Las casas de IKEA no son de verdad

A mí, particularmente, una de las cosas que más me saca de quicio es esa falsa sensación de desorden que intentan darle a las fotografías, como de vida cotidiana, pero mal

15 DE SEPTIEMBRE DE 2013 · 22:00

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Si se pregunta así en frío, cualquiera estaría de acuerdo con que las cosas materiales no pueden competir con ciertas cualidades del espíritu. No hace falta ser cristiano para afirmarlo. Solamente alguien muy ceporro pondría una camisa de Zara por delante de la solidaridad o un iPhone 5 por encima de la tolerancia. Aunque haya quien esté dispuesto a dar un riñón por un iPad. Todo eso lo tenemos claro, más o menos, y vivimos con ello, hasta que una vez al año por estas fechas sucede algo que pone patas arriba nuestros principios morales: nos llega al buzón de casa el catálogo de IKEA. Entonces se nos nublan las ideas y dejamos de pensar lo poco claro que lo hacíamos. El catálogo de IKEA está diseñado para ser un objeto de deseo. Es gordito, está lleno de colores en páginas satinadas y nos lo dejan gratis en el buzón. Es la misma razón por la que nadie se deshace de las páginas amarillas, a pesar de que hoy en día es un millón de veces más rápido y eficaz buscar cualquiera de esas informaciones gratis en Internet, y al final acabamos teniendo en cualquier rincón de la casa una colección de páginas amarillas caducadas que no sirven más que de nido de arañas y demás bichos domésticos. Pero pensamos: “Oye, que esto tiene que valer un dinero, y nos lo han dado gratis”, y es el mismo motivo por el que el catálogo de IKEA no se tira a la basura junto al resto de folletos de publicidad del Carrefour o el Hipercor nada más sacarlo del buzón. Todos hemos caído en el influjo del catálogo de IKEA: lo abrimos al azar y comenzamos a salivar mentalmente, porque hay una parte de nosotros que independientemente de la necesidad de la solidaridad o la tolerancia en el mundo, quiere muebles bonitos y a un precio asequible. Incluso nos da igual que haya voces que acusen a IKEA de aprovecharse de las condiciones laborales infrahumanas del tercer mundo para sacar beneficio, y que los gurús del buen gusto huyan de IKEA como de la peste argumentando que al final sus muebles son muy mediocres y los tiene todo el mundo, y prefieran el Habitat, que es como tres veces más caro y sirve para lo mismo. Nosotros nos sumamos y miramos el catálogo, y lo observamos bien, y empezamos a imaginar qué bonita quedaría esa estantería en nuestro salón y que quizá no sería mala idea ir a tomarnos un perrito caliente por cincuenta céntimos o un café de esos que te regalan con la tarjeta de cliente. IKEA le ha salvado la vida a muchos recién independizados que necesitaban muebles baratos sin que sus comedores o sus dormitorios recordasen peligrosamente a los de su abuela. Y por experiencia puedo asegurar que la trona Antilop, que es de plástico y se puede meter en la bañera a darle un fregado después de una sesión poco exitosa de macarrones con tomate o de puré de verduras, y que cuesta menos de 20 €, es uno de los mejores inventos de la humanidad. Entonces, ¿cuál es el problema? El problema es que las casas de IKEA no son de verdad. Pero qué bonitas son. Qué luz tienen, qué acogedoras parecen cuando abres el catálogo. Nos entra un calor interior que nos invita a pensar lo cómodos que nos sentiríamos en esas casas, lo felices que serían nuestras familias. Nosotros, que nacimos ya bajo el influjo poderoso del lenguaje publicitario, no podemos ver la realidad que hay detrás de esas imágenes, y caemos en la trampa de la sensibilidad. Si tuviéramos esa alfombra tan bonita, nuestros hijos jugarían tranquilos sobre ella. Con esa lámpara junto al sofá nuestro marido se sentaría a leer. Con esa mesa y esas sillas de comedor las sobremesas serían alegres y distendidas y ya no