Lucas, un modelo de escritor

En todas las vocaciones intervienen dos elementos: el llamado y el aprendizaje […]

25 DE JUNIO DE 2011 · 22:00

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El llamado nace de una disposición innata que nos otorga, en proporciones variables, la capacidad de hacer las cosas. Además, nos da el goce de consagrarnos a aquello que amamos. El llamado es interior y puede ser instantáneo o paulatino; apenas se manifiesta, deja de ser una revelación, es decir, el descubrimiento de una afición oculta, para convertirse en una imperiosa invitación a hacer. La palabra central, el corazón del llamado, no es el conocer sino el hacer. Octavio Paz Para Ivonne, Marco y Tael, escritores en ciernes El autor del tercer Evangelio, Lucas, es un gran escritor. Quien aspire a practicar el oficio de escribir hará bien si estudia detenidamente la obra lucana, su Evangelio y el libro de Los Hechos, para seguir sus pasos en cómo investigar y después sentarse a redactar con el objetivo de comunicar a sus lectores implícitos una historia con efectos interpeladores. Es decir, desarrollar la vocación y oficio de escritor con la esperanza de que los posibles lectores consideren reorientar sus vidas. Los primeros cuatro versículos del Evangelio de Lucas son una declaración de principios de un escritor íntimamente identificado con la génesis y resultado de largas jornadas de arduo trabajo. El autor subraya que “muchos han intentado hacer un relato de las cosas que se han cumplido entre nosotros” (como traduce la Nueva Versión Internacional). Sí muchos, tal vez, se propusieron plasmar por escrito lo que atestiguaron, lo que les movió el corazón, lo que les transformó radicalmente la vida… pero no lo hicieron. En tiempos de Lucas, y hoy, en la comunidad cristiana, hubo y hay personas con capacidades para sentarse a escribir, con talentos para capturar en párrafos las experiencias y saberes de una colectividad. Tal vez hasta han detallado los entre telones de la posible obra a sus cercanos. Posiblemente hicieron apuntes y bosquejos. Quizás entrevistaron a testigos presenciales y consultaron bibliografía. Pero ahí se quedaron y no se sentaron a escribir. Uno puede conversar con una o más personas recostado, caminando, haciendo ejercicio. Escribir es otra cosa, hay que sentarse para hacerlo. No conozco a escritor alguno que redacte de pie. El hecho de tener que sentarse implica hacerse tiempo para realizar la actividad de escribir. Pasa el tiempo y el escritor de antaño, ante el pergamino o el papiro, se detenía con la mirada en algún lugar indeterminado porque no encontraba las palabras para verter lo que en su mente parecía tener en claro. El escritor contemporáneo experimenta esa misma soledad, solamente que los instrumentos de escritura han cambiado drásticamente. Hoy en la pantalla de la computadora, el ordenador le llaman en España, el cursor parpadea, aparece y desparece incesantemente, mientras quien teclea se incomoda porque el escrito no fluye. Estoy convencido que muchas más personas de las que pensamos, en las iglesias cristianas, tienen el llamado para escribir. Pero que al igual que con otros llamados a practicarse en las comunidades de fe, los convocados rehúyen cumplir con su tarea arguyendo distintas excusas. Sentarse a escribir conlleva disciplina, disposición a querer aprender el manejo de las herramientas con las que el escritor(a) debe moldear la materia prima de los datos y situaciones de lo investigado. La principal herramienta del escritor y la escritora es el lenguaje. Hay que saber nombrar las cosas y seres para que los demás sepan a que nos estamos refiriendo, y si no lo saben, para estimularles a enriquecer su vocabulario personal con palabras que antes les eran desconocidas. La destreza en el manejo de esa herramienta, el constante descubrimiento de nuevos usos de ella, debe resultar en el acrecentamiento de los horizontes de quien escribe. Porque ya lo dijo certeramente Ludwig Wittgenstein: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.[1] Por cierto que el lenguaje utilizado por Lucas es el más literario del Nuevo Testamente, más o a la par que la forma de expresarse por quien escribió la carta a Los Hebreos. “El vocabulario del autor, y su capacidad en el manejo de las artes retórica y narrativa, revelan un sentido intencionalmente educativo”.