Los dioses

El sol resplandecía, volviendo diáfano el horizonte hasta lo último de la profundidad del gran mar. Lotmi gritó al avistar una ingente montaña flotante que se dirigía hacia nosotros. No tardamos en rodearle y quedar boquiabiertas. Árboles extraños y un tejido blanco cubrían la ladera de la montaña que crecía por momentos. Nos precipitamos los tres a la playa, en un inútil intento de detener el impacto, con nuestras manos, en un exceso de imprudencia. Pero no hubo choque alguno, la montaña frenó

06 DE NOVIEMBRE DE 2010 · 23:00

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Entonces le vi, asomado a la parte delantera, con su rostro blanco y cubierto de vello alrededor de la boca. - ¡Es un dios! – grité.- ¡El dios montaña! ¡Adorémosle! Hincamos las rodillas en tierra y observamos cómo varios dioses descendían de la montaña y subían a una barca, similar aún a las nuestras, llegando a remo hasta la orilla. Agachamos las cabezas temerosos, incapaces de ver el fulgor de sus pieles de leche. Hablaban en un dialecto extraño, muy alto, muy rápido. Pasaron varios minutos hasta que me atreví a alzar de nuevo la vista. El gran dios, al que habíamos conocido aún en la montaña, estaba unido a una especie de animal, siendo ambos una sola carne. El animal, de cuatro patas, resoplaba y su melena larga se movía revoltosa. El pecho y la cabeza de todos ellos resplandecían con el sol, de color grisáceo y apariencia dura, como un caparazón indestructible. - Son dioses-tortuga.- Susurró Lotmi tendido a mi lado.- Varios se han ido al otro extremo de la playa ¿Qué buscarán? Ojala se queden entre nosotros y traigan con ellos buenas cosechas. En aquel instante, Padre regresó de la caza, estaba atónito. Su gran tocado de plumas llamó la atención de los dioses, que se aproximaron a él con su idioma incomprensible. - Gran jefe.- Exclamó Amancaya.- Los dioses-tortuga han llegado en su montaña flotante pero no podemos entendernos con ellos. - ¿Cómo sabéis que son dioses? – Preguntó Padre.- ¿Han hecho alguna señal o prodigio? - No, gran jefe.- Respondió Lotmi.- Pero mire su piel, y la melena que les encuadra la boca. ¡Y aquel que está lejos! ¡Tiene seis patas, es mitad hombre y mitad bestia! - Sed prudentes. Permaneced alerta.

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Una semana después, los dioses-tortuga se habían apoderado de todo. Enseguida descubrimos que el Gran dios no estaba unido a aquel animal, sino que simplemente montaba en él para desplazarse más rápido. Las bestias ingentes descansaban atadas a un árbol, demasiado dóciles. Los dioses no pedían permiso ni respetaban la autoridad de Padre. Eligieron varias cabañas del poblado y durmieron en ellas, cogiendo la comida a su antojo y haciendo expediciones a lo profundo de la isla durante horas. - Ya es hora de que se sometan.- Exclamó Padre a viva voz.- Sacad las armas. Aquella semana de observación no había servido sino para constatar lo peligroso de sus intenciones. Uno de los dioses-tortuga trató de abusar de Amancaya, tan solo le frenó el grito de su Gran dios que volvía de la espesura de la selva. - La próxima vez logrará herirnos.- Arengaba Padre.- Es un error que nos crean sumisos. Deben abandonar esta tierra, a la que no les invitamos, y que es nuestra. ¡A por ellos! Padre fue apresado, y la sangre de la mayoría de nuestros hombres tiñó enseguida la tierra seca. Sollozando acarreamos al menos treinta cadáveres. En cambio, los dioses-tortuga, apenas sufrieron rasguños en sus rostros pues nuestras flechas rebotaban en el duro caparazón y no alcanzaban sus cuerpos. Esquivaban nuestros proyectiles, otrora letales, entre grandes risotadas. Desde entonces nada fue igual. Su furia fue desatada y nosotras, indefensas, esperábamos el momento en que la lascivia de sus miradas se tornase en intromisiones nocturnas. De la montaña flotante bajaron barriles de un líquido rojo que les embrujaba y les hacía reír, embrutecerse. Pero el Gran dios solo les toleraba tomar aquel brebaje por la noche, pues muy pronto de mañana reanudaban sus excursiones. Nos hicieron entregar cuanto adorno amarillo y reluciente hubiera en nuestro poder.

