Thomas Hobbes, padre de la política moderna

Thomas Hobbes (1588-1679): el mito del contrato social o del gobernante que tiene siempre poder absoluto sobre el pueblo.

07 DE OCTUBRE DE 2012 · 22:00

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“Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una verdadera unidad de todos en una y la misma persona, unidad a la que se llega mediante un acuerdo de cada hombre con cada hombre, como si cada uno estuviera diciendo al otro: Autorizo y concedo el derecho de gobernarme a mí mismo, dando esa autoridad a este hombre o a esta asamblea de hombres, con la condición de que tú también le concedas tu propio derecho de igual manera, y les des esa autoridad en todas sus acciones. Una vez hecho esto, una multitud así unida en una persona es lo que llamamos ESTADO, en latín CIVITAS. De este modo se genera ese gran LEVIATÁN, o mejor, para hablar con mayor reverencia, ese dios mortal a quien debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y seguridad”. HOBBES, Leviatán, Alianza Editorial, Madrid, 1999: 156-157. El filósofo inglés Thomas Hobbes es considerado hoy, al lado de Maquiavelo, como el fundador de la moderna ciencia política. Su pensamiento, directamente relacionado con el de Descartes, supone la otra gran alternativa del siglo XVII al concepto de razón. Si en la reflexión cartesiana, como se ha visto, el hombre podía llegar a ser autónomo gracias a la seguridad que le proporcionaba su capacidad para pensar, Hobbes irá más lejos y propondrá una aplicación práctica de esta autonomía. Un poder absoluto para que cada soberano elegido por su pueblo pueda gobernar de manera autónoma en base a la razón y mantener así la paz y el orden social. La pregunta fundamental que preocupaba a los pensadores del fenómeno social durante esta época era: ¿por qué se agrupan los seres humanos? ¿qué les motiva a vivir en sociedad? Las respuestas oscilaban desde el amor o la simpatía natural que el hombre siente hacia sus congéneres, hasta el más puro egoísmo por utilizar los bienes y recursos de los demás. Según Hobbes, la sociedad habría nacido a partir de un contrato acordado entre los hombres en base a la necesidad de evitar la lucha de todos contra todos, que sería el estado natural del ser humano. El hombre era concebido así como un ser malo por naturaleza, una especie de lobo para el hombre (homo homini lupus). Situación lamentable que sólo la razón podía cambiar. Por tanto, el raciocinio humano debería ser suficiente para garantizar la convivencia ya que conduciría a la firma de un pacto solemne de unión y a la renuncia de la autonomía personal de cada individuo en beneficio del rey o soberano. La razón humana vendría así, una vez más, a ser sustituta de la fe cristiana ya que ésta habría demostrado ser insuficiente para garantizar la convivencia pacífica del hombre. Independientemente de que Hobbes fuera o no creyente, lo cierto es que su mito fundador sirvió para robarle protagonismo a Dios en la vida social y en ese lugar colocar la razón innata del ser humano. De manera que, en su opinión, el intelecto de los hombres habría sido el impulsor de ese gran gesto institucional: el contrato social. El acuerdo que legitimaría el poder absoluto del gobernante y lo convertiría en el pacto redentor por excelencia de la humanidad. Este mito laico, sustentado en la creencia de que las personas ya no necesitaban a Dios para vivir en comunidad, brotó con fuerza durante el siglo XVII y se ha venido manteniendo activo hasta la actualidad. Ahora bien, ¿qué ideas habrían dado lugar a tal contrato? ¿dónde podría situarse el origen de este mito fundador de Hobbes? LA ÉTICA DEL TRABAJO Algunos sociólogos opinan que la historia del contrato social hunde sus raíces en la visión protestante acerca del sacrificio de Abraham (Claval, P., Els mites fundadors de les ciències socials, Herder, Barcelona, 1991: 70). Los reformadores aceptaron la doctrina bíblica de que el Creador no sólo había formado al hombre del polvo de la tierra, sino que además había establecido con él un primer pacto que le garantizaba la vida eterna si elegía permanecer dependiendo de Dios. No obstante, a pesar de que la caída supuso la ruptura de este pacto primigenio, ya que el ser humano prefirió la autonomía personal a la dependencia del Señor, Dios no renunció a su criatura. Otra vez tomó la iniciativa y estableció una nueva alianza con el hombre. Según el relato bíblico (Gn. 17), Dios hizo otro pacto con el patriarca de Ur y le prometió una enorme descendencia así como una tierra rica para que la habitara. Sin embargo, Jehová quiso probar la fe de su siervo y le pidió que sacrificara a su hijo Isaac. Al comprobar que Abraham estaba dispuesto a llevar a cabo tan difícil petición, lo premió renunciando al sacrificio (Gn. 22:1-19). La conclusión es que la fe sincera siempre tiene motivos para la esperanza. La importancia de esta nueva alianza del Antiguo Testamento será fundamental para la Reforma ya que vendrá a confirmar que lo que Dios demanda del ser humano es, por encima de todo, la sinceridad de su fe. Esta creencia del mundo protestante es la que ha marcado tantas diferencias con los países de tradición católica. De la importancia de la fe no se sigue, como en ocasiones se ha dicho, la infravaloración de las obras. Es verdad que, como escribe Isaías, “nuestras justicias son