Código secreto y leer los labios

Durante los siglos XVIII y XIX se instalaron en los márgenes del río Llobregat (Barcelona) un buen número de colonias textiles por la facilidad de generar energía eléctrica en los distintos saltos de agua. Hoy ha desaparecido casi del todo su actividad industrial, se encuentran abandonadas y sólo alguna subsiste como pieza de museo.

05 DE JULIO DE 2008 · 22:00

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La zona residencial con la mansión del amo y la casa del director de la colonia se distinguía con claridad de los pisos de los trabajadores; más humildes y asignados en función de su categoría profesional y el número de componentes de la familia. El corazón del sector productivo era la turbina junto al salto de agua y adosada a las instalaciones fabriles con sus naves llenas de telares. En el propio recinto se encontraba el colmado, la pescadería y la carnicería, un café-bar, un teatro, duchas y baños públicos también diferenciados por categorías, y hasta una escuela primaria. En ella los niños y niñas recibían la formación imprescindible para incorporarse a la vida laboral en la misma colonia cuando fueran mayores. Todo ello financiado y explotado por el amo. Destacaba la iglesia con cura a sueldo de la empresa. No podía faltar una oficina bancaria. Cada familia tenía asignado un pequeño huerto que cultivaban en el escaso tiempo que les dejaban las jornadas laborales desproporcionadamente largas. El conjunto era un mundo reducido y cerrado en si mismo que acogía a familias enteras procedentes del campo ya que las de origen urbano no eran tan dóciles. Su contrato laboral estaba unido al del alquiler de la vivienda. La vida estaba presidida por un espíritu paternalista donde al amo era el dueño absoluto o casi absoluto que actuaba como guía económico y moral de su comunidad de obreros. El patrón controlaba todo, desde el grupo de teatro hasta el equipo deportivo pasando por la asistencia a la misa dominical de sus trabajadores. Estaba en manos del dueño no sólo el puesto de trabajo sino también la vivienda de la familia. Los obreros de los telares inventaban códigos secretos con disimulados gestos y desarrollaban la habilidad de leer los labios del otro. Así se comunicaban de un extremo a otro de la nave en medio del ruido ensordecedor y eludían el control de los capataces. Pocas palabras aunque muchas cosas que decirse. Hoy oímos muchas palabras pero muy poco mensaje. En cualquier caso, cuando hay algo que contar y ganas de hacerlo siempre se encuentra la manera más adecuada.

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