La corrupción a la luz de la Biblia

Cuesta mucho esfuerzo construir la democracia representativa, y ahora la gente sigue confiando en ella pero no en los encargados de administrarla.

08 DE DICIEMBRE DE 2014 · 00:30

,puerta vieja

Como todo el mundo sabe, Occidente está formado por sociedades democráticas que confiaron mediante el voto parte de su libertad a la clase política. Sin embargo, una gran mayoría de los ciudadanos desconfía hoy de los políticos.

Esta es una de las grandes paradojas de los tiempos actuales. Durante la modernidad, costó mucho esfuerzo construir la anhelada democracia representativa, no obstante en la hipermodernidad contemporánea la gente no se siente verdaderamente representada por sus líderes sociales.

Se sigue confiando en la democracia pero no en los encargados de administrarla. Semejante contradicción constituye una amenaza porque desvincula a las personas de los representantes que ellas mismas eligieron. A éstos se les llama despectivamente “casta política” y se tiende a la generalización afirmando que todos están instalados en el poder, que sólo se preocupan de sí mismos, son corruptos y se han olvidado por completo de sus antiguas promesas electorales.

El problema es que cuando se dice que todos los políticos son unos ladrones en potencia, nadie se sorprende al comprobar que ciertamente algunos lo son.

La corrupción entra así a formar parte de las expectativas de la gente y se ve como un mal irremediable enquistado en la constitución genética de tantos políticos. Éstos dejan de interesar porque se transforman en funcionarios de su partido con la única finalidad egoísta de perpetuarse en el poder y seguir usurpando bienes de la comunidad. Los héroes triunfantes de antaño, que simbolizaban los ideales mayoritarios de la sociedad, se convierten hoy en delincuentes repudiados por casi todo el mundo.

No obstante, es menester huir de las generalizaciones porque la realidad es que no todos los políticos son corruptos, ni es justo criminalizar a todo el colectivo.

En el fondo, la crisis que evidencian tantos hombres y mujeres que se dedican a la política es una crisis ética. La escandalosa macrocorrupción mediática, de la que todo el mundo habla en estos tiempos, se fundamenta en otra microcorrupción a pequeña escala, silenciosa y arraigada en la sociedad, pero no por ello menos injusta o reprobable.

Algunos políticos famosos se corrompen ante sobres repletos de billetes que alguien coloca discretamente y con cierta periodicidad sobre la mesa de sus despachos. Sobornos secretos que esperan favores y prometen confidencialidad. Algo absolutamente reprobable que no debemos minimizar y sobre lo que la justicia debe hacer caer todo el peso de la Ley.

Pero, a la vez, millones de ciudadanos practican esa otra corrupción aceptada socialmente de negarse a pagar el IVA, defraudar en el IRPF, robar a la empresa, encarecer los precios u ofrecer el mínimo sueldo posible a los empleados.

Es muy dudoso que quienes engañan en lo poco, no lo hicieran también con lo mucho si tuvieran la oportunidad. Si somos sinceros, no podemos por menos que reconocer que el fantasma de la corrupción aparece en cada uno de nosotros cuando derrochamos en bienes superfluos, sabiendo que junto a nosotros malviven criaturas que carecen de lo suficiente.

¿Por qué hay corrupción? Porque el ser humano es malo por naturaleza y no tiene temor de Dios. Uno de los mitos sociales característico de la modernidad, que supo sintetizar el pensador suizo-francés, Jean Jacques Rousseau, fue el de creer que el hombre nace siempre bondadoso pero la sociedad lo malea poco después. La Biblia dice más bien todo lo contrario. La tendencia al mal reside en el alma humana desde el nacimiento.

La sociedad es malvada porque está constituida por personas que también lo son. En nuestra cultura hispana, tanto en relación con el asunto de la corrupción como del adulterio y otras infidelidades, existe la convicción de que “todo vale mientras no te descubran los demás”. Esta idea supone que Dios es ciego, está muerto o simplemente no existe. De manera que nadie podría observar aquello que hacemos en la intimidad. Como no se nos juzgará, si es que no se nos sorprende en el delito, deberíamos actuar por tanto con inteligencia malévola.

