Miguel Ángel Mansilla y la 'Cultura Pentecostal' en Chile (1)

“Es la historia de la injusticia. Negadas por la sociedad por ser mujeres pobres, campesinas o indias. Negadas por las historias denominacionales por ser mujeres. Olvidadas por la academia por ser pentecostales”.

12 DE JULIO DE 2014 · 22:00

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La Cruz y la esperanza, M. A. Mansilla. 

"El día del fin del mundo será limpio y ordenado como el cuaderno del mejor alumno. [..] Los evangélicos saldrán a las esquinas a cantar sus himnos de costumbre. La anciana loca paseará con su quitasol. Y yo diré: “El mundo no puede terminar porque las palomas y los gorriones siguen peleando por la avena en el patio”.[1] Jorge Teillier, “Fin del mundo” (1963) La cruz y la esperanza. La cultura del pentecostalismo chileno en la primera mitad del siglo XX, de Miguel Ángel Mansilla, profesor de la universidad santiaguina Arturo Prat, alcanza su segunda edición gracias al esfuerzo conjunto de la UNAM y la editorial Manda. La primera, aparecida en 2009, bajo el patrocinio de la Universidad Bolivariana, se ve ahora enriquecida con un capítulo adicional (de un total de ocho) dedicado a la exclusión y el olvido de Elena Laidlaw como líder y fundadora del movimiento pentecostal chileno entre 1909 y 1910 (“Palabra de mujer”), que al lado de “Palabra de ‘un hombre de Dios’” aborda aspectos no tan comunes (en este caso, la perspectiva de género) en este tipo de estudios socio-históricos, teológicos y culturales, pues el volumen se basa en un muy agradecible enfoque interdisciplinario. De ese modo, desde la introducción misma, reaparecen las secciones dedicadas a la intolerancia, esa franja sociológica caracterizada por el rechazo a la diferencia religiosa experimentada por los/as pentecostales chilenos (los expatriados, despreciados, desechados), expresada con un término que nos resulta poco afortunado, el neologismo pentecosfobia, acuñado y utilizado por el autor en los ensayos recopilados. Y es que quizá podría hablarse, más bien, de la fobia hacia lo pentecostal o alguna expresión similar. El autor también se refiere a canutofobia (derivada de canuto, palabra muy usada en la novela La sangre y la esperanza (1943), de Nicomedes Guzmán (1914-1964),[2] a la que alude el título escogido por Mansilla para su libro) en otro capítulo (pp. 73-). Sobre el relato de Guzmán, el autor escribe: “Entre esos paisaje de sangre y esperanza aparecen los pentecostales, quienes frente a una sociedad irredenta y desesperanzada cantaban al interior de los cités y conventillos que sólo Cristo salva, pero a su vez, al igual que en el mito de la Caverna, no todos aceptaban tal salvación y la mayoría prefería responder con violencia” (pp. 82-83). Y lo cita inmediatamente después: “Era un hábito suyo de detenerse a vociferar contra ellos en las noches de culto. Ellos sin em­bargo no la atendían. […] Los evangélicos, como si nada hubieran oído, depositaban toda su fe, como en una alcancía musical, en los versos del himno…” (p. 83). Bien definido el pentecostalismo como “una minoría religiosa con pretensiones de mayoría” (p. 12), el libro explora su carácter marginal hasta niveles épico-trágicos, y ni siquiera se ahorra la terminología al respecto: “El ser pentecostal observa dos heroísmos: el héroe anodino y el héroe trágico” (p. 230). En el caso de las mujeres, se subraya la injusticia de no considerarlas seriamente en los recuentos históricos y hasta censales: “Es la historia de la injusticia. Negadas por la sociedad por ser mujeres pobres, campesinas o indias. Negadas por las historias denominacionales por ser mujeres. Olvidadas por la academia por ser pentecostales” (p. 23). Reparar esa situación es uno de los objetivos de este libro, así como rastrear en las profundidades del “ser pentecostal”, toda