John Locke ante los profetas del Antiguo Testamento

El Antiguo Testamento ve la codicia como una forma de idolatría de los bienes terrenos y el excesivo amor a la propiedad privada como uno de los grandes rivales de Dios

15 DE DICIEMBRE DE 2012 · 23:00

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Comenzamos el domingo pasado un análisis de las Sagradas Escrituras, en el Antiguo Testamento, viendo cómo prioriza siempre las necesidades de las personas sobre los derechos de propiedad. Las leyes israelitas se preocupaban ante todo por favorecer más a los individuos que a las posesiones. Seguimos en el Antiguo Testamento con el profeta Amós, que habló al estado del norte hacia el año 750 a. C., fue sin duda el más crítico y valiente de Israel. En relación a las criaturas que eran vendidas como esclavas por ser insolventes y no poder pagar sus deudas, escribió: “Así ha dicho el Señor: Por tres pecados de Israel, y por el cuarto, no revocaré su castigo; porque vendieron por dinero al justo, y al pobre por un par de zapatos. Pisotean en el polvo de la tierra las cabezas de los desvalidos, y tuercen el camino de los humildes.” (Am. 2:6-7). La situación de injusticia social había llegado a ser tan grave que incluso existían hombres sin escrúpulos que con el fin de cobrar una deuda tan insignificante como el valor de un par de zapatos, eran capaces de convertir en esclavo a su deudor. Amós denunció enérgicamente la manera en que los ricos se aprovechaban de los humildes. Señaló que la fe en el Dios verdadero estaba en peligro porque los ricos habían expulsado a Yahvé de su vida diaria y en su lugar habían colocado al dios del dinero. El deseo de tener más les había llevado a prescindir del Señor y a poner su corazón en los tesoros materiales. Pero esto sólo podía llevarse a cabo de una manera: oprimiendo a los pobres, creando una división profunda entre el ser humano y la propiedad. Se trataba de una clara afrenta contra el Creador. Como afirma el autor de Proverbios: “El que oprime al pobre afrenta a su Hacedor; mas el que tiene misericordia del pobre, lo honra.” (Pr. 14:31). Cuando la persona decide aumentar su capital abusando de los débiles es como si pisoteara el nombre de Dios y olvidara que la fidelidad al Creador viene determinada precisamente por el amor al hermano débil y por la solidaridad con el pobre. Amós comparó a las esposas de los comerciantes adinerados de Samaria con las “vacas de Basán” que oprimían a los menesterosos (Am. 4:1) y comerciaban con el hambre humana. Profetizó que todas las riquezas acumuladas de manera inmoral no podrían ser disfrutadas porque el Señor pronto haría justicia y, en efecto, así ocurrió. Veintisiete años después de estas predicciones, en el 721 a. C., sus oráculos se cumplieron. Israel fue tomado por el ejército asirio y todo el mundo se acordó de las palabras del profeta Amós. Oseas vivió en la misma época que Amós y se preocupó también por las mismas cuestiones sociales aunque desarrolló mejor sus implicaciones religiosas. Lo más original de la vida de esta profeta fue su singular matrimonio. Se casó con Gomer, una mujer adúltera, que con su comportamiento infiel reflejó la conducta equivocada de Israel al abandonar al Señor e irse detrás de dioses ajenos. El profeta Oseas en su denuncia del engaño económico que practicaban habitualmente los mercaderes de su tiempo, puso de manifiesto la creencia errónea de que las riquezas son siempre una bendición de Dios: “Mercader que tiene en su mano peso falso, amador de opresión, Efraíndijo: Ciertamente he enriquecido, he hallado riquezas para mí; nadie hallará iniquidad en mí, ni pecado en todos mis trabajos.” (Os. 12:7-8). Dios puede bendecir a sus criaturas de múltiples formas pero el dinero que se obtiene injustamente es como un fiscal perpetuo que acusa al hombre por sus ganancias deshonestas. Las riquezas nunca pueden borrar la culpa. Algo más tarde, entre los años 710 y 700 a. C., el profeta Miqueas dirigiéndose a Judá en el sur, se manifestó en esta misma línea de pensamiento. Su denuncia fue dirigida sobre todo contra aquellos ricos que vivían en la ciudad de Jerusalén y usurpaban las tierras de los campesinos pobres que habitaban los asentamientos rurales de Judá. Y no sólo les quitaban sus terrenos sino que además sobornaban a los jueces para acusarles de delitos que los agricultores no había cometido (Mi. 3:11; 7:3). Incluso contrataban bandidos para que les robaran, difamaran e inventaran contra ellos argumentos en los que basarse para echarles por la fuerza de sus casas. En el segundo capítulo de su libro, Miqueas se expresó así: “Codician las heredades, y las roban; y casas, y las toman; oprimen al hombre y a su casa, al hombre y a su heredad... El que ayer era mi pueblo, se ha levantado como enemigo; de sobre el vestido quitasteis las capas