Ídolos en órbita

Pocos ámbitos como el fútbol reflejan tan bien la vanidad del hombre. Pocas actividades de masas son tan ingratas e injustas, y aleatorias.

27 DE JUNIO DE 2014 · 22:00

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Portada de Marca.com, antes de jugar España su partido decisivo ante Chile. / Marca.com

En 1992, los espectadores de la final de la Copa de África, vieron una insólita imagen: el ministro de Deportes de Costa de Marfil envió a una delegación de fétisheurs (brujos) para otorgar a la selección nacional poderes sobrenaturales que les permitiría superar a Ghana. Los brujos esparcían amuletos por el campo, embadurnaron la portería con distintos ungüentos. Cerca de un centenar de ellos acompañaron al equipo, e hicieron que cada jugador se bañara en agua mezclada con pociones. El ritual concluía con un deseo recitado al oído de una paloma. La leyenda dice que cuando el ministro no cumplió con la promesa de pagar a los brujos, éstos maldijeron a la selección, y que esa fue la causa de su mala racha posterior. De hecho, hasta que en abril de 2002, el ministro de Defensa no pagó a los curanderos con ginebra y dinero, la selección no logró clasificarse para ninguna competición. Paul Laity, editor de la London Review of Books que cuenta esta historia, señala que “para bien o para mal, ésta es el África de V. S. Naipaul: un lugar de magia que también puede verse en los controles que cortan las carreteras del norte y el oeste del país, donde los soldados creen firmemente que los amuletos que llevan colgados del cuello detendrán las balas”. A mucha gente le asusta el aspecto religioso que rodea al fútbol. Uno nunca sabe a ciencia cierta si acaso no exagera las implicaciones y lo que rodea a este deporte. Nunca deja de sorprender, por otro lado, el modo en que se dramatiza todo, cómo se vuelve tan importante… y la capacidad tan humana de elevar al altar más alto a una persona, para con la misma facilidad hundirla. Pocos ámbitos como el fútbol reflejan tan bien la vanidad del hombre. Pocas actividades de masas son tan ingratas e injustas, y aleatorias. Quizá en eso resida parte de la fascinación que a algunos nos despierta este juego. Abundando en la idea del artículo pasado, acerca de los peligros de tratar de este modo a la juventud, resulta increíble cómo cedemos todo el crédito y protagonismo a niños que se han vuelto hombres de repente, casi a golpe de balonazo, entrada tras entrada. Convertimos en responsables de nuestro estado de ánimo a personas de veinte años (mientras descuidamos a jóvenes de la misma edad que son científicos, ingenieros, artistas o profesionales de cualquier otro campo). Un jugador puede significar un símbolo nacional, y si no pregunten en Uruguay con el caso de Luis Suárez. Un equipo refleja necesariamente cómo se encuentra un país, de un modo que no lo hace la economía o la política; el jueves un aficionado portugués se quejaba, tras la eliminación de la selección, de que “el portugués no tiene visión de futuro”. No se da todo al mismo nivel: las tragedias de un equipo de 2ª división no son comparables a una final de un Mundial, y sin embargo, a través del televisor, quien es el que parece volverlo homogéneo, el delirio colectivo se reproduce. Y el hecho de que nuestros antiguos se comportaran igual sobre la arena del circo no es precisamente tranquilizador. Sean Wilsey, editor de McSweeney’s Quarterly, escribió hace unos años un artículo donde vinculaba la popularidad del fútbol, sus reglas y su influencia con la religión. Decía: “La popularidad mundial del fútbol no es sorprendente si se tiene en cuenta lo que siempre ha movido a la humanidad: el dinero y Dios (…) ¿Qué es el fútbol sino todo lo que la religión debería ser? Universal, pero particular; fuente de una reserva infinitamente renovable de esperanza; ocasionalmente milagroso, y gobernado por unas reglas simples y nunca