El más listo sería aquel pícaro que supiera burlar la justicia humana, logrando que sus fechorías pasaran desapercibidas a los otros. Al fin y al cabo, como después de la muerte no hay nada más, pues “el muerto, al hoyo, y el vivo, al bollo” o como se puede leer también en las páginas de El Quijote: “Váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza”. Por tanto, la corrupción podría entenderse como una consecuencia directa de la picaresca materialista y la incredulidad que hay en el corazón del hombre.

Tal falta de fe conduce al relativismo y al desprestigio de los valores éticos. Esto hace que sea tan difícil regenerar una sociedad así, que se ha vuelto escéptica hacia los políticos y, en última instancia, parece resignarse a los males de la corrupción.

Es evidente que el creyente, como cualquier ser humano, puede caer también en el error de la corrupción. Nadie está libre de cometer pecado. Sin embargo, la criatura plenamente convencida de estar siempre ante la presencia de Dios, difícilmente actuará como si éste no la viera en todo momento y no fuera a pedirle cuentas de su conducta.

En este sentido, se ha señalado una diferencia significativa entre los países de trasfondo evangélico o protestante que curiosamente figuran entre los menos corruptos del mundo.A pesar de que en algunos de tales países ha aumentado el número de no creyentes, como consecuencia del proceso secularizador que sufre Occidente, lo cierto es que la doctrina protestante que conformó la idiosincrasia de la gente con arreglo a determinadas enseñanzas bíblicas, continua influyendo todavía hoy en la ética de sus ciudadanos.

Que cada cristiano sea un discípulo de Cristo, implica que conozca personalmente las Escrituras, las lea e investigue de manera cotidiana para aplicarlas a su particular experiencia vital. Es decir, que sea su propio sacerdote responsable ante Dios sin depender de lo que ordene o deje de ordenar ningún clero profesionalizado. Esto fomenta el compromiso personal así como la convicción de ser un pecador redimido que necesita continuamente la ayuda de Dios.

La conciencia bíblica de reconocer que “no hay justo, ni aún uno” caló tanto en la mentalidad del evangélico del norte de Europa, que le proporcionó la sensatez suficiente como para desconfiar de la supuesta bondad humana.

El hombre -precisamente porque no es justo- necesita mecanismos sociales que lo controlen y ante los que tenga que rendir cuentas periódicamente. Es de esta supervisión de unos sobre otros y del sometimiento mutuo, que el apóstol Pablo recomienda a las iglesias en el Nuevo Testamento, de donde nace uno de los principales antídotos contra la corrupción egoísta. El cristiano evangélico no sólo rinde cuentas de sus actos en privado, al Dios creador del universo, sino que también está dispuesto a hacerlo públicamente ya que tal actitud forma parte del mandamiento paulino de “someteos unos a otros en el temor de Dios” (Ef. 5:21).

Semejante conciencia cívica es la responsable directa de que los países de trasfondo protestante sean los menos corruptos del mundo.

No obstante, en España y otras naciones de tradición católica, como todo el mundo sabe, no prevaleció esta convicción evangélica. Más bien predominó la picaresca contraria de aparentar ante los demás aquello que no se es en realidad. Una ética de la apariencia y el engaño que procura ocultar las corruptelas o injusticias propias, sacando provecho de ellas frente a la ignorancia de los otros ciudadanos. Y si por desgracia se descubre al embaucador, siempre cabe la posibilidad de que éste haga penitencia repitiendo oraciones y letanías estereotipadas cuantas veces haga falta, convencido de que así paga por sus culpas. Se trata de dos éticas diametralmente opuestas que, como es lógico, han dado también resultados bien distintos.

Continuará

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