Lorca, entre el tiempo y la eternidad

Federico García Lorca tenía 38 años cuando le mataron un 17 de agosto, hace 75 años.

13 DE AGOSTO DE 2011 · 22:00

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Reúno hoy, en estos tres cuartos de siglo transcurridos, unas ideas sobre el concepto que merecía a García Lorca el tiempo y la eternidad. En “Así que pasen cinco años”, que tiene como subtítulo “Leyenda del tiempo”, el poeta, entre risas de cristal y seriedad de muerte nos dice que el tiempo no es más que un ligero movimiento de los cielos que tiene por misión recoger con apresuramiento el ovillo de nuestra vida. La vida y las cosas pasan ante nuestros ojos con velocidades de siglos. El viejo de chaqué gris y barbas blancas dice al joven de pijama azul en el primer acto:
“Cambian más las cosas que tenemos delante de los ojos que las que viven sin distancia debajo de la frente. El agua que viene por el río es completamente distinta de la que se va...”
Esta vida que pasa como sombra, este tiempo breve de existencia que en la tierra todos tenemos, estos continuos latidos del corazón que siguen imperturbables su marcha como lágrimas de río, constituyen un tormento para el alma del hombre que nada espera tras el último suspiro. Y para no pensar en el minuto último prefiere soñar, ilusionarse, imaginar finales imposibles. Otra vez el viejo: “Hay que volar de una cosa a otra hasta perderse. Si ella tiene quince años, puede tener quince cielos. Están las cosas más vivas dentro que ahí fuera, expuestas al aire o a la muerte. Por eso vamos a... a no ir.... o a esperar. Porque lo otro es morirse ahora mismo, y es más hermoso pensar que todavía mañana veremos los cien cuernos de oro con que levanta a las nubes el sol.” El tiempo, insobornable, deja sus huellas en la vida y en las cosas. Se lleva cada día un hilo de nuestra respiración, un hálito de nuestra alma, una flor de nuestro rostro. Dice el poeta:
“Atrás se queda todo quieto; ¿cómo es posible que lo sepa usted? No hay más que ir despertando suavemente las cosas. En cambio, dentro de cuatro o cinco años existe un pozo en el que caeremos todos.”
¿Qué hay más allá de ese pozo? ¿Qué nos espera al otro lado del abismo cuando el tiempo para nosotros destinado haya gastado su cuerda de vida? ¿Qué pasará cuando, como al joven, la vida se nos escape por las pupilas, moje la comisura de nuestros labios y tiña de azul la pechera del frac? García Lorca deja a su protagonista en el fondo del pozo, bajo la tierra húmeda, sin esperanza de vida celeste. En el último acto, agonizante, con un tiro en el corazón, el joven se lamenta:
“Lo he perdido todo...” Mientras que el eco, burlón, repite en sus oídos: “Lo he perdido todo...”
¿Creía esto García Lorca? ¿Era el autor tan pesimista como sus personajes? Al poeta granadino le tocó vivir en una generación de intelectuales que no destacaban precisamente por su espiritualidad religiosa. En su celebrado “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”, elegía dividida en cuatro partes, la muerte lo invade todo con su embestida de fiera. Un sentimiento de frustración, de angustia, de nada, corre por todo el poema. La muerte se presenta como algo terrible y fatal porque está ausente la seguridad cristiana de la inmortalidad. Ya en la primera parte del poema se advierte la victoria de la muerte con insistencia obsesionante, con ese repetido “a las cinco en punto de la tarde”, que termina ensombreciéndolo todo: “¡Eran las cinco en sombras de la tarde!” En el canto a la sangre vertida del torero, éste “sube por las gradas con toda su muerte a cuestas”. Aquí el héroe se hace mito. La sangre fluye de su cuerpo “para formar un charco de agonía junto al Guadalquivir de las estrellas”. Abundan los lamentos pesimistas: “Ya se acabó”, “ya duermen sin fin”, “estamos con un cuerpo presente que se esfuma”, culminando con un grito de suprema expresión fatalista: “¡También se muere el mar!” En la última parte del canto, que el poeta titula “alma ausente”, insiste repetidamente en un verso que es la negación rotunda de aquellas palabras consoladoras de Jesús: “El que cree en mí, aunque esté muerto vivirá.” Lorca dice a su héroe: “Te has muerto para siempre.” Y este “para siempre” adquiere en esta estrofa un lamentable sentido de incredulidad, de desconfianza en el más allá. La doctrina del más negro materialismo, con su reducción del hombre a polvo, ceniza y nada, aparece en estos versos expresivos:
“Porque te has muerto para siempre, como todos los muertos de la Tierra, como todos los muertos que se olvidan, en un montón de perros apagados.”
Aquí se refleja un García Lorca desorientado, sin ideas fijas, náufrago sobre las playas del espíritu. No tiene una convicción arraigada acerca del origen y destino del hombre; no ha encontrado a la vida su verdadero objetivo; el más allá no pasa de ser un enorme punto de interrogación en la inmensidad de la Naturaleza; y si hay otra vida, de lo que no está seguro, espera alcanzarla por su propia bondad. No es esto lo que dice la Biblia. El libro sagrado afirma rotundamente que venimos de Dios y a Él vamos. “Él nos hizo -dice el salmista-, y no nosotros a nosotros mismos” (Salmo 100:3). “Y después de deshecha esta mi piel -añade Job- aún he de ver en mi carne a Dios; al cual yo tengo que ver por mí, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mis riñones se consuman dentro de mí” (Job 19:26-27). Dios nos ha creado “para alabanza de la gloria de su gracia” (Efesios 1:6). Para el hombre de fe la vida tiene unos objetivos bien concretos, ampliamente definidos. Hay una razón de ser cuando se espera en Dios. Se vive una existencia superior, ennoblecida y alentada por ideales de fe y de amor. El tiempo adquiere su justo significado. Consciente de la brevedad de la vida, el hombre de fe ora diciendo: “Enséñanos de tal modo a contar nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría” (Salmo 90:12). Sabe que la eternidad no es una panacea para dormir las mentes, sino una realidad declarada por el mismo Señor Jesús cuando dijo a los suyos: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay; de otra manera, os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros” (Juan 14:2). Y a esta morada eterna no llegamos por nuestros propios méritos, sino por la misericordia de Dios, como lo afirma san Pablo: “... No por obras de justicia que nosotros habíamos hecho, mas por su misericordia nos salvó, por el lavamiento de la regeneración y de la renovación del Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador” (Tito 3:5-6).

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