[2] La parte final del versículo 1 del capítulo inicial del Evangelio de Lucas menciona que el escritor se ocupará de “las cosas que se han cumplido” (o de las “cosas que han sido ciertísimas”, como leemos en la Reina-Valera 1960). Lucas no da lugar a alucinaciones, leyendas piadosas. No, su materia de trabajo es lo que múltiples testigos presenciaron. Sobre el uso de las fuentes informativas Lucas demuestra su maestría como investigador. Echó mano de los recursos a su alcance. Tuvo que viajar largas jornadas para consultar detenidamente los “archivos” vivientes y escritos que le ayudasen a escribir la historia de Jesús y sus discípulos y discípulas. Debió tomar cuidadosamente notas para, ya en proceso de redacción, mencionar lugares, climas y descripciones de los pueblos y ciudades. La acuciosidad de Lucas, el uso extensivo e intensivo de sus fuentes de información, la variedad de las mismas, nos muestran que siguió un plan de investigación. En el proceso cotejó los datos levantados, hizo comparaciones y desechó lo que se alejaba del conjunto hacia donde señalaba el grueso de los testimonios. Todo lo anterior para nada está en contradicción con la inspiración del Espíritu Santo que tuvo el evangelista en la escritura de su obra. Investigar y viajar en los tiempos de Lucas era muy costoso y agotador. No obstante, el estudio cuidadoso del Evangelio por él producido, muestra consultas a fuentes orales y escritas. “La mayoría de los exégetas defiende la existencia de cuatro fuentes básicas. Entre ellas […] el evangelio de Marcos […] a lo que habría que añadir los dichos de la fuente Q. Es éste un texto del que no tenemos ningún manuscrito, (que) carece de material narrativo y se limita a frases y diálogos. Hay que añadir, en tercer lugar, una serie de tradiciones que también conoció Mateo, aunque con algunas variantes, y, por último, todo aquellos que le llegó a Lucas y que no conocieron los otros evangelistas”.[3] Es necesario evitar la tentación de tomar fácilmente la explosión informativa que está a nuestra mano vía Internet. Si en tiempos de Lucas el levantamiento informativo era muy difícil, lo que obstaculizaba las pesquisas, ahora el peligro es la enorme masa de datos que tenemos a nuestro alcance mediante la red computarizada. No son pocos quienes tienen por cierto que si algo está en las redes cibernéticas, entonces necesariamente es verdad. Craso error. La formación del escritor es lenta, y el proceso de leer cotidianamente es insustituible. Es necesario acrecentar el sedimento que nos posibilita aquilatar el peso de lo que se nos presenta como cierto e irrefutable. El crecimiento intelectual continuo abreva del estudio constante, que, a su vez, nos proporciona más y mejores utensilios para cribar la cizaña. Inquirir, investigar infatigablemente, para que el resultado se quede en algún cajón del escritorio y/o en la memoria de la computadora, es vedarles a los posibles lectores un fruto que tal vez deban saborear. Lucas, después, de haber “investigado todo esto con esmero desde su origen” decidió escribir ordenadamente su narración (1:3), y, por así decirlo, publicar la obra. El escritor, la escritora, no escribe para publicar; sino que publica porque escribe. En el mundo evangélico de habla hispana ya existe un buen número de editoriales en las cuales hay la posibilidad de dar a conocer lo trabajado por días, meses o años por los investigadores. Sugiero a quienes desean tener una mejor noción del proceso que va de la investigación de un tema, el siguiente paso que es redactar, cómo presentar el original para su publicación y posibles casas publicadoras, estudiar el libro de Justo González, El ministerio de la palabra escrita.[4] Lucas tuvo muy claro su objetivo. Desde un principio de su ejemplar investigación, y posterior escritura, el evangelista no perdió de mira que deseaba presentarle a Teófilo, y con él a los creyentes y seguidores de Jesús, un cúmulo de evidencias que dieran “plena seguridad de lo que te enseñaron” (1:4). No ocultó su intención educativa, le movía “hacer conocer la verdad” (asphaleia), y profundizar en la instrucción (katechethes)[5] de lo previamente conocido por Teófilo. El escritor cristiano escribe desde la cosmovisión contenida en la Palabra. Por ello, ineludiblemente, tiene que acrecentar su conocimiento de Las Escrituras. El ministerio de escribir es situado, y se hace con el propósito de discernir los tiempos, desbrozar caminos a la justicia y la paz, dar un mensaje de esperanza en medio del extravío, contribuir a promover los valores del Reino, comprender la naturaleza de la misión a que como andantes en el Camino hemos sido llamados.

[1] Citado por Carlos Monsiváis, Lectura y Globalización. Elogio (innecesario) de los libros, Sexto Congreso Nacional de Lectura, 19 de abril de 2004, Bogotá, Colombia, p. 4.
[2]David A. deSilva, An Introduction to the New Testament. Contexts, Methods and Ministry Formation, Inter Varsity Press, Downers Grove, Illinois, 2004, p. 311.
[3] Isabel Gómez, Acebo, Lucas. Guías de lectura del Nuevo Testamento, núm. 3, Editorial Verbo Divino, Estella, Navarra, 2008, p. 15.
[4] AETH-Abingdon Press, Nashville, 2009.
[5] David A. deSilva, Op. cit., p. 309.

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