Niños que leen y Matilda

Para abril, mes de Sant Jordi y del libro (muchos no nos conformamos con un solo día) este año quiero hacer algo especial. No tiene nada de especial que yo hable de libros, lo sé, pero voy a hablar de los mejores de mi colección, de aquellos de los que nunca me desharé y que releeré cada cierto tiempo, ciertas tardes especialmente lluviosas que son mis preferidas. Hoy voy a hablar de niños que leen y de Matilda, de Roald Dahl.

09 DE ABRIL DE 2011 · 22:00

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Porque los que hemos sido lectores desde pequeños tenemos la lectura asociada a cierto tipo de felicidad irremplazable. Leíamos en los rincones hasta que se iba la luz del día, o hasta que alguien nos llamaba para la cena. Leíamos hasta que se nos caían los párpados de sueño. Yo leía detrás de uno de los sofás de la casa de mis abuelos. Pero precisamente escribo esto para lanzar una advertencia: a pesar de todo, hay que desmitificar a los niños que leen. Solo existe una niña prodigio lectora, y se llamaba Matilda, y tampoco era en sí una niña, sino invención a su vez de su creador, Roald Dahl. Pensamos que no puede haber nada mejor que un niño que lee, y es cierto, pero deberíamos ser conscientes de que lo asombroso de verdad ocurre dentro de la cabeza del niño. Nosotros no podemos verlo ni disfrutarlo, y no tiene sentido mitificarlo. La lectura es un placer solitario. Hace unos días salía un reportaje en el periódico de niños a los que no les gustan los videojuegos y prefieren jugar al ajedrez o leer. Los pintaban como algo asombroso, deseable, como ejemplos de niños. Niños con enormes bibliotecas que preferían pasarse el día dentro de ese mundo. Sí, tienen amigos; sí, practican deportes: pero están obsesionados con leer. En ese momento mi propio mito como niña lectora se sintió un poco ofendido: ¿acaso fui yo menos apreciable porque también me pasé muchas tardes jugando con la Nintendo original junto mi hermana? ¡Oh, cómo hecho de menos a Donkey Kong! ¿Fui una niña “peor” porque me pasé varias veces el videojuego de los Pokemon? Leía mucho, y sigo leyendo, pero nadie pensó jamás en considerar los videojuegos como un enemigo. Éramos niños, hacíamos esas cosas, nos divertíamos y no nos importaba con qué. También me sentí menos prodigiosa porque nunca aprendí a jugar al ajedrez. Lo intenté, me sé los movimientos básicos y puedo jugar una partida, pero los ataques, las tácticas y las competiciones me resbalan un poco. Los niños prodigio están sobrevalorados. Además dan miedo. No sé si seré la única que al escucharlos hablar en televisión o en la radio piensa en El pueblo de los malditos, en aquellos niños de piel blanca y ojos rojos con malvadas intenciones.Sé que no todos los niños prodigio son unos psicópatas, pero ante la admiración que muchos adultos profesan por ellos uno se queda con la vaga sensación de que no son niños completos, de que se les ha quedado la infancia en el camino. Les admiramos porque saben hacer cosas que nosotros no hacemos, y además son más pequeños que nosotros. Les admiramos porque saben ser pequeños adultos sin darnos cuenta de que son niños prefabricados, asépticos, pequeños adultos. Ken Robinson, un experto en educación, decía no hace muchos capítulos de Redes que el hecho de tener un coeficiente intelectual alto solamente indicaba que eras muy bueno haciendo test que coeficiente intelectual, y no suponía una verdadera ventaja sobre el resto de personas. La inteligencia no se mide en la capacidad de hacer cosas asombrosas, sino en la capacidad de utilizar al máximo los recursos de los que cada uno dispone. La inteligencia es imposible sin la creatividad, y sin embargo, la idea que tenemos de un niño inteligente no es la de uno que crea historias asombrosas con sus juguetes ni que sabe cómo subirse a un árbol para bajar una pelota. Hay muchos padres en el mundo desarrollado, padres con tiempo y dinero, que buscando lo mejor para sus hijos no dudan en intentar desde la cuna desarrollar todas sus capacidades intelectuales por medio de métodos y técnicas y no se cuestionan que quizá les estén arrancando la infancia a sus niños, que les racionan la creatividad con la intención de desarrollar otras cualidades que ellos consideran más adecuadas para su futuro. Les jalean para que sean diferentes, porque consideran algo exótico que sus hijos no jueguen a videojuegos, o que sean maestros de ajedrez, o que sepan tocar el piano mejor que Mozart. Son niños cuyos padres consideran una pérdida de tiempo que jueguen a ser médicos, príncipes o cazadores de dragones. Carl Honoré presenta un cuadro casi inverosímil en Bajo presión, donde desgrana la obsesión enfermiza de muchos padres por hacer que sus hijos sean grandes máquinas humanas hasta casi extenuarles. La sociedad adora y destaca a estos niños extraordinarios y sus cualidades. Es más fácil querer más a un niño listo. Ya no se admira su inocencia infantil, sino su capacidad para ser adultos antes de tiempo. No hay nada más asombroso que un niño que lee, el problema está en el adulto que le anima a que no haga otra cosa. Pasarse doce horas al día leyendo, ausentes del mundo, no es bueno para nadie. Quizá sea un síntoma de que algo va mal en el mundo real y es mucho más cómodo convertirse en espectador de otros mundos. La Matilda de Roald Dahl se pasaba el día leyendo porque sus padres eran odiosos.Eran unos auténticos estúpidos como solamente Roald Dahl sabía describirlos a la perfección: egoístas, incultos, crédulos, maleducados. Matilda se sentía despreciada y aprendió a leer como válvula de escape. Pero Dahl no es como estos padres obcecados. Dahl ha sabido mejor que nadie radiografiar el alma de los niños; y, lo que es más curioso, eso nos ha ayudado a muchos a comprendernos mejor a nosotros mismos.Porque, ¿quién ha dejado de sentirse como un niño? ¿Quién vive obsesionado por la responsabilidad y la obligación hasta el punto de no permitirse ni un poco de sana diversión de vez en cuando? Al propio Jesús no le caía bien la gente así. Merece la pena pararnos un rato y volvernos de nuevo como niños y recordar que la inocencia y la curiosidad son cosas que nunca se deberían de perder. —¿Quién te ha enseñado a leer, Matilda? —preguntó. —He aprendido sola, señorita Honey. —¿Y has leído libros tú sola? Me refiero a libros para niños. —He leído todos los de la biblioteca pública de la calle Mayor, señorita Honey. —¿Te gustaron? —Desde luego, me gustaron muchos de ellos —dijo Matilda—, pero otros los encontré insulsos. —Dime uno que te haya gustado. —Me gustó “El león, la bruja y el armario” —dijo Matilda—. Creo que C. S. Lewis es un escritor muy bueno, pero tiene un defecto. En sus libros no hay pasajes cómicos. —En eso tienes razón —dijo la señorita Honey. —Tampoco hay pasajes cómicos en los de Tolkien. —¿Crees que todos los libros para niños deben tener pasajes cómicos? —preguntó la señorita Honey. —Sí —dijo Matilda—. Los niños no son tan serios como las personas mayores y les gusta reírse. (Matilda, de Roald Dahl, 1988)

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