Mi canal de TV: programación infantil

Mi hijo de diecisiete meses es todo un espectador contemporáneo: le encanta Peppa Pig, y sabe perfectamente que los episodios se pueden ver en una cosa llamada tableta.

05 DE OCTUBRE DE 2013 · 22:00

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No sé cómo lo harán los niños de ahora, pero en mi época (ya he pasado los treinta, así que puedo decir aquello de “todo esto era campo”) solían jugar a lo mismo que veían en la televisión. Yo tuve la, llamémosla suerte, de asistir a la eclosión de las televisiones privadas a mediados de los años noventa, con la edad justa para permitirme pasar toda la tarde viendo la primitiva Antena 3, comprobando la realidad de aquella leyenda urbana que afirmaba que era posible ver la programación codificada de Canal + si bizqueabas a una distancia prudente del televisor... o apasionándome con los eternos partidos de Oliver y Benji, en Tele 5. Para nuestra Telefunken (grande y pesada como un armario, que solo se movía un rato al año para limpiar el polvo acumulado debajo) aquella cantidad de información fue demasiado, por lo que decidió tomarse la jubilación anticipada y dejar paso a una pequeña Sony. No era lo mismo. De manera que busqué otro estímulo para mi imaginación en algo que podría denominar metatelevisión: me puse a reflexionar sobre lo que sería una televisión perfecta, con una programación intachable, repleta de las cosas que no debían faltar. Soñaba con programas producidos por mi, con presentadores y con una amplia variedad de películas y series de todo tipo (esto se resumía en tomar lo que más me gustaba de cada emisora), si bien lo que predominaba era la ciencia ficción (con el Mazinger Z de mi etapa más temprana de espectador como estrella de las mañanas), la fantasía y los videos musicales (que según iba creciendo obtuvieron un encendido monopolio de la parrilla). Había poca política, escaso debate, pero muchos programas sobre libros, y un espacio cada sábado para las artes escénicas. Le expliqué mi particular juego a un compañero de estudios que, lejos de tomarme por un chiflado, accedió a convertirse en jefe de programación, con lo que pude centrarme en los aspectos técnicos, como dar la réplica al zoom mareante de Valerio Lazarov, o plantear series con guiones (que nosotros mismos escribíamos y debatíamos acaloradamente) a cada cual más estrafalarios, por supuesto protagonizados por nosotros mismos, que para eso mandábamos en la casa. Nuestra cadena era educativa, plural y entretenida, tenía audiencia inteligente, poseía juventud e iniciativa; sorteaba los problemas sin excusas, de frente, valientemente. Canal Cómic era el refugio para aquellos que encendían la televisión autonómica, o la local (siempre y cuando no dispusieran de Vídeo Comunitario) y se les cayera el alma a los pies ante semejante procesión (término escogido a propósito) de chirigotas y chistes malos, resúmenes de la feria, o corridas de toros a la hora de más calor del agosto. Ahí lo tenéis: mis compañeros de colegio soñaban con ser Bebeto, Zamorano o Laudrup (entonces el Málaga estaba desmantelado y fue sustituido temporalmente por el Atlético Malagueño, iniciándose la escalada hacia el jeque-Málaga de veinte años después); mientras tanto yo imaginaba que me convertiría en una especie de Ted Turner. Ya no sueño con lograr cosas. Ahora intento lograr cosas lo mejor que sé. Pero entonces solo había tiempo para soñar. ¿Por qué traigo estos recuerdos? No es porque eche de menos la televisión de otros tiempos (no creo que ahora se haga peor televisión, aunque sí es más cínica); tampoco me interesa debatir sobre qué contenido es más adecuado, o cuántas horas de televisión deben ver los niños. No tengo claro que sea cierto que la imaginación (para nada reñida con la televisión, para nada exclusiva de la infancia) pase por un momento bajo. Pero es evidente que, como apuntó Jordi Torrents en su artículo de la semana pasada, ahora la televisión se ve de otra manera, existen nuevos hábitos alrededor del invento, y tal circunstancia merece una seria reflexión, más allá de absurdos lugares comunes (“el talento se ha mudado del cine a la tele”) y de prejuicios (“las series de ahora son mejores que las de antes”). Mi hijo de diecisiete meses es todo un espectador contemporáneo: le encanta Peppa Pig (o “Pepi”, como llama él a esa simpática serie que no ha conocido fuera de Youtube), y sabe perfectamente que los episodios se pueden ver en una cosa llamada tableta, sin conceptos como el horario o la cantidad de horas recomendadas, aspectos en eterno, insulso e inútil debate: a los diez minutos se cansa, tiene más vida interior y exterior, y me trae la tableta para ver a Pepi... de la misma manera que me trae un cuento a cualquier hora (atención, padres: un cuento no solo sirve como eficaz somnífero), y de la misma manera se cansa a los diez minutos, se pone con otra cosa, y vuelta a comenzar. Porque está en ese momento que todos desearíamos repetir. Ese en que se puede comer a cualquier hora, se puede tirar a la papelera la agenda y el reloj, y no hay miedo a rechazar sabores, porque el comer sano únicamente se aprende de una forma: jugando. Me repelen las nuevas fórmulas (no tan nuevas) de educación que se empeñan en negar a un hijo el único momento en toda su vida donde puede despreocuparse de miedos, elecciones que conducen a la ansiedad, y normas (con más carga de ansiedad) que en última instancia son nuestras. Volviendo al aspecto televisivo, suelo ser reticente a las series donde, con la excusa de la “interacción” con los pequeños (a mí me asusta bastante un crío que habla con los dibujos, aunque vea la cantidad “estipulada” de televisión) suprimen este “libre albedrío en miniatura, apoyado con la relación con los padres”. Todos tenemos ejemplos: son dibujos animados de dudosa calidad artística y narrativa, que se quedan mirando fijamente a la pantalla, esperando en silencio a que los niños digan lo que se espera de ellos (Pocoyó no hace esto, si os fijáis), y que funcionan como una especie de videojuego que adoctrina a los niños en una serie de ambiguos y pusilánimes valores (la paz mundial, el colegueo, un supuesto interés por el arte y la música clásica) y donde, si uno se para a pensarlo, la brecha entre el mundo adulto y el infantil se dilata y retuerce, porque rara vez un padre que pone Little Einsteins a su hijo (ya los he nombrado) escucharía música clásica por iniciativa propia... En fin, es aquello mismo del padre que, para que su hijo coma (y únicamente con ese fin) crea la culpabilidad del privilegio de su retoño frente a los pobres en África; es la misma hipocresía que viene de criticar las nuevas plataformas, las nuevas pantallas, porque se prefiere una cadena cuyo programa central es Sálvame, solo porque es una tele “de toda la vida”... por cierto, si preguntáis a cualquiera, todos os dirán eso de “pero si yo no lo veo”, como no veían Crónicas Marcianas... es el mismo misterio de los nueve millones de votantes del PP, que no están en ninguna parte. No sé realmente si esto puede normalizarse porque es el fin de los tiempos, o como casi siempre estoy exagerando. Diré que en mi canal de televisión semejante maldad no pasaba. No voy a erigirme en principal partidario de los iPads y similares para la educación o el entretenimiento infantil, porque creo que una cosa tiene poco que ver con la otra (y que antes también podían verse muy buena programación infantil), pero mientras descubro series maravillosas y tiernamente psicodélicas de la BBC como Get Squiggling, o revisito las de otras latitudes, es el caso de Pingu... mientras eso ocurre, me doy cuenta de que esta otra televisión que tanto escandaliza a los mayores se empieza a asemejar a aquella que residía en mi imaginación.

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