una odisea en la América Latina de la primera mitad del siglo pasado.Los factores del rechazo hacia lo pentecostal, en términos de una actitud psicológica y cultural visible, son descritos con atingencia por Mansilla en la introducción: el paroxismo proselitista, el arquetipo de mártir, el monoteísmo, el marianicidio y la iconoclasia(pp. 45-48). El tono de denuncia sobre esta actitud negativa aflora en su definición de pentecosfobia: "…sugiere una historia de discriminación, estigmatización y bullying religioso; de desconfianzas, humillaciones y exclusiones políticas y sociales. Estas actitudes culturales no son sólo del pasado, sino también de la actualidad. Estos niveles de discriminación y prejuicios están instalados en la política, las instituciones gubernamentales, los medios de comunicación y en la vida cotidiana. Las discriminaciones más notorias son las cotidianas que se dan en los barrios, espacios laborales y educacionales." (p. 14) Todo ello acompañado de las correspondientes metáforas fruto de la paranoia católica (pp. 59-63). Ser pentecostal, sin llegar a una hazaña, es un ejercicio y una praxis identitaria que se pone a prueba en todas las variaciones imaginables y delinea un sentido de vida sometido a un intenso escrutinio interior y, sobre todo, exterior, por parte de sus detractores. La diferencia religiosa, ideológica y cultural en el seno de las comunidades es trabajada hasta el delirio en el lenguaje, la expresión cotidiana y la negación a ser parte del mundo circundante: "La multiplicidad de los ritos incentivaba la interiorización de la nueva religión en el menor tiempo posible. De esta manera el ser pentecostal implicaba, no sólo una nueva forma de ver al mundo y un ethos cultural propio; era un proceso de socialización secundaria intensa que conllevaba a una nueva “forma de hablar” muy característicos de ellos como: la “bendición” (“que el Señor te bendiga”) y la fraternidad (“hermanos”). Toda su forma de hablar estaba completamente saturada de textos bíblicos; significaba una nueva forma de símbolos para describir la realidad. Los hombres y mujeres son productos de las circunstancias y de la educación y, por consiguiente, los hombres para poder transformar su realidad necesitan educarse. Esta educación es bíblica. Aprendían y recitaban los versos bíblicos pertinentes y apropia­dos; creían en un voluntarismo lingüísticos que los hacía creer que la realidad para ser transformada implicaba tres procesos: internalización de los versículos bíblicos para cambiar la menta­lidad; la recitación de los verso bíblicos conminativos atingentes; y el acto de fe, es decir vivir y comportarse como si la realidad ya hubiese cambiado, aunque en concreto todavía no haya sucedido." (“Introducción”, p. 35) Mansilla delimita su objeto de estudio a conciencia, con precedentes ideológicos claros y comprometedores, lo que alimentaba hasta inconscientemente su rechazo: “Ser pentecostal implicaba una conciencia religiosa, así como el marxismo implicaba una conciencia de clases. De esta manera el pentecostalismo resultaba ser una contracultura, por ello generó tanto rechazo…” (p. 45). La frecuencia con que los pentecostales asumen su fervor llega a niveles extraordinarios a la par de su deseo por que las relación de las personas con Dios se canalice positivamente por los cauces más adecuados: "El avivamiento es el nacimiento de un nuevo ser: es un antes y un después. La experiencia de la conversión es un acto de renacer: un hombre nuevo y una mujer nueva es un ser distinto de la sociedad en general. Esta novedad de vida se debe testimoniar con la predicación callejera y la predicación personal. Se debe testimoniar con una nueva forma de vestir, de hablar y con la Biblia bajo el brazo. Otras formas de manifestar la nueva forma de vida son a través del bautismo en agua