atrevidamente a los que pasaban, como adversarios de guerra. A las mujeres de mi pueblo echasteis fuera de las casas que eran su delicia; a sus niños quitasteis mi perpetua alabanza.” (Mi. 2:2,8-9). Despojar a un israelita de su tierra era muy grave ya que suponía privarle de la condición de hombre libre. Al vender a los jóvenes y a los niños como esclavos se estaba agrediendo seriamente al pueblo elegido por Dios pues disminuía el número de personas libres en la generación siguiente. También el profeta Isaías (735-690 a. C.) que fue contemporáneo de Miqueas lanzó violentas recriminaciones contra la clase social que oprimía a la nación. Señaló que al haber adoptado las costumbres de los extranjeros, algunos miembros de la casa de Jacob habían llenado su tierra de plata y oro, hasta el extremo que “sus tesoros no tienen fin” (Is. 2:6-7). Negó que ésta fuera la voluntad de el Señor y su denuncia fue tajante: “¡Ay de los que juntan casa a casa, y añaden heredad a heredad hasta ocuparlo todo! ¿Habitaréis vosotros solos en medio de la tierra?. Ha llegado a mis oídos de parte de el Señor de los ejércitos, que las muchas casas han de quedar asoladas, sin morador las grandes y hermosas.” (Is. 5:8-9). No obstante, las profecías de Isaías abrigaban una rayo de esperanza y contemplaban la posibilidad de que si Israel se volvía de su erróneo comportamiento, Dios permitiría la venida de un Mesías justo que traería “justicia a los pobres” e igualdad para “los mansos de la tierra” (Is. 11:4). El relevo de Isaías durante el siglo siguiente lo tomó Jeremías (626-580 a. C.). Su censura de la injusticia social la dirigió principalmente contra el rey Joacim, quien oprimió con impuestos excesivos al pueblo para pagar tributo a Egipto y se construyó un magnífico palacio, obligando a los ciudadanos a realizar trabajos forzados. Jeremías le acusó de no haber sabido ser un auténtico hermano, un “prójimo” para sus conciudadanos israelitas: “¡Ay del que edifica su casa sin justicia, y sus salas sin equidad, sirviéndose de su prójimo de balde, y no dándole el salario de su trabajo! Que dice: Edificaré para mí casa espaciosa, y salas airosas; y le abre ventanas, y la cubre de cedro, y la pinta de bermellón. ¿Reinarás, porque te rodeas de cedro? ¿No comió y bebió tu padre, e hizo juicio y justicia, y entonces le fue bien? El juzgó la causa del afligido y del menesteroso, y entonces estuvo bien. ¿No es esto conocerme a mí? dice el Señor. Mas tus ojos y tu corazón no son sino para tu avaricia, y para derramar sangre inocente, y para opresión y para hacer agravio.” (Jer. 22:13-17). Ezequiel fue contemporáneo de Jeremías y profetizó también durante el destierro de Babilonia. Aunque su preocupación principal fueron las cuestiones relacionadas con el culto, esto no le impidió denunciar la injusticia de su tiempo. En el capítulo 34 criticó a los dirigentes de Israel mediante la imagen del rebaño. Las autoridades israelitas eran, según él, como ovejas engordadas que no sólo comían “los buenos pastos” y bebían “las aguas claras” sino que después hollaban tales pastos con los pies y enturbiaban las aguas para que las ovejas flacas no pudieran alimentarse (18-21). El amor al dinero se había convertido para ellos en una forma de idolatría que les impedía poner en práctica la palabra de Dios. Su afán de riqueza les había transformado en lobos sanguinarios que derramaban sangre inocente. No respetaban a las viudas, ni a los huérfanos o emigrantes y ni siquiera a sus propios padres. De manera que Ezequiel vino a confirmar lo que ya habían señalado los profetas anteriores, y lo que mucho después repetirían también los evangelistas (Mt. 13:22), que el deseo de enriquecerse a costa del prójimo era uno de los principales obstáculos que impedía poner en práctica la voluntad de Dios y hacían estéril su mensaje. La historia de Israel como unidad política se acabó con el destierro a Babilonia, entre los años 586 y 539 antes de Cristo. En adelante se procuró otra vez la unión pero ya no fue por medio de la política sino mediante la identidad religiosa. Este sería el nuevo vínculo que relacionaría a todos los hebreos, tanto a los que permanecieron en Judá como aquellos otros que fueron dispersados por todo el mundo, en lo que se conoce como la “diáspora”. A partir de ese momento, la mayoría de los estudiosos están de acuerdo en denominar “judíos” a los miembros del pueblo de Israel. Después del regreso de la cautividad, a partir del 539 y hasta el 70 a. C., se originaron en el judaísmo ciertos movimientos sociopolíticos como los saduceos, los fariseos, los zelotas y los esenios. También el cristianismo surgió más tarde en el seno del mundo judío, aunque pronto rebasó los límites del mismo para extenderse a los gentiles. En la literatura poética posterior al destierro son frecuentes las alusiones a la injusticia