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- Padre, ¿estás bien? Tus heridas tienen cada vez peor aspecto.- Lloraba yo sobre su cuerpo maniatado, sin esperanza. - Hija, lo he estado pensando y necesito pedirte un favor. Es algo que me quema las entrañas. La justicia es lo único que me movería a hacerte semejante suposición. Es por nuestro pueblo, es… - Dígalo ya, Padre. Estoy para servirle a usted y a los nuestros. No tengo nada más, no soy nada más. - He visto que el Gran dios te observa continuamente. Él desea tu cuerpo… - Padre comenzó a llorar. Le puse la mano en el hombro y asentí.- Solo entrarás en la cabaña con él, de noche. Si averiguas sobre su caparazón, se lo arrancas y lo traes, lo analizaremos y podremos acabar con sus abusos. No hay otra alternativa… - No llore Padre, no llore más.

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La hoguera iluminaba el centro del poblado, desdibujando en sombras las siluetas. Los dioses-tortuga, arremolinados, llevaban bebiendo su pócima desde hacía más de una hora. Me acerqué sigilosa, tratando de contener mi temblor. Uno de ellos advirtió mi presencia y se incorporó rápidamente, asustado. Blandió su arma y colocó el filo a pocos centímetros de mi rostro. Con una mirada de desprecio retiré la hoja cortante y caminé los cinco escasos pasos que me separaban del gran Dios. Los demás, somnolientos, me observaban estupefactos. Adorné la cadencia de mis caderas con una media sonrisa, emulando el deseo. Llegué a él y me arrodillé tras su espalda, colocando mis manos en sus hombros y mi cabeza cerca de su oído. - Llévame a tu choza.- Susurré cariñosa. Él me observó, tratando de hallar en mis ojos el motivo de su desconfianza. Era un ser hermoso, grande. Sus manos fuertes me asieron de los brazos y exclamó algo, rotundo y oscuro, que no alcancé a descifrar. Aún sin soltarme, me llevó a su choza. Tambaleante, se dejó caer en el catre. Me hizo un gesto para que me acercase a él y yaciese a su lado. Saqué de mi atado una bolsa de frutos silvestres y me acerqué para dárselos a comer, casi a gatas, ronroneante. Él me hizo probar antes dos frutos, receloso, aún sin explicarse mi cambio de actitud, esperó unos segundos y comprobó mi reacción. Nada. Procedió entonces a dejarse alimentar. Reía con los ojos cerrados, abría la boca y me acariciaba el pelo con la mano derecha, sujetando con la izquierda su cabeza vencida. Yo trataba de alargar el tiempo cantándole canciones de cuna, como aquellas con las que Madre nos deleitaba en las noches de lluvia. Pero se hastió de la fruta y el cántico y me atrajo con fuerza desde la nuca, hasta encontrar sus labios con los míos. Contuve la respiración, era extremadamente enérgico. Si no hacía efecto la poción de Padre, no podría defenderme. Si no hacía efecto, estaba sencillamente a su merced. “Me sigue besando, sus manos me buscan. Unté bien las frutas, lo sé. Yo soy inmune, aprendí hace mucho a serlo. Pero ¿Y él? Me ha quitado el corpiño, ¿Por qué no cae rendido? Masculla palabras dulces que me repugnan. Trato de esquivarle pero me tiene inmovilizada. Busca la forma de desatar mi falda, me abraza como un naufrago a la tabla que le salvará la vida. El vello de su cara es una suerte de telar áspero, me lo restriega contra las mejillas. Voy a gritar, si no hace efecto, voy a gritar. La pócima, la maldita pócima en la que bañé cada fruta. Voy a gritar, en dos segundos más, aunque me mate.” Cayó fulminado a mis pies. Me cubrí el pecho presurosa, aunque el único que podía verme ya había cerrado los ojos, tal vez para siempre. Aún le habían faltado tres lazos de la falda, me até los desanudados con dificultad. El temblor de las manos aún me acompañaba y entorpecía mis movimientos. Mi piel olía a su saliva. Sí hizo efecto, había caído, al fin. Examiné su caparazón, era metalizado, rígido. Ahí atrás, en su nuca, hallé unas cintas que lo sujetaban. Tal vez no era parte de su cuerpo, era… una especie de vestido. Lo solté y comprobé su pecho como el nuestro, blando y a merced de cualquier flecha. No era un dios, no era una tortuga. Era solo un hombre blanco disfrazado de poder y sediento de dominio. Padre lloraría, pero aquella vez de alegría.

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Se fueron de nuestra isla, los pocos que quedaron y a los que Padre perdonó la vida. La montaña reanudó su marcha con su haz blanco y se alejó, perdiéndose en los confines del mar. - Hija, la historia de nuestro pueblo no olvidará tu valentía. - ¿Volverán? – Pregunté aún mirando el horizonte. - Sed prudentes. Permaneced alerta.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Ojo de pez - Los dioses