y del bautismo del Espíritu Santo. Pero las personas pasan por etapas donde el espíritu se enfría, la fe entra en crisis, la esperanza languidece y la alegría desaparece. Por ello se hace tan necesario de ser avivado por el “fuego del Espíritu Santo”, entonces las personas son vistas como “carbones encendidos” que se transforman en “fogata” en la medida que están juntas o las “ovejas” entran en calor juntas. De ahí el énfasis en la celebración casi a diario de los cultos pentecostales." (pp. 44-45) E incluso llegan a reciclar la realidad del martirologio, aunque mediante nuevas claves existenciales, sobre todo pragmáticas, con las que potencian y actualizan los dones recibidos, también para diferenciarse de los cristianismos tradicionales, incluso evangélicos, de ahí su al parecer interminable deseo de compartir las buenas nuevas, que comienza a declinar en algún punto de la cresta sociológica: "Arquetipo de mártir. El proselitismo generaba un profundo rechazo en la sociedad que exacerbaba la intolerancia religiosa y las personas reaccionaban con violencia. En la medida en que las creencias y valores pentecostales se van aceptando, la “puesta en cuestión” disminuye y disminuye la “obsesión proselitista” para convencerse a sí mismo y a otros. Por ello, el pentecostalismo crece allí donde hay intolerancia. El arquetipo de mártir por excelencia fue el pastor, quien dejaba todo por ir a otro lugar a predicar el evangelio; dejaba su casa y su trabajo para ir con su familia, en cuyo lugar debía comenzar todo de nuevo, no sólo su vida familiar sino también una congregación" (p. 46). La indeseabilidad del “ser pentecostal” exacerba los conflictos y el rechazo, la separación, pero sigue siendo parte de su naturaleza. Si aceptar lo pentecostal es, supuestamente, asunto de clases subalternas, el estigma aumenta cuando el tiempo avanza y las personas no reniegan de su nueva filiación y, por el contrario, se consolidan en ella. Ya no se es sólo “hereje”, como lo fueron los evangélicos, ahora surge el orgullo por la diferenciación pentecostal y “anómala” capaz de producir un cambio social predominantemente interior, aun cuando las personas no necesariamente se movilicen políticamente, es decir, en el nivel de la obsesión izquierdizante: "…ser pentecostal se transformó en una “diferencia indeseable” (evangélicos, pentecostales) y “diferencias ideológicas” (heréticos). Se le aplica reglas o castigos que conducen a una suerte de “identidad averiada” (“canutos”, “locos”, “fanáticos”) al individuo en cuestión. Por ello, muchos se preguntan por qué los pobres optaban por una religión “marginal de los marginales”, “pobre entre los pobres”. Pero en realidad éstos no tenían nada que perder: no tenían nada y nunca lo tuvieron, por ello no importaba si a la categoría de pobre se le suma ser pentecostal, evangélico o canu­to, total la vida en esta tierra, aunque terrible, es muy corta (con­siderando las expectativas de vida en esta época) y lo importante es la vida eterna" (p. 62). Al hablar de “cultura pentecostal” (un concepto tan discutible como el de su muy cercano “subcultura”), a la que ya se han referido autores como Angélica Barrios,[3] se rechaza, implícitamente, la idea de “tradición” (genuina por lo demás), o como lo ha hecho el Consejo Latinoamericano de Iglesias en los últimos años, de “familia confesional”. Esa es una de las razones por las que, para esta presentación, se ha escogido como epígrafe un poema de Jorge Teillier (1935-1996), uno de los máximos poetas chilenos del siglo XX, quien da fe de la forma en que se ubica la presencia de esta disidencia religiosa desde inicios de los años 60. Testimonios de la inserción de lo protestante o evangélico en la sociedad chilena lo son también el monumento al pastor evangélico y el feriado obligatorio del 31 de octubre, entre