como trapo de inmundicia” si es que mediante ellas se pretende ganar la vida eterna. Pero también es cierto que “la fe, si no tiene obras, está muerta en sí misma” (Stg. 2:17). El valor de las obras del hombre, según la teología de la Reforma, queda restaurado y confirmado por la doctrina de la alianza. Dios se complace en que sus hijos desarrollen los dones que poseen. El trabajo no es una maldición o un castigo sino la oportunidad para colaborar con el Creador en la restauración del mundo caído. Como escribe Max Weber: “Es evidente que en la palabra alemana “profesión” (Beruf), como quizá más claramente aún en la inglesa calling, hay cuando menos una reminiscencia religiosa: la idea de una misión impuesta por Dios... Siguiendo la génesis histórica de la palabra a través de las distintas lenguas, se ve en primer término que los pueblos preponderantemente católicos carecen de una expresión coloreada con ese matiz religioso..., mientras que existe en todos los pueblos de mayoría protestante” (Weber, M., La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Península, Barcelona,1995: 81). El sentido casi sagrado del concepto de trabajo que siempre tuvieron los pueblos de tradición protestante contrasta con la ética católica al respecto. Tomás de Aquino, por ejemplo, veía las profesiones manuales como algo que pertenecía al orden material y por tanto merecía poca consideración. Lo importante era para él superar todo lo material o terreno mediante la ascesis monástica y la vida contemplativa. Sin embargo, Lutero se fue distanciando poco a poco de esta interpretación hasta llegar a concebir la idea de profesión como el cumplimiento de los deberes que todo cristiano tiene que realizar para agradar a Dios. El trabajo dejó de verse como una condena para entenderse como un don divino. De hecho, Dios puso a Adán en el jardín de Edén “para que lo cultivara y lo cuidara” (Gn. 2:15), aún antes de la caída. El texto bíblico concibe el trabajo como una exigencia divina positiva que sirve para realizar al ser humano y nunca como consecuencia de la maldición primigenia. REPERCUSIONES POLÍTICAS Es evidente que la teología protestante de la alianza, desarrollada entre 1610 y 1630 en base al redescubrimiento del pacto de Dios con Abraham, tuvo también sus repercusiones políticas. El antiguo contrato veterotestamentario implicaba un vínculo entre los hombres y el Creador que, de alguna manera, explicaba el origen de la sociedad. Por medio de este contrato divino y humano podía comprenderse la voluntad de Dios para el mundo. La vida social era entendida así desde la lógica de la fe. Pero en su origen, el pacto entre Dios y los seres humanos demostraba una profunda desigualdad. El Creador era, por definición, todopoderoso mientras que el hombre siempre fue un ser débil. No obstante, esta enorme diferencia desaparecía si se miraba sólo desde la perspectiva de los descendientes de Abraham. Entre tales criaturas, que llegarían a ser tan numerosas como “las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar” (Gn. 22: 17), sí existía una extraordinaria semejanza. Todos los descendientes de Abraham eran esencialmente iguales entre ellos. Por tanto, en el mundo protestante la nueva sociedad será considerada como fundamentalmente igualitaria. Dios había pactado con el hombre y permanecía siempre comprometido con él a lo largo de la historia, pero le concedía espacio para la libertad. El ser humano a partir de la fe en Jesucristo, el Hijo de Dios que decidió hermanarse con la humanidad, era libre para actuar racionalmente en el mundo. Esta nueva manera de fundamentar las relaciones sociales en la igualdad entre las personas, fue absolutamente revolucionaria para la época. Hasta entonces predominaban las ideas que hacían acepción de personas. Tanto las religiones orientales como el catolicismo medieval venían considerando a los príncipes como individuos diferentes, poseedores de un prestigio casi místico. Hombres con destino especial que eran portadores de una misión divina, la de organizar la sociedad y conducir al pueblo en justicia. El rey era una especie de mediador entre Dios y los hombres. Un ser impuesto por el Creador, perteneciente a la casta sacerdotal privilegiada y superior al resto de los mortales. Había aquí una clara discriminación entre gobernante y gobernados. Sin embargo, con la Reforma protestante todas estas concepciones se vinieron abajo ya que, mediante la doctrina de la alianza, se promovió una nueva filosofía social que eliminaría todas las diferencias entre las personas. La crisis desencadenada por las creencias reformadas afectó directamente al papel de los gobernantes, ¿cómo un príncipe que era representante de Dios podía ser cómplice de los errores de Roma? Estas cuestiones bullían en la mente de Hobbes y afloraron frecuentemente en su Leviatán. Puede afirmarse, en este sentido, que las ciencias sociales modernas aparecieron de la reflexión protestante acerca de la caída, el pecado y la redención. Sin embargo, el mito hobbesiano del contrato social supuso un paso atrás en los logros de la Reforma porque, como se verá, negaba la libertad humana así como la igualdad de todos los hombres y proponía una sociedad jerárquica dirigida por un soberano que, incluso aunque actuara de manera autoritaria, nunca podía ser sustituido.

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