Solteros sin fronteras

El Papa acaba de reafirmar el valor del celibato sacerdotal obligatorio como parte de la «tradición católica». Un principio incuestionable para la Iglesia de Roma, que merece el mayor de los respetos en cuanto a su libertad para decidir, pero contrario a lo que enseña la Biblia.

20 DE NOVIEMBRE DE 2006 · 23:00

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En primer lugar, vaya por delante el total derecho de la Iglesia católico-romana a legislar o poner normas a quienes quieran seguirlas. Vivimos un tiempo en el que prohibir algo está mal por el simple hecho de prohibirlo. Y en cualquier elección importante de la vida que hacemos está incluida una renuncia o prohibición que aceptamos tácitamente. Allá pues el Vaticano con sus decisiones y quienes libremente quieran aceptarlas. Pero otro aspecto que sí nos atañe es lo que vierten estas decisiones en la imagen y conceptos en torno a Dios, la sexualidad y la espiritualidad, y el choque de estos valores con los que ofrece la Biblia. ESPIRITUALIDAD Y SEXO Prohibir el matrimonio a quien quiere servir a Dios es considerar que la abstención de la sexualidad supone un bien o una mayor calidad de vida espiritual, y que por lo tanto el sexo es un lastre, cuando no algo negativo justificado sólo para la procreación. Nada más alejado de la realidad del relato bíblico. Desde Sara que exclama “¿Después que he envejecido tendré deleite?” al anunciarle Dios que concebirá un hijo de Abraham (Génesis 18:12), hasta el Cantar de los Cantares en su voluptuosidad y erotismo; se expresa en el Antiguo Testamento bien a las claras que el sexo es un invento de Dios, y que va unido al placer y la pasión, siendo un fuerte vínculo (que no el único, ni el principal) entre el hombre y la mujer, junto al afecto y el amor altruista por el otro. Lo único que establece el “manual de instrucciones” (la Biblia) en cuanto a las relaciones sexuales es que su adecuado funcionamiento –es decir la norma o moral para el que fueron creadas- se produce entre el hombre y la mujer dentro del matrimonio, sin ninguna otra traba. Es más, en el Nuevo Testamento se expresa como norma para el obispado que sea “marido de una sola mujer” (1 Ti 3:2, Tit 1:6), con lo que ir más allá de esto es imponer lo que la Biblia no impone. Y no reconocer lo que literal y claramente se pone en estos textos es cerrar los ojos a la evidencia. De hecho, esta «tradición católica» es bastante tardía, y no es estableció como norma legislada hasta el Segundo Concilio Lateranense en 1139 bajo el pontificado del Papa Inocencio II. Dicho todo lo cual, cada creyente es libre para decidir casarse o no casarse si así lo ve conveniente para su vida y su compromiso cristiano. No por intentar ser mejor cristiano casándose o dejando de hacerlo, sino por las razones de otra índole que le lleven a esta decisión.

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