contradictorias que todo el mundo puede seguir (…). La subterránea corriente religiosa del fútbol se torna especialmente profunda en los años de Mundial. Selecciones de todo el mundo convergen en el país anfitrión en una especie de cruzada deportiva sin armas. Como en las Cruzadas, la nación anfitriona suele salir bien librada del encuentro. Hay un extraño poder en la ventaja del equipo local, como si Dios (llevando esta metáfora a su inevitable conclusión) estuviera de su parte”. La lógica de esta reflexión es impecable. Pero para mí hay un error moderno que lo confunde todo: no el de asociar fútbol con religión; sino la visión de Dios como una fuerza dinámica que está ahí y que, en efecto, mueve cosas, pero que al final no es sino otra corriente más, otra emoción. Esta visión es dañina, y curiosamente se suele producir a un nivel global, una conclusión fallida a la que una persona por sí sola no llega si no es porque alguien le ha convencido de ello. Y luego está la tendencia a crear ídolos. El escritor mexicano Juan Villoro, un excelente cronista, escribió un extenso reportaje sobre un jugador que directamente tiene el alias, bastante blasfemo, de “Dios”: Diego Armando Maradona. Dice Villoro: “Cuando ya nadie lo esperaba, Maradona puso en práctica el recurso favorito de los dioses: la resurrección”. Se refiere a su reaparición en agosto de 2005, tras su proceso de limpieza de la drogadicción, la operación de estómago que le permitió una más que buena forma física, y al efecto global de verlo por televisión, con su autoridad popular más que restablecida. Pelé le dijo: “Eres un ejemplo”. El Pelusa respondió, mientras la nación lloraba con lágrimas de júbilo: “Esto no es un milagro”. Continúa Villoro: “Pero también se registra la otra cara de la diegodependencia: el acoso de los medios, la falta de privacidad, la viciosa urgencia de exprimirle declaraciones cuando no quiere ni puede darlas”. El mexicano hace referencia a un documental sobre Maradona, titulado La noche del 10 (aquél año salieron varios documentales sobre su vida, el de Javier Vázquez, el de Emir Kusturica): “causa dolor verlo (…) lo capta en un momento de deterioro, su verdadera vida sólo existe antes, en las jugadas de fábula que hizo, en los recuerdos de sus compañeros de infancia o de quienes tanto lo quisieron en Nápoles”. “Por una extraña simbiosis, el antiguo futbolista se parecía cada vez más a la pelota de la que dependió su suerte (…). Después de años de demolición, su sola comparecencia se reviste del aire del milagro, (…) los episodios nimbados por la fe son a un tiempo sorprendentes y lógicos”. El futbolista elevado a las alturas es redondo, y pocos como Maradona son tan circulares: se hizo cargo de Boca Juniors, de la selección argentina, se equivocó tanto como deslumbró en el campo. “¿Qué tanto importa que dos hombres controlen una pelota hinchada de aire? En el inventario del mundo, sólo un objeto puede ser puesto en órbita con la cabeza. Mientras la Tierra rotaba sobre su eje, Pelé y Maradona dominaban su modelo a escala (…) A propósito de Diego, se preguntó Vázquez Montalbán: ‘Ha sido uno de los dioses del Olimpo, ¿a qué otro cargo puede aspirar?’ La televisión, capaz de simular que sus fantasmas aparecen ‘en vivo’, trajo un singular rito de paso: Maradona como espectador de sí mismo”. Con un balón lleno de aire, prodigioso y electrizante. Así se nos presenta en la actualidad el dominio y capacidad de fascinación de uno de esos ídolos a los que ponemos en órbita, esperando quizás a que por un par de horas por lo menos, todos nuestros problemas se desvanezcan y vivamos la ilusión, un tanto retorcida, de que hemos conquistado un mundo entero por nuestra cuenta. Al final, es un juego, pero a menudo se ha quedado para satisfacción de los adultos, cuando apenas todo si consiste en volver a ser niños.

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