tenidos en cuenta. De esto resulta posible deducir que la experiencia de la migración no tiene por qué ser necesariamente el factor fundamental del fracaso escolar y personal. Tiene mucha más influencia el nivel educativo de los padres. Es lógico pensar que si éstos poseen una elevada formación cultural, transmitirán a sus hijos el deseo de estudiar, la autodisciplina y la perseverancia, mientras que la poca formación de muchos padres inmigrantes pesará como una losa sobre las expectativas de sus descendientes. Por tanto, si esto es así, si es la mala formación parental la que puede explicar los malos resultados académicos de tantos hijos de inmigrantes, entonces tales estadísticas educativas no deben utilizarse como pruebas concluyentes del trágico conflicto social que se observa en la actualidad.

La imagen fatalista del pobre muchacho hijo de inmigrantes que está irremediablemente condenado al fracaso por padecer una especie de esquizofrenia cultural, es un mito que hoy ya no se sustenta. Vivir a caballo entre dos tradiciones culturales no tiene por qué constituir un obstáculo para la propia realización individual sino que, al contrario, puede ser un incentivo o una oportunidad para conseguir el éxito. Hay miles de jóvenes nacidos en Europa de familias inmigradas que terminan sus estudios, se desenvuelven eficazmente en la sociedad occidental y su biculturalidad no constituye ningún impedimento para ello. Aunque abandonaron la patria de sus mayores, han sido capaces de crear sus propias raíces en la sociedad de acogida e integrarse bien en la nueva patria. Lo cual demuestra que el ser humano puede tener varias patrias y desarrollar vínculos afectivos con dos culturas. En nuestro propio país, ¿cuántos inmigrantes procedentes de Sudamérica se consideran también españoles? ¿Cuántos se sienten argentino-catalanes, uruguayo-asturianos, colombiano-madrileños o brasileño-gallegos? Y lo mismo ocurre con quienes proceden de África u otros continentes. Pertenecer a dos culturas no tiene por qué conducir irremisiblemente a nadie a la marginalidad, la delincuencia o el terrorismo.

Es verdad que la generación joven de todo el mundo, tanto de los países desarrollados como de los pobres, se enfrenta hoy a un inseguridad creciente. Es cierto que la incertidumbre existencial de unos choca con las esperanzas de futuro de otros y que la actitud defensiva de quienes procuran conservar lo que les queda del bienestar, mediante vallas y fronteras reforzadas, se enfrenta a la de quienes asaltan dichas vallas movidos por la esperanza de una vida mejor. El resultado de tales enfrentamientos suelen ser las relaciones conflictivas y, en ocasiones, violentas. Un mundo joven compitiendo contra otro mundo joven. Pero las iras de la generación inmigrante no se desatan contra las autoridades de sus países de origen, que en parte son también responsables de su precariedad, sino contra el orden internacional de la desigualdad y contra sus guardianes. Al asaltar la gran fortaleza europea, los jóvenes inmigrantes se apropian de las libertades occidentales así como del derecho a la movilidad para exigir su parte en la distribución del bienestar. ¿Existen vías pacíficas para solucionar tales conflictos o no queda más camino que la violencia del terror? ¿Hay voluntad política por parte de los gobiernos, de aquí y de allá, para gestionar dichos problemas con inteligencia? Los recientes y lamentables acontecimientos terroristas de estos días deben hacernos reflexionar a todos acerca de las raíces principales de la grave situación en que nos encontramos. Pero, insisto, no creo que la violencia o las posibles respuestas violentas sean la solución.

Es evidente que el ambiente que rodea a muchos individuos puede contribuir negativamente sobre ellos y hacer que muchos lleguen a convertirse en delincuentes. Sin embargo, no todos los que se han criado o viven en tal ambiente se convierten necesariamente en terroristas. El hombre es hombre precisamente porque es capaz de tomar decisiones propias moralmente significantes. Pero cuando se niega esta responsabilidad individual y se sitúa el origen del crimen en fuerzas abstractas e impersonales de la sociedad, entonces resulta que nadie es responsable de nada. Negando el pecado y la culpa no es posible mejorar la sociedad. Por el contrario, lo que ocurre es que se le resta significado a las decisiones y a las acciones humanas, se mengua la dignidad del ser humano y se corre el riesgo de dejar sueltas las fuerzas más negativas de este mundo. La creencia en la autonomía del yo y en la inexistencia de verdades objetivas que sustenta hoy la sociedad laicista, así como la convicción de que la moralidad está sujeta a las preferencias de cada cual; la concepción de que cada individuo es su propio dios y de que no hay que rendir cuentas a nadie porque no existe Dios, ni pecado, ni culpa, nos ha conducido a los europeos a un callejón sin salida.

Cuando se niega la visión cristiana del mundo se está rechazando también la idea de responsabilidad moral y de pecado. Bajo el disfraz de una concepción “científica” de la vida humana, lo que se hace es robarle dignidad al ser humano y tratarlo como si fuera una máquina o un animal. Al negar la realidad de la conciencia y de la maldad que anida en el corazón de las personas, se genera caos moral y corrupción a todos los niveles. Pero el principal problema de nuestro tiempo no es la religión, ni mucho menos el cristianismo, sino la falta de orientación en la vida, la ausencia de valores, de normas éticas, de justicia distributiva, de solidaridad y de responsabilidad individual. La carencia de sentido y el vacío existencial que caracteriza al hombre contemporáneo es consecuencia directa de la represión que hoy sufre la moralidad y el sentimiento religioso. En nuestro tiempo se reprime lo espiritual y los resultados pueden verse por doquier. Pero lo cierto es que, a pesar de todas las teorías y mitos humanos, el cristianismo continúa siendo la mejor visión del mundo que todavía está al alcance del ser humano.

 

1 Beck, U. 2008, Generación global, Paidós, Barcelona, p. 27.

2 Park, R. E., 1928, “Human Migration and Marginal Man”, en The American Journal of Sociology, vol. XXXIII, nº 6, p. 893.

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