El agujero mediático del ‘monje asesino’

Bastante vergüenza nos debería dar haber auspiciado en nuestros medios a un embaucador con complejo de napoleón, cuando en realidad auspiciábamos a un asesino en serie

15 DE JUNIO DE 2013 · 22:00

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Hay historias reales que no se le hubieran ocurrido ni al cuentista más sórdido. El 2 de junio a las 4 de la tarde una señora paseaba por la calle Máximo Aguirre de Bilbao cuando vio a través de los cristales del gimnasio sito en el número 12 a un hombre arrastrando por la fuerza a una mujer hacia el interior. Llamó a la policía, que estaba de camino porque no había sido el primer aviso. Hacía pocos minutos otro vecino se había quejado porque escuchaba gritos allí abajo. Cuando llegaron descubrieron que el maestro del gimnasio, Juan Carlos Aguilar, golpeaba a una mujer inconsciente en una de las habitaciones del centro. No tenía armas, y no parecía un ataque sexual. Solamente era el poder de la fuerza desnuda contra una persona indefensa (atada de pies y manos como en un extraño ritual). El hombre no se resistió a ser detenido, y en una primera inspección rápida los policías encontraron en el gimnasio bolsas con restos humanos. La mujer moría tres días después en el hospital. El maestro confesaba entonces que hacía una semana había matado a otra mujer, y que había tirado parte de su cuerpo descuartizado a la ría de Bilbao. A partir de aquí la historia saltó a los medios de comunicación, que asistieron atónitos al hecho de que ya conocían a ese caballeroque salía en dirección a comisaría esposado, sin camiseta y tapándose la cabeza con una toalla rosa. Juan Carlos Aguilar llevaba años paseándose por las televisiones de España como maestro shaolín defendiendo que era el único occidental al que se le había reconocido este título. (El monasterio budista de Shaolín, en China, hace siglos fue un santuario del budismo guerrero, pero desde hace cosa de cincuenta años, ya sin habitantes ni auténticos monjes, el gobierno lo recicló en una especie de parque de atracciones para turistas, convirtiendo la disciplina shaolín en poco más que una suerte de acrobacia circense). Además, decía, había sido campeón nacional de kung-fu tres veces y se consideraba la máxima eminencia en Europa de diversos tipos de artes marciales. Pero resulta que nada más saltar la noticia, según los periodistas comenzaron a llamar a puertas para recabar información del nuevo asesino en serie, fueron descubriendo la verdad. El presidente de la Federación Española de Artes Marciales aseguraba que aquel señor no era maestro ni campeón de nada, que nunca se había presentado a ningún torneo y que ni siquiera había llegado a estar federado. El engaño pasó a ser un fraude cuando descubrieron que se hacía llamar maestro y abad, que había montado una especie de monasterio en su gimnasio, consiguiendo seguidores a los que sacaba el dinero, y que conseguía incluso que trabajaran gratis para él, con aquella extraña mezcla de cosas que sonaban a misticismo oriental. Como reconocen muchos de los auténticos expertos en artes marciales de España, Juan Carlos Aguilar era un personaje conocido en el mundillo, pero al que nadie hacía mucho caso y que pensaban que era inofensivo, que se fue a China después de la muerte accidental de su hermano (que ahora investiga la policía a ver si fue accidental de verdad) y que de repente llegó vestido de naranja y diciéndose experto mundial en kung-fu, pero sin nada para acreditarlo. Simplemente llegó, abrió su monasterio en el centro de Bilbao, y empezó a presentarse como maestro. Y los medios de comunicación españoles se lo creyeron sin rechistar. Ahí están, para escarnio público, las entrevistas que le hicieron. Por Internet circulan esos videos con Punset, Javier Sierra y fotografías con celebridades como Pablo Motos. Se paseaba con ese aura de místico incluso por la escalera de su bloque, como comentaba un vecino a los periodistas. El hombre mayor, asomado a la puerta de su casa, contaba atónito a las cámaras que el monje entraba y salía de su casa vestido ese modo estrafalario para lo usual en el centro de Bilbao, con aire altivo sin dirigirle la palabra a nadie. Por una vez, al menos, el asesino no era una buena persona que saludaba en la escalera. Es curioso, e inquietante, darse cuenta de que al mismo tiempo que este hombre se paseaba por platós hablando de la calma, la tranquilidad, la paz y el control del dolor y la violencia, haciendo exhibiciones más cercanas al circo que a las artes marciales, estaba asesinando mujeres indefensas, descuartizando sus cuerpos y haciéndolos desaparecer en la ría de Bilbao, dejándose llevar por esa misma violencia animal y destructiva que alardeaba saber controlar con el poder de la mente. Porque ahí está la cuestión. Bastante vergüenza nos debería dar como sociedad haber auspiciado en nuestros medios a un embaucador con complejo de napoleón. Pero es que en realidad auspiciábamos a un asesino en serie. El criminólogo Francisco Pérez Abellán hablaba estos días de que no se diferencia mucho del Charles Manson que apresó la policía tras el asesinato de Sharon Tate y sus invitados. Y al igual que pasó con él, mucho antes de que salieran a la luz sus crímenes había personas que intuían que no eran trigo limpio, y que aquel rollo sectario de “La Familia” no iba a acabar bien. No eran más que embaucadores profesionales. Ahí siguen colgados en Youtube los videos promocionales del falso maestro para su Océano de tranquilidad, su gimnasio/monasterio. Y es cierto que viéndolos ahora, a posteriori, pues no, no da mucha paz interior. Resulta muy raro ver una demostración de artes marciales con un cuchillo militar. Y mucho más aún, de repente, que en mitad del video el maestro se ponga a tocar el concierto de Aranjuez con una guitarra española en un