Independencia de Cataluña

En cada lugar el creyente tendrá una situación, en la que razonar, proponer y ayudar lo mejor posible para hacer ciudadanía.

24 DE ENERO DE 2014 · 23:00

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Cuando Israel sale de Egipto, liberado, va a una tierra que le han prometido. Recibe en el camino una forma de gobernanza, religiosa y política. La Ley es indicación de justicia y santidad, también ritual obligado. No la cumplieron. Luego, tras la cautividad en Babilonia, regresan para reconstruir su nación. Tienen un plano; deben hacerlo los que nacieron fuera, pero tienen un plano. Regresan a un estado. Están tutelados por otro poder político, pero tienen un plano sobre el que construir. Resucitado el Cristo, ya no hay planos. Él es el lugar de vida. Ya no hay rituales. Nuestra vida olvida el pasado y es nueva, nueva en él. No tenemos que regresar, o ir, a tierra alguna para establecer en ella lo dictado en un plano. No es la nueva situación, ni mucho menos, peor que la anterior; todo lo contrario, como declara el texto de la carta a los Hebreos. Lo que antes hubo nos sirve de referente, de ahí podemos aprender cosas, pero no tenemos que reconstruir lo que antes fue. Las sombras se recuerdan, pero ahora está la realidad. Y la realidad no es una forma nacional política o religiosa: es Cristo. Esto es fundamental para nuestras reflexiones sobre hacer ciudadanía, o hacer política, en su sentido no pervertido. Hemos resucitado (más de una vez digo que esa es la declaración del creyente ante el mundo; ¿qué o quién eres?, pues un resucitado), por ello hemos muerto. No tenemos ciudad aquí, ni esperanza; estamos muertos para este mundo; nuestra ciudadanía está en el cielo, de allí esperamos. No buscamos las cosas de la tierra; somos peregrinos. Pero por eso mismo debemos hacer ciudadanía. Como tampoco tenemos un cuerpo que permanece aquí, pero debemos cuidarlo y tratarlo, y administrarlo. No tendremos en el cielo mujer o hijos, pero eso no quita que los cultivemos aquí, y que sea nuestro deber y privilegio hacerlo. Vivir con Cristo, sentados con él a la diestra de Dios, es tomar con suma responsabilidad todas las cosas de aquí, haciéndolo todo en su nombre. No tenemos plano. Entonces la Biblia, ¿no es la lámpara y la luz? Sí, pero no tenemos un plano. ¿No sería lo mejor poder disponer y aplicar de todas las leyes de Moisés? Ahora no se puede; incluso si disponemos de alguna que sea idéntica, ya no sería de la Escritura, de Moisés, sino nuestra, por nuestra decisión y responsabilidad. Las leyes que están dispuestas en lo que llamamos Antiguo Testamento (que ya las tuvo el mismo judaísmo que pone en la cruz al Cristo) pueden y deben servirnos de referentes, pero lo que hacemos hoy en cada sitio donde estamos, eso es nuestro. ¿Entonces todo es relativo? Sí. El cobertizo, la casa que construimos en el terreno de paso, es relativa, temporal. Debemos hacerla adecuada para que los que estamos en ella, también los creyentes, tengan pan, salud y bienestar temporal. Además, tenemos en cuenta que en no pocos casos ni siquiera se nos dejará, como cristianos, construir nada; pero no es al caso aquí y ahora en España. Podemos estar y participar; eso sí, a cara descubierta. ¿Y el evangelio, también es relativo? No. Anunciamos lo eterno; pero eso no es el cobertizo. Anunciamos precisamente la buena noticia que es absoluta; al Señor que es soberano. Porque creemos en Dios como predestinador absoluto, como Señor, que establece un reino eterno, inmutable, es por lo que hacemos ciudadanía en un plano relativo; no llegamos a más; pretenderlo es ofender al Señor. (Para eso ya está la Iglesia romana como “sociedad perfecta”.) En cada lugar el creyente tendrá una situación, en la que razonar, proponer y ayudar lo mejor posible para hacer ciudadanía. Es ya un bien que se pueda hacer; en muchos sitios ni dejarán que vivan, mucho menos que hablen o participen en lo social. Por supuesto aquí, en España, tenemos muchas cosas sobre las que actuar. Para empezar estas reflexiones me pareció oportuno tratar la cuestión de la propuesta de independencia de