Un comienzo de milenio oscuro

La mayoría de papas en esta época fueron hombres sin vocación que en muchos casos se convirtieron en peleles de los señores temporales.

05 DE JULIO DE 2013 · 22:00

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Los primeros mil años de la Iglesia Católica habían sido duros y difíciles, pero el siglo XI sería uno de los más arduos en la historia del pontificado. El cisma entre la Iglesia de Oriente y la Iglesia de Occidente, debilitaría aún más a la Cristiandad, exponiéndola a los peligros de un Islam creciente, pero dentro de la propia Iglesia Católica el espíritu cismático estaba a punto de desatarse. La crisis moral y ética de la Iglesia del segundo milenio llegó hasta el punto de desprestigiar a los sacerdotes y obispos que debían velar por el pueblo. La Simonía o compra venta de cargos eclesiásticos se hizo un método común de acceder a los más ricos obispados u otros cargos eclesiásticos. Personas sin vocación y con intereses más que mundanos, ocuparon puestos claves en la Iglesia Católica y su poder espiritual se debilitó notablemente. La mayoría de los papas elegidos en esta época fueron hombres sin vocación que en muchos casos se convirtieron en peleles de los señores temporales. Un caso significativo fue el del papa Juan X que fue apartado del trono de la Iglesia por una noble llamada Marozia, hija de un cónsul y senador de Roma. Esta mujer conseguiría año más tarde poner a su propio hijo como papa bajo el nombre de Juan XI. Aunque siempre, en todo periodo de oscuridad hay hombres sobresalientes, la llegada al papado de Gregorio VII, contribuiría a una reforma profunda de la Iglesia. El papa Gregorio VII comprendió muy pronto que el mayor problema de la Iglesia de su tiempo era la ambición y el poder. Muchos hombres ocupaban cargos eclesiásticos por las rentas que estos les proporcionaban y no por algún interés espiritual. El papa Gregorio VII era un hombre muy alejado de las inclinaciones de su tiempo. Él no ambicionaba ser papa y era un monje que buscaba en el misticismo acercase más a Dios. Las reformas religiosas y administrativas no agradaron a la nobleza ni a la realeza, que perseguían los pingues beneficios eclesiásticos y el emperador alemán Enrique IV, a pesar de haber reconocido años antes al papa Gregorio VII, empujó a los obispos alemanes a deponer al Papa. El Sumo Pontífice reaccionó con la excomunión de los rebeldes. Enrique IV pidió perdón al Papa para recuperar la comunión con la Iglesia Católica, sobre la que se sustentaba todo el poder político de la época. Enrique IV, descalzo y vistiendo un hábito harapiento, se presentó ante el Castillo de Matilde de Casona en donde se encontraba descansando el papa Gregorio VII suplicando su perdón. El papa Gregorio luchó durante todo su pontificado por conseguir la independencia perdida de la Iglesia Católica. Años más tarde, el emperador volvió a reaccionar y atacó Italia, ocupando Roma y estableciendo a un antipapa. Durante los últimos años del siglo XI, la sucesión de varios papas y antipapas volvió a debilitar a la Iglesia, que durante siglos se convertiría en un instrumento del poder político a la espera de otro papa capaz de poner orden en la Iglesia Católica.

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