otros. Acaso en Chile no sea tan mediática la presencia evangélica y pentecostal en la esfera política (como sí lo es en Brasil), pero aun así la impronta evangélica y pentecostal es ya irreversible y continúa adquiriendo nuevos tonos y matices a medida que pasa el tiempo y se sedimenta más en la sociedad y la cultura. Por ello, tal vez sea más adecuado referirse a las culturas y subculturas evangélicas y pentecostales capaces de rebasar la mera referencia a lo religioso o a lo sagrado. En ese sentido, echo mucho de menos las referencias exactas a la obra literaria, marcada definitiva por la experiencia pentecostal (aunque ya no la comparta más), de Hernán Rivera Letelier, cuyo padre fue un pastor itinerante en la zona salitrera. Es muy escasa la breve mención a un autor cuya obra que, antes de darse a conocer en el ámbito de la lengua española (por el premio internacional otorgado a El arte de la resurrección, en 2012), ya hundía sus raíces en ese ambiente religioso y cultural. En varias entrevistas ha dado fe de su trasfondo religioso.[4] Aquí me refiero específicamente a Himno del ángel parado en una pata (2010),[5] acerca de la cual Mansilla se expresa como sigue: "…al igual que Sangre y esperanza, narra a partir de la mirada de un adolescente, de su dura pero exultante lucha por la supervivencia, su aprendizaje del amor, la cita en los sueños y en la vigilia con una tenaz fantasmagoría: los ángeles innumerables del selvático repertorio bíblico familiar, ya que pertenecen al mundo pentecostal. […] el autor muestra, a través de los testimonios de los personajes, el rechazo que generaban los pentecostales en la población de las oficinas salitreras, en donde los pentecostales llegaron a comienzo de la década de 1930" (p. 83). También la cita inmediatamente: "En una noche de testimonio la hermana Sixta Montoya contaba lo gran pecadora que había sido ella, antes de entrar a los caminos del Señor. Decía que, entonces, ella era tan mala, de corazón tan avieso, que cada vez que los hermanos de la iglesia se paraban a predicar la Palabra de Dios cerca de su casa, les encendía la música de la radio a todo volumen y, luego, si no se daban por aludidos, blasfemando e insultando a gritos a esos canutos locos que no tenía nada mejor que hacer que ir a gritar al frente de su casa" (p. 84). En la siguiente entrega continuaremos la revisión de este valioso libro.


[1]J. Teillier, “Fin del mundo”, en Jorge Teillier. Sel. y nota introductoria de Hernán Lavín Cerda. México, UNAM, 2012, p. 28 (Material de lectura, Poesía moderna, 148), www.materialdelectura.unam.mx/images/stories/pdf5/jorge-teillier-148.pdf. El poema pertenece a Poemas del país de nunca jamás (1963). Cf. V. Barrera Enderle, “Jorge Teillier o la poesía de fin de mundo en tres tiempos”, en Crítica.cl, http://www.memoriachilena.cl/archivos2/pdfs/MC0010282.pdf.
[2]Santiago de Chile, Orbe, 1943. Texto completo disponible en: www.memoriachilena.cl/archivos2/pdfs/MC0010282.pdf.
[3]Cf. Daniel Chiquete y Angélica Barrios, Entre cronos y kairós. Estudios históricos y teológicos sobre el pentecostalismo latinoamericano. México, Manda-Red Latinoamericana de Estudios Pentecostales, 2012; y L. Cervantes-O., “Mirada común al pentecostalismo: Entre cronos y kairós”, en Magacín, deProtestante Digital, 15 de septiembre de 2012, www.protestantedigital.com/ES/Magacin/articulo/4982/Mirada-comun-al-pentecostalismo-ementre-cronos-y.
[4] Juan Carlos Talavera, “El silencio rompe huesos, hierve el alma y descubre la sensibilidad y el talento de uno”, en La Crónica de Hoy, 13 de julio de 2010, www.cronica.com.mx/nota.php?id_nota=518413.
[5] Fragmento de la novela en: www.alfaguara.com/uploads/ficheros/libro/primeras-paginas/201005/primeras-paginas-himno-del-angel-parado-en-una-pata.pdf.

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