tendríamos tensiones. Eso es lo que sale en la fotografía. Pero siento tener que decir que todo es falso. Así no son, ni pueden ser, las casas de verdad. Lo que intenta IKEA es vendernos muebles; ellos no tienen nada que hacer con la infelicidad conyugal ni los problemas de comportamiento de los niños. Las casas del catálogo de IKEA están impecablemente limpias. No hay una sola mota de polvo en todo el catálogo, y las he buscado, os lo aseguro. No tienen manchas de barro en la entrada, ni chorretones de zumo en el suelo de la cocina, ni la nevera llena de huellas de dedos. En sus hornos no hay grasa de esa que no sale ni con lanzallamas. Sus sofás no tienen pelo de perro ni de gato, no están gastados por el uso ni tienen los cojines descolocados. Y mejor no hablemos del cuarto de los niños. Ni de los niños. En el catálogo de IKEA no hay niños con las manos llenas de chocolate limpiándoselas en las cortinas. Nunca aparecerá un señor gordo y calvo rascándose la barriga tirado en calzoncillos en el sofá Tidafors, y estoy segura de que hay uno con características similares en una gran mayoría de las casas de este país. A mí, particularmente, una de las cosas que más me saca de quicio es esa falsa sensación de desorden que intentan darle a las fotografías, como de vida cotidiana, pero mal. Si no me creen, vayan al catálogo y observen los detalles. ¡Qué desorden más organizado! ¡Qué caos tan estilísticamente apropiado! Y no hablemos de los armarios, con toda esa ropa perfectamente planchada y milimétricamente doblada, que siempre es moderna y actual. En los armarios de IKEA no hay un pijama o un chándal de esos que tenemos todos que se cae a pedazos pero guardamos por lo cómodo que es. En sus zapateros todos los zapatos están tan pulcros y bien conservados que hace pensar que sus dueños en vez de caminar flotan por la calle. Y el premio gordo, por supuesto, esa cosa que no vemos ni consideramos irreal, ni nos preocupa ni nos alarma, y aun así anhelamos de esas casas para que sean las nuestras: en las cocinas de IKEA todo está guardado en herméticos y prístinos tarros de cristal ordenados por tamaños en las estanterías. No hay un paquete de arroz abierto con una pinza de plástico para contenerlo, ni unos cereales con la caja medio rota porque alguien los abrió por donde no debía sobre la mesa, ni un brick de leche del Mercadona en la encimera que por vaguería nadie se ha molestado en volver a meter en la nevera. Siento haber tenido que decir esto así, de sopetón, ahora que tenéis el catálogo delante y quizá lo estéis mirando con ojos aviesos y yo os lo haya convertido en decepción. Pero es que las casas de IKEA no son de verdad, y no está bien andar anhelando lo falso y el ideal, y actuar como si no pasara nada. El problema es que soñar con la casa ideal de IKEA nos roba el tiempo de hacer muchas otras cosas mucho más útiles, hermosas y necesarias para el reino de Dios. No creo que Dios esté en contra de las cortinas, las lámparas, los sofás y los hogares acogedores, pero quizá, solo quizá, abro la invitación a que antes de lanzarte a por la funda nórdica Penningblad te plantees si puedes poner ese dinero para otro fin un poco más elevado. Total, tu funda del año pasado sigue abrigando. Tus cortinas de hace tres años siguen sirviéndote de escondedero a las miradas de los vecinos de enfrente, y la lámpara de tu salón quizá no sea tan bonita como la Regolit, pero cuando aprietas el interruptor se sigue encendiendo fielmente noche tras noche. Quizá, solo es una posibilidad, haya alguien a tu alrededor que necesite ese dinero, o algún proyecto en el que puedas invertir. Y deja que los recién independizados y los padres con hijos que necesiten tronas a prueba de bombas alimenten de su parte a los herederos de Ingvar Kamprad.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Preferiría no hacerlo - Las casas de IKEA no son de verdad