Vida transformada en voz

Lo que hacemos, pensamos, decimos, omitimos… tiene implicaciones a favor o en contra del Reino y Sus intereses.

17 DE ENERO DE 2015 · 17:50

,

A los cristianos sigue costándonos borrar esa línea (o gran muralla) que nos hemos trazado entre lo que consideramos vida espiritual y nuestra vida cotidiana o vida secular, tal y como solemos llamarla. Seguimos, de alguna manera, creyendo que ambas son esferas independientes que se juntan en algunos momentos, primordialmente los domingos por la mañana, pero en el fondo también pensamos, aunque no siempre lo expresemos así, que es difícil integrar lo espiritual en lo cotidiano porque el mundo que nos ha tocado vivir es de todo menos espiritual. ¡Como si lo que nos rodeara debiera ser deseoso de espiritualidad para poder ser espirituales nosotros (si no, que se lo digan a algún que otro Daniel, por ejemplo)!

He de reconocer que me sigue chocando este tipo de creencia, tan arraigada a veces entre nosotros los cristianos, que hemos llegado a creernos el más potente argumento de nuestro mundo en contra del cristianismo: que está desfasado, que no tiene cabida en un tiempo como el nuestro con necesidades como las que tenemos hoy y que, en todo caso, ese Dios que decimos que existe hará bien con conformarse con las migajas de nuestro tiempo, porque realmente el hombre moderno es todo lo que puede permitirse dar en medio de su vorágine: migajas.

Esta mentalidad, cuando se asienta, toca todas las esferas de nuestra vida y lo hace poderosamente, aun siendo cristianos, limitando nuestro impacto en este mundo y también, por supuesto, nuestro crecimiento espiritual como hijos de Dios. Creer que lo espiritual está relegado solamente a la vida contemplativa y de meditación, por un lado, nos hace perder de vista la realidad de un Señor omnipresente que nos acompaña, que vive en nosotros, que está cerca a cada paso y en nosotros en todo momento, dado que habita con Su Espíritu en nuestros corazones. Siendo esto así, todo absolutamente en nuestra vida tiene, necesariamente, carácter espiritual, querámoslo o no. Hemos sido creados como seres espirituales, trascendentes en nuestros actos. Lo que hacemos, pensamos, decimos, omitimos… tiene implicaciones que son a favor o en contra del Reino y Sus intereses. Luego nada hay que no sea espiritual y pensar lo contrario nos desvía de ser luz y sal para este mundo.

Por esa razón, cuando hablamos de nuestro papel como iglesia aquí, del testimonio que se espera de nosotros, resulta tan ineficaz que nos pongamos a plantearnos las grandes estrategias que serían necesarias para impactar a un mundo como el nuestro. ¿Cómo hacerlo en medio de nuestros trabajos, de nuestras responsabilidades, del escaso tiempo libre que tenemos? Queremos, de hecho, que Dios tenga mayor presencia en nuestra vida, pero no terminamos de encontrar ni el momento ni el lugar en que Él encaje. Y efectivamente, si esperamos a tener ese tiempo en el que reposadamente podamos alejarnos del mundanal ruido para servirle (que está bien, pero a no ser que nos dediquemos a pleno tiempo, según esto, no podríamos servir al Señor a todas horas), probablemente eso nunca llegará o lo hará de forma insuficiente y completamente temporal.

Dios lo abarca todo y si como creyentes entendiéramos que cada uno de nuestros actos puede constituir un verdadero gesto de adoración y testimonio del Dios al que servimos, no solamente los domingos, sino permanentemente, ninguna de las estrategias de evangelización que planificamos sería verdaderamente necesaria. En esa situación que describo, nuestros actos y nuestra vida en general se convertirían en una gran voz que hablaría alto y claro acerca del Dios de los tiempos. En ese punto comprenderíamos que servimos a Dios en nuestro trabajo, en nuestra familia, en la calle mientras conducimos, cuando hacemos la declaración de la renta, cuando compramos el pan, cuando educamos a nuestros hijos, cuando nos vestimos y con la manera en la que hablamos… y que tantas y tantas veces el gran impedimento para que el mundo crea somos nosotros mismos, los propios cristianos, y nuestras incoherencias, ya que siendo Suyos vivimos una vida de impiedad como si Dios no existiera.

Necesitamos comprender esto. Nuestras vidas han de dejar de hablar de nosotros mismos, de nuestros gustos y apetencias, de nuestros intereses y capacidades, hemos de dejar de relegar a Dios a nuestro tiempo libre y empezar a comprender cuál es la verdadera dimensión de Su presencia en nuestra vida. Él no se conforma con una parte de nosotros. Somos suyos, comprados a precio de sangre, y cada acción importa en este mundo que alberga la mayor batalla de todos los tiempos: la que se libra entre el bien y el mal y cuyo veredicto final se dio ya en el Gólgota.

Nuestra voz ha de ser escuchada. Pero no la de las largas peroratas, las reproducciones de versículos bíblicos escogidos para la ocasión, o los estudiadísimos testimonios personales con alto nivel de impacto en dos minutos y medio. Ninguna de esas cosas, que pueden tener su valor, sirven de nada desprovistas de la coherencia y el sentido que tiene una vida verdaderamente vivida en el Espíritu, que sabe a Su Dios en todas las cosas, que le otorga Su lugar sabiéndole presente siempre, a Quien rinde adoración y pleitesía con cada suspiro, ya sea descansando o trabajando, andando o conduciendo, conversando o callando.

De nada sirven voces entrenadas pero sin vida, puestas en movimiento una vez a la semana o en ocasiones preprogramadas, en comparación con vidas de santidad y compromiso, de adoración y coherencia, de testimonio y piedad, hechas grito silencioso, incluso, del potente y salvador mensaje de amor del Dios de todos los tiempos.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El espejo - Vida transformada en voz