La idiotez como proceso de selección natural

No sé cuántos de ustedes estarían al corriente de la existencia de unos curiosos premios, los denominados Premios Darwin.

11 DE JUNIO DE 2011 · 22:00

,
Cada año se asignan, cómo no, de forma irónica a aquellos que, con su idiotez, más pueden haber contribuido a la “selección natural” de la especie humana. Sí, sí, han oído bien. Según la filosofía de estos galardones, tenemos mucho que agradecerles a aquellos que, bien por descuidos imperdonables, bien por no hacer uso de su inteligencia adecuadamente, han muerto en un intento inútil por conseguir o demostrar algo, lanzándonos una lección impagable al resto de la especie sobre lo que se debe o no se debe hacer. ¡Como si eso sirviera de algo! A la vista está que no, porque año tras año siguen otorgándolos. Francamente, si aún creemos que como especie venimos dotados de la inapelable capacidad de aprender de los errores de otros, en su cabeza y no en la nuestra, es que todavía no nos conocemos en absoluto. Ese, desde luego, nunca ha sido nuestro fuerte. No lo fue en la antigüedad y tampoco lo es ahora, mal que nos pese reconocerlo. Algunos de los que ostentan el dudoso honor de haber sido galardonados se lo deben a despistes como, por ejemplo, dejar un cigarrillo encendido en un almacén lleno de explosivos, tirarse de un avión para grabar a un paracaidista sin paracaídas o iluminar un depósito de combustibles usando un mechero para comprobar si había o no algún elemento inflamable.En estos casos, un error les cuesta la vida y no intuimos que hubiera ninguna intención de “tentar la suerte” necesariamente en aras de demostrarse algo. En otros casos, sin embargo, la cosa tiene otros tintes, porque lejos de ser errores o despistes, lo que se busca es demostrar algo, por absurdo que sea y por altísimo que sea el coste que se paga a cambio.Desde hacer malabarismos con granadas de mano, o intentar demostrar que el cristal de una ventana era irrompible a partir de tirarse contra él, al último de los “ilustrados” en este sentido, que decidió hacer una apuesta con un amigo para demostrar que era capaz de permanecer durante la noche enterrado en un ataúd bajo tierra. En este último caso, que se ha hecho tristemente famoso esta semana justamente por aparecer muerto a la mañana siguiente, le falló el sistema de ventilación que tenía preparado a los efectos por unas inoportunas lluvias con las que no contaba. El dramático descubrimiento tenía lugar a la mañana siguiente cuando el amigo iba a buscarlo y se lo encontraba muerto en la tumba que, como un juego, habían dispuesto el día anterior. Francamente, historias como estas no tienen ninguna gracia, aunque muchos, por la propia estupidez de los protagonistas no puedan por más que reírse. De hecho la gente se sigue planteando como juegos cosas que son un desafío permanente a la existencia, pero más aún, a quien la sustenta. Justamente en esta semana veía una película española que tiene revolucionados completamente a nuestros adolescentes, “Tres metros sobre el cielo” y en ella aparecen constantemente imágenes que son el fiel reflejo de lo que estamos hablando. Desde luego que la historia de amor entre los protagonistas y el choque entre los dos mundos que representan es parte del atractivo de la película. Pero mucho de lo que mueve la adrenalina del espectador es, sin duda, el riesgo permanente y el ejercicio constante de forzar la maquinaria que tan atractivo resulta a muchos, especialmente a los adolescentes, que son muchas veces los protagonistas de las secciones de sucesos por actos de este tipo. Es cierto que la película hace una cierta reflexión acerca de esto, aunque sea circunstancial, pero no duden ustedes ni por un momento de que, con lo que se están quedando los chicos, a la luz de sus comentarios al respecto, es con lo más superficial de la historia, con el encuentro romántico, pero no sacan conclusiones trascendentes ni mucho menos. Más bien han hecho de la contemplación y participación en el riesgo un disfrute que, sí, de vez en cuando, tiene consecuencias trágicas, pero poco más. Ese es el mensaje. Ese es el drama. Pensar en el poco valor que muchos le dan a la vida, en los altos niveles de aburrimiento y frustración que deben atravesar como para dedicar su existencia a estas cosas y, principalmente, la cantidad de desgracia que traen a las vidas de otros simplemente porque no saben qué hacer con su tiempo es una tragedia de calibre mayor que nos cuesta entender a poco que tengamos un mínimo de inteligencia. Esto es una proporción inversa: cuanto más inteligentes somos, más difícil es de entender, aunque resulte paradójico. Porque, más allá de la propia brillantez práctica o académica con la que vengamos dotados, los protagonistas de estas historias vienen acompañados, por el contrario, de escasísimos niveles de inteligencia para las emociones. Ni por un momento, pareciera, se han sentado a considerar el valor profundo que la vida tiene. Si no al menos el valor que ellos le asignan, que puede ser nulo, al menos el que otros le den, que puede ser bastante mayor. No han sopesado ni mínimamente que la vida que ellos se están jugando de manera tan absurda, otros la quisieran para sí porque luchan hasta la extenuación para no perderla. ¿Qué pensaría sobre esos galardonados con el premio Darwin, por ejemplo, una madre que ve como su hijo pequeño se consume por el cáncer bajo interminables sesiones de quimioterapia?