Cataluña. De momento es la pretensión de celebrar un referéndum para decidir sobre esa posibilidad. Asumo un hecho: los políticos aquí tienen un discurso sofista. Hablan con significantes que ocultan los verdaderos propósitos. Hay que mantener el poder, o conseguirlo; y vale todo. Dicen que vivimos una desafección hacia la política; realmente es hacia los políticos. La sociedad no tiene en la actual situación aquí “desafección”, sino (como dice el profesor José Luis Villacañas en una de sus columnas de prensa) simple desprecio. Me parece que el desprecio es mutuo, y eso es lo peor que puede pasar. Temen al pueblo; están separados por el mutuo desprecio, pero lo afloran con vallas de protección; hacen leyes contra la manifestación de opiniones en público; exigen que el pueblo no actúe con la cara tapada, pero esos mismos ocultan su rostro, que rostro no les falta, bajo un embozo de palabrería. Piensan que por su “palabra” prevalecerán, se consideran muy listos, y a todos los “otros”, no hay diferencia de color político, muy, muy tontos. El Juez Justo hará justicia; sabemos que se ríe de ellos, de todos los que se ríen de los oprimidos; y nosotros debemos hacer justicia, hacer ciudadanía, lo mejor que podamos. Y asumo otro elemento que coloca a cada parte dirigente en un lugar bastante ridículo; unos dicen, con planta de gran suficiencia, que nunca habrá independencia, otros que al final la habrá. Realmente, como está la cosa, bastaría que la troika (vaya término truculento) enviase una notificación (ni en catalán ni en castellano, para más vergüenza) al presidente de turno en la que se ordenase que Cataluña sea independiente, y ni un mes tarda en serlo. Ésta es nuestra “soberanía nacional”, y la que alcanzaría Cataluña de conseguir su independencia. Asumido esto, y reconociendo que los políticos de turno que presumen de consultar o representar al “pueblo soberano”, uno el de España y otro el de Cataluña, les importa una soberana excrecencia la opinión de ese pueblo, (¿por qué no se hace un referéndum sobre la sanidad pública, o sobre la educación, o sobre las entidades financieras, o…?) vamos a hacer ciudadanía entre todos como mejor podamos. Y en esas lo primero es negar el undécimo mandamiento que han colocado en las tablas: no romperás la unidad nacional. Vale este mandamiento para ambas caras de la moneda: España pierde su unidad si se va Cataluña, Cataluña (bueno, los que piensen así) pierde su unidad si se mantiene en España. Pues relativicemos; y miremos la Historia, sabia colaboradora en nuestro menester de hacer ciudadanía, de hacer política. Una manera muy sencilla y muy útil es simplemente mirar el mapa de nuestra Península Ibérica (para nosotros los de aquí, para otros valdrá otro mapa). Si empezamos, por ejemplo, en el momento de la dominación romana, y seguimos hasta el presente, resultará que nuestra pretendida “unidad nacional” no es más que una recurrente guerra civil. Y cuando medio mapa está en guerra contra otro medio, lo que resulta con la victoria de una parte no es el todo como unidad. Ahí ya tenemos el buen uso de nuestra presencia haciendo ciudadanía, como cristianos, relativizando los logos que cada parte considera absoluto, que no permite partir, compartir, de modo alguno, y apliquemos la partición de ese logos entre las partes, dialoguemos. Pongamos concordia, pues ése es el lugar de la política: donde se encuentran logos enfrentados, cada uno con su mono de combate para defender su logos. Que venza el pacto, el acuerdo, lo “federal”. (Esto se explica muy bien en un número de El Federalista.) Respecto a Cataluña, pongamos la mirada en una fecha que se toma como referencia, el inicio del siglo XVIII, con la instalación de la casa Borbón como corona absoluta. Se inicia el siglo con Carlos II sin hijos pero con testamento. (Mucha gloria absolutista de las coronas, pero a merced de los democratozoides que van al óvulo como mejor les parece.) En ese momento España (las Españas) está bajo la corona de la “monarquía hispana”, la Monarquía Católica, pero con un modelo compuesto. Además de extensos territorios allende, aquí está, lo