social y a la distribución poco equitativa de las posesiones materiales. Aunque de los salmos es difícil extraer conclusiones de carácter social, algunos textos reflejan más claramente que otros esta inquietud del salmista: “Con arrogancia el malo persigue al pobre; será atrapado en los artificios que ha ideado. Porque el malo se jacta del deseo de su alma, bendice al codicioso, y desprecia a el Señor. El malo, por la altivez de su rostro, no busca a Dios; no hay Dios en ninguno de sus pensamientos... Llena está su boca de maldición, y de engaños y fraude; debajo de su lengua hay vejación y maldad. Se sienta en acecho cerca de las aldeas; en escondrijos mata al inocente. Sus ojos están acechando al desvalido; acecha en oculto, como el león desde su cueva; acecha para arrebatar al pobre;arrebata al pobre trayéndolo a su red.” (Sal. 10:2-4, 7-9). “A tu pueblo, oh el Señor, quebrantan, y tu heredad afligen. A la viuda y al extranjero matan, y a los huérfanos quitan la vida. Y dijeron: No verá el Señor, ni entenderá el Dios de Jacob.” (Sal. 94:5-7). En general, el Antiguo Testamento concibe la codicia como una forma de idolatría de los bienes terrenos y el excesivo amor a la propiedad privada como uno de los grandes rivales de Dios ya que conduce a que el ser humano se olvide por completo de su Creador. Aunque el afán por enriquecerse no es exclusivo de ninguna clase social, sino que puede dominar por igual a distintas capas sociales, sin embargo, quienes caen en este error con mayor frecuencia suelen ser las personas pudientes. Los profetas de Israel no se dejaron engañar por los cantos de sirena del dinero que pretenden cautivar a las criaturas, sino que reconocieron el peligro que éste suponían para la realización plena del hombre. Como auguró Jeremías, las riquezas tienen por costumbre abandonar a la mitad de la vida: “Como la perdiz que cubre lo que no puso, es el que injustamenteamontona riquezas; en la mitad de sus días las dejará, y en su postrimería seráinsensato.” (Jer. 17:11). No es que el dinero y los bienes materiales sean intrínsecamente injustos o que posean en sí mismos el estigma de la maldad. El propio Jeremías que denunció las injusticias económicas cometidas por sus contemporáneos, no tuvo reparos en comprar la heredad de Hanameel (Jer. 32). El uso del dinero no es pecaminoso para el hombre del Antiguo Testamento, lo que sí constituye pecado es la divinización del mismo. Cuando el apego a la riqueza hace florecer en el alma humana el egoísmo que impide dar y compartir, el agobio por conservar lo que se posee o por disponer para el día de mañana, así como la injusticia de apropiarse de los bienes ajenos, la persona se convierte en víctima de su propio dinero. Como escribe el teólogo Jose Luis Sicre en su estudio sobre la riqueza en los profetas anteriores al exilio: “Pero hay otra víctima más de este culto a los bienes terrenos: el mismo hombre que lo practica. Podríamos pensar que él es el gran beneficiado. Pero cometeríamos un grave error. Aunque el hombre se imagina dominar esa riqueza, esella quien lo domina a él. No se trata sólo de que acapara su vida y le exige un esfuerzo continuo, una preocupación constante. Se trata de que lo destruye interiormente, cerrándolo a Dios, al prójimo y a su misma realidad profunda. El culto al dinero es una de las formas más claras de alienación.” (Sicre, Los dioses olvidados, Cristiandad, Madrid, 1979: 156). Después de rastrear brevemente el concepto de propiedad en los escritos veterotestamentarios pueden resultar pertinentes las siguientes cuestiones: ¿es razonable afirmar que el pueblo de Israel fracasó en su intento de crear una sociedad igualitaria porque sus pretensiones fueron excesivamente idealistas? Es evidente que como nación pequeña fue reducida por sus enemigos que eran militarmente mucho más poderosos. Sin embargo, ¿quiere esto decir que sus ideales sociales y religiosos no han permanecido latentes en el alma de la humanidad? ¿acaso no han inspirando numerosas instituciones políticas a lo largo de la historia? A nuestro modo de ver, el triunfo de los valores del judaísmo, que se vertieron después en el cristianismo y están recogidos en las páginas de la Biblia, no sólo consiste en formar parte del pasado espiritual de Occidente como una reliquia singular, según opinión de algunos, sino sobre todo en constituir una fuente de agua pura e inagotable que no ha podido ser desecada ni superada por las ideologías sociales modernas. Los sentimientos solidarios con las necesidades humanas, la sensibilidad especial hacia el débil, así como la valoración primordial del hombre por encima de la riqueza, que eran características originales del pueblo de Israel, continúan siendo un modelo de referencia social válido para el hombre contemporáneo.

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