¿O qué alguien que ve que la vida se le escapa porque no termina de llegar ese órgano que necesita para su trasplante? ¿Se atreverían estos premios Darwin a jugársela frente a alguien que da gracias cada día porque ve su vida alargada por gracia en una jornada más que podrá usar para disfrutar de los suyos? La desgracia que con sus actos de aparente “gallardía” traen a los suyos estas personas es un despropósito, sin duda, pero pensando en aquellos que ven cada día como la vida se les va esto es, simplemente, una profunda falta de respeto y no sólo estupidez. Aquí entrará sin duda el famoso y ya tan manido argumento de que cada uno hace con su vida lo que quiere. Pero yo seguiré argumentando hasta la extenuación que cada cosa que hacemos habla de nosotros y de lo que somos y que, con estos actos de aparente (sólo aparente) soberanía sobre nuestra vida y nuestra libertad, pegamos una auténtica y sonora bofetada a los que, queriendo alargar su vida o la de los que quieren por razones absolutamente legítimas, no pueden hacerlo. Lo que decimos con nuestros actos en alardes de superficialidad como los que comentamos, es “A mí la vida que me importa es la mía y hago con ella lo que quiera, hasta jugármela. El significado que tenga para ti la vida es irrelevante”. Lejos está esta actitud de una reflexión profunda acerca de la existencia y viene a poner de manifiesto algo en lo que seguimos tremendamente errados, y es que no somos dueños de nada, pero tampoco de nuestra vida. Nos ha sido dada y de ella tendremos que dar cuenta, nos guste o no, lo creamos o no. En el otro polo de la dimensión está un acto completamente opuesto y lleno de grandeza. No hay nada más apreciado que dar la vida por una buena razón. Algunos se inmolan por causas más que dudosas, en busca de un paraíso personal a costa de otros. Sin embargo, cuando desde los telediarios nos llega la noticia de alguien que, altruistamente, cede su existencia para que otros la disfruten, como pasó recientemente en la tragedia de Lorca cuando una madre libró a sus dos pequeños del aplastamiento amortiguando el impacto con su propio cuerpo, nos conmueve y nos pone ante la realidad de que no todos estaríamos dispuestos a hacer un sacrificio semejante y que, si hay algo digno de alabanza, son este tipo de gestos, que nos reconcilian, sin duda, con la vida aún en medio de la catástrofe. En el texto bíblico se habla abiertamente de este tema: no hay mayor amor que el de aquel que pone la vida por sus amigos (Juan 15:13) Ahora bien (y aquí es donde quiero llevar y dejar la reflexión para que el lector la continúe desde la calma y la quietud): ¿qué decir cuando la vida se entrega por alguien que no es tu amigo, sino tu más profundo y encarnizado enemigo?¿Cómo catalogamos ese gesto por el que quien no hizo pecado se hizo pecado por todos nosotros, para que la culpa y el peso del castigo que habíamos de pagar, que era la muerte misma, no recayera sobre nuestras espaldas? ¿Cómo es posible que se entregue por nosotros Aquel contra quien es la misma ofensa y deuda que se ha de saldar? Si dar la vida por un amigo es el mayor amor posible, ¿cómo llamamos a dar la vida por un enemigo, por todos los enemigos, que fue lo que Cristo mismo hizo en la cruz del Calvario? Para Dios el valor de nuestra vida está tasado tan alto que le mereció la pena entregar a Su Hijo Jesucristo para que tú y yo vivamos eternamente. Nos amó hasta lo sumo a pesar de nuestras rebeliones y lo mostró con un amor que le llevó hasta la muerte misma, la peor muerte posible, una rodeada de dolor, sí, pero también de escarnio, burla y desprecio que tú y yo deberíamos haber sumido y sufrido. La gran pregunta es ¿en cuánto estimamos nosotros nuestra propia vida?¿La entendemos como un regalo de Dios? ¿La vemos como algo de sumo precio por la cual se pagó el precio más alto? ¿O dispondremos de ella como si se tratara de una propiedad más sobre la que tenemos potestad y dominio? Nuestra vida empieza y acaba en Dios. Nada da más sentido de eternidad a nuestra vida que volver a los orígenes, a lo que somos desde la intervención de la mano creadora que nos ha dado el aliento y Su imagen misma, lejos de una pretendida evolución que nada tiene de progreso si en cada paso que damos nos alejamos más y más del dador y sustentador de la existencia. ¿En cuánto taso mi vida? ¿Reflejo con mis actos el valor que tiene? Y principalmente, ¿respondo coherentemente al precio por el que fui comprado?

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El espejo - La idiotez como proceso de selección natural