escenario lleno de velas, inciensos y esculturas de Buda. Esas incoherencias te crean la sensación de que en realidad lo único que le importaba al falso monje era rodearse del poder de la admiración. En sus videos hay pequeños párrafos introductorios en los que intenta explicar su filosofía, pero cualquier análisis del texto lo que revela una falta de coherencia y un egocentrismo narcisista como mínimo molesto para cualquier persona sensata. Esa espiritualidad de la que se rodeaba es manifiestamente falsa, ya que el hombre solo quería hablar de sí mismo y de sus poderes. Y por si eso no fuera suficientemente sospechoso, ¿cómo fiarse de alguien que se había cambiado el nombre de Juan Carlos a Huang C.? Ese toque cutre tendría que haber hecho saltar las alarmas de los medios para evitar que fuera entrevistado como experto sin una sola acreditación. Un policía comentaba que estaban tranquilos al saber que, al menos, no seguiría matando, pero que inquietaba no saber desde cuándo lo llevaba haciendo. Los criminólogos dicen que un asesino en serie comienza a actuar entre los 30 y los 35 años, y Juan Carlos tiene 47. Eso quiere decir que nadie sabe si lleva cinco, seis, o quince años asesinando y haciendo desaparecer a personas en Bilbao. Lo que está claro es que por la especialización en su modus operandi no era la primera ni la segunda vez que mataba. Algunos expertos sospechan incluso que haber sido descubierto se debió a un fallo en el proceso de ocultación, que de tan intocable que se sentía después de muchos asesinatos, tan impune, pensaba que no sería pillado nunca y se relajó. Por primera vez en un caso de estas características en España, se tiene al asesino, pero no a las víctimas, y el trabajo de reconstrucción se intuye difícil porque creen que buscaba para sus crímenes a mujeres extranjeras en situación irregular, prostitutas a las que nadie reclama (por desgracia). Es posible que Juan Carlos Aguilar, el maestro Huang C., pase el resto de su vida en la cárcel, pero muchos de sus crímenes se perderán sin pruebas y sin reclamar la justicia sobre ellos. Ahora bien, el esperpento sería menor si todos los que ahora reclaman la verdad del engaño de este hombre le hubieran acusado hace tiempo. Quizá con menos medios, menos amparado por una red social y un espacio donde dar rienda suelta a sus instintos asesinos, este hombre no se habría pasado años matando impunemente, como se cree que hizo. ¿Por qué nadie denunció? Quizá porque nadie se dio cuenta. En los videos de promoción de Youtube se ve a un hombre bajito, con el semblante elevado, utilizando un discurso que suena espiritual pero que en realidad está vacío; y nadie se percata de que está vacío porque, como dice Francisco Pérez Abellán: “Hay una serie de gente que como no cree en nada y no tiene formación, cree en el primer cantamañanas que aparece”. Una de las cosas más sorprendentes de este caso son los testimonios de los conocidos. Junto a los vecinos que decían que era un borde y los exalumnos que se quejaban de que era un narcisista peligroso, estas semanas se han podido ver por televisión a muchos seguidores (novicios, les llamaba el maestro) y clientes de su gimnasio/monasterio estupefactos por la noticia, incapaces de creer que la policía haya encontrado decenas de restos humanos diseminados por el gimnasio que frecuentaban sin apenas molestarse en esconderlos. El otro día escuchaba a una señora de mediana edad hablar de las bondades del maestro, argumentando que todo tenía que ser falso, y diciendo que ella no se iba a creer la acusación hasta que la policía no presentara pruebas. Decía que Juan Carlos era un hombre sensible y espiritual incapaz de hacer nada de eso de lo que se le acusaba. Me pregunto qué más pruebas necesita esa señora para ver que es un asesino que haber confesado el crimen tras haberle pillado infraganti dándole una paliza a una pobre mujer. En una sociedad en la que los ateos buscan cada vez más trascendencia pública defendiendo su vida sin dioses, en donde parece que una ciencia purificada se expande como nuevo credo de fe, y en donde los medios se afanan por defender un mal entendido laicismo que pretende sacar cualquier cuestión espiritual del escenario público por intrascendente para la vida real, por desgracia es un suceso como este el que sirve para revelar la auténtica realidad del asunto. Y es que la sociedad en general, y las personas en particular, se siguen sintiendo tremendamente seducidas por la idea de la espiritualidad, porque la necesitan. Desterrarlo de los medios de comunicación, de las series de televisión y de las películas, de la cultura popular, no va a hacer desaparecer esa necesidad, sino que solamente va a ocasionar un agujero negro de ignorancia donde cualquier embaucador con un mensaje falso y vacío se podrá alzar con gloria. Si no existiera esta tendencia cultural a enmascarar la necesidad de espiritualidad como debilidad de carácter, si hubiera una formación en espiritualidad al alcance de la población, que aceptase esta realidad y aun así permitiese el libre albedrío de las creencias personales (que al fin y al cabo así era como lo planteaba el mismo Jesús, que nunca obligó a nadie a creer en él), la gente se hubiera dado cuenta enseguida de que este monje guerrero era una farsa, que no era monje, ni era guerrero, sino poco más que un ególatra que hacía malabares con cuchillos. Y quizá, solo quizá, él se hubiera encontrado sin medios para poder haber asesinado a gente impunemente durante, quién sabe, quizá diez o quince años. Quizá tenemos más responsabilidad en este suceso que la que creemos, y como todo lo que pasa en la televisión, no somos simples espectadores, sino colaboradores necesarios del engaño; necesitamos recuperar la mirada crítica sobre lo que nos ponen delante de los ojos.

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