que afecta a los sucesos siguientes con Cataluña, la Corona de Aragón (reinos de Aragón, Valencia y Mallorca, y el Principado de Cataluña), con otros Reinos, Estados y Señoríos. Se ha llamado a este formato “unión diferenciada”, creo que es buen calificativo. (Entre esos reinos estaba el del Andalucía; compuesto por los de Sevilla, de Córdoba y de Jaén. Gibraltar pertenecía al de Sevilla. Y entre los señoríos, el de San Isidoro del Campo.) Dictaba el testamento de Carlos II (vaya miseria que se tome a las Españas como un bien heredable) que su heredero, Felipe de Anjou (de Francia), debía jurar observar las leyes, fueros y costumbres de esos reinos, asegurando así la vieja planta de la monarquía. Felipe V, tras la guerra civil, estableció la Nueva Planta que instalaba el absolutismo. El rey es el poder legislativo, ejecutivo y judicial; todo se gestiona por su delegación, por su gracia. En la guerra civil (de sucesión la llaman), que termina en 1714, intervienen fuerzas y personajes ajenos a estas nuestras tierras; es un asunto europeo. Pero lo cierto, además de la complejidad de los acontecimientos (aún hoy es difícil concretar un dibujo final), es que con el triunfo de Felipe V se instaura un modelo absolutista de gobierno, y que se logra a costa de la pérdida de libertades civiles, entre otros territorios, especialmente de Cataluña. No era la posición contraria, la del archiduque Carlos de Habsburgo, la de una exquisita democracia republicana, pero no era el absolutismo de Felipe. De todos modos, aspectos de libertades sociales notables en Cataluña se perdieron. Adquiere España una nueva planta, bajo un radical absolutismo; a eso no creo que se llame con razón unidad nacional, a menos que se quiera una tal unidad bajo una corona tirana. La “unión diferenciada” perdió toda diferencia. Hacer ciudadanía en relación con estos episodios, en mi opinión, es rechazar el absolutismo y favorecer los ámbitos de vida vecinal en municipios, comarcas, etc. No es el paraíso, pero es mejor que el absolutismo de una tiranía. Rafael Casanova, en su manifiesto ante la inmediata caída de Barcelona, dijo cosas que hoy requieren atención. Decía que se debía luchar “por la libertad de toda España”. Muy correcto; con independencia de que lo propusiera bajo la corona de una Católica Majestad; esta es la clave. Asumir que cuando Cataluña, o cualquier otro estado, reino o señorío, pierde sus libertades vecinales, y sus leyes y costumbres de convivencia, pierde España. Y cuando se agranda y vive feliz y en avance cívico cualquier estado, reino o señorío, toda España, las Españas, se agranda y vive feliz y en avance cívico. Y, ahora en el caso de Cataluña que nos ocupa, pero vale para todos, que Cataluña asuma que su lucha no es independiente de sus vecinos, no es ajena a España. Unidad diferenciada. Ayudemos, como cristianos, a que los unos y los otros se liberen, se “independicen” de las mentiras culturales, de los discursos sofistas, de los malos gobernantes. Que en Cataluña se considere su bien como el bien de las Españas; que en las Españas (o España si gusta más) se considere el bien de Cataluña, que recupere o amplíe todos sus actos de gobernanza cívicas, como el bien propio y adecuado de España, y así nos “unamos” en la lucha por la independencia de todas las “coronas” políticas o religiosas, en la concordia y ayuda mutua. Trabajemos todos por el bien y la libertad de España. Sabemos que habrá enemigos de la concordia; muchos, especialmente unos sujetos que llamamos políticos (alguno hay que es honrado y de vocación, alguno). Esos que no tienen mejor discurso que decir que Cataluña independiente será más rica; el otro dice que será más pobre. Pobres sujetos que hacen tal política. Aquí dejo esto. No sé si me he metido en un jardín al iniciar estas reflexiones. Queda claro que enfrente veo muchos árboles y plantas: medicina pública, educación, tiranía de la tiara, Unión Europea, miles de familias que son echados de sus casas, otros miles que son echados de su casa y no pueden vivir fuera (sí, abortos), bancos…

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