Los cipreses creen en Dios

Todo aquello que los humanos no pueden hacer, lo sigue realizando el Creador cada día.

04 DE ABRIL DE 2019 · 20:05

Los cipreses crecen abundantemente al norte de Galilea (Israel). Al fondo, pueden distinguirse entre la neblina las nieves perpetuas del monte Hermón. / Antonio Cruz.,
Los cipreses crecen abundantemente al norte de Galilea (Israel). Al fondo, pueden distinguirse entre la neblina las nieves perpetuas del monte Hermón. / Antonio Cruz.

Allí las aves hacen sus nidos; en los cipreses tienen su hogar las cigüeñas.  (Sal. 104:17) 

La palabra hebrea berosh, בְּרוֹשׁ, es difícil de interpretar.

La versión griega de los LXX la tradujo de diversas maneras: pitys, πίτυς; kyparissos, κυπαρίσσος; kedros, κέδρος y xyla Dibanu, ξύλα Διβάνου. Mientras que la Vulgata latina lo hizo como: abies y cupressis, términos que corresponden respectivamente al abeto y al ciprés.

No obstante, lo más probable es que el término hebreo berosh se refiera al ciprés mediterráneo (Cupressus sempervirens), una conífera de hoja perenne, perteneciente a la familia de las Cupresáceas, muy abundante en Tierra Santa.

En tiempos bíblicos, la resistente madera del ciprés se empleaba para la construcción de navíos, vigas de las casas, entarimado de suelos, instrumentos musicales, etc.

 

Los cipreses son árboles que crecen rectos y empinados, hasta unos 25, 30 o más metros de altura.  / Antonio Cruz.

El ciprés se usó en la construcción del templo de Salomón (2 S. 6:5; 1 R. 5:8, 10; 6:15, 34, 9:11; 2 R. 9:23; 2 Cr. 2:8; 3:5; Sal. 104:17; Is. 14:8; 37:24; 41:19; 55:13; 60:13; Ez. 27:5; 31:8; Os. 14:8; Nah. 2:3; Zac. 11:2).

Algunos han sugerido que la “madera de gofer” con la que se construyó el arca del Noé (Gn. 6:14) podría haber sido madera de ciprés.

Sin embargo, otras versiones de la Biblia traducen la palabra “gofer” por “resinosa”, reconociendo que es difícil saber el tipo exacto de madera empleada en dicha construcción. De hecho, la madera de ciprés, aunque desprenda un agradable aroma parecido al cedro, no suele ser resinosa.

Se trata de un árbol notable por su longevidad ya que se conocen ejemplares que tienen más de mil años. Sus hojas son muy pequeñas y están dispuestas a modo de escamas imbricadas.

 

Ciprés con numerosos conos marrones, que son las flores femeninas de la planta, de donde saldrán las semillas de borde alados.

Las flores masculinas y las femeninas se dan en el mismo árbol; las primeras forman pequeños gatillos ovoides en el extremo de las ramitas; mientras que las femeninas son mucho más grandes, pardas, redondeadas, con unas 12 escamas cada una, contienen las semillas aplanadas y se denominan conos o estróbilos.

El ciprés es un árbol originario del este del Mediterráneo. Su nombre científico para el género (Cupressus) significa “de Chipre”, aunque su área de distribución natural se extienda hasta el norte de Libia, Grecia, Turquía, Siria, Líbano, Israel, Jordania e Irán.

Se cree que hace dos o tres milenios formaba grandes bosques en estas regiones, así como en el norte de África, que progresivamente fueron talados y actualmente quedan ya pocos ejemplares.

Hoy, el ser humano lo ha exportado e introducido en casi todo el mundo y se cría en parques y jardines. La medicina tradicional ha venido empleando sus hojas y conos para tratar diversas dolencias, tales como las varices, hemorroides, problemas de próstata, etc.

 

Las flores masculinas de los cipreses son engrosamientos terminales pálidos, o algo anaranjados, de donde sale el polen fecundador.

Algunos afirman que la cruz en la que murió Jesucristo estaba hecha de madera de ciprés. Los griegos y romanos cultivaron también cipreses comunes, llegando éstos a formar parte del paisaje mediterráneo.

Los relacionaban con la belleza femenina pero sobre todo con la muerte. Creían que, como siempre estaban verdes y apuntando al cielo, podían ayudar a las almas a elevarse en esa dirección, de ahí que se les plantara sobre todo en los cementerios.

El poeta latino Horacio explica que los romanos solían envolver a los cadáveres en hojas y ramas de ciprés, con el fin de facilitarles el viaje hacia el más allá. También el naturalista latino, Plinio el Viejo, comenta que aquellos hogares que acaban de perder a un ser querido colocaban una rama de ciprés en la puerta como señal de luto.

Esta misma leyenda es recogida, en tiempos modernos, en el título de la novela del escritor catalán, José María Gironella (1917-2003), Los cipreses creen en Dios (1953).

 

Las flores femeninas del ciprés son como pequeñas piñas redondeadas, llamadas conos o estróbilos.

Sin embargo, según el griego Teofrasto, el ciprés estaba relacionado con el dios de la muerte, Hades, ya que sus raíces nunca brotaban después de talar el árbol.

Alejandro Magno usó cipreses de Chipre y Fenicia para construir la flota del Éufrates. La durabilidad de esta madera es proverbial.

Se sabe que una de las puertas de Constantinopla, que fue construida durante el reinado de Constantino el Grande, se encontraba en perfectas condiciones mil años después de ser instalada y que las puertas de la basílica de San Pedro en el Vaticano, que también son de ciprés, todavía continúan inalterables después de 1200 años.

 

En el huerto de Getsemaní, por encima de los viejos olivos, pueden verse numerosos cipreses.

El salmista hace alusión a los altos cipreses que sustentaban los pesados nidos de las cigüeñas para señalar que Dios cuida de su creación (Sal. 104:15-17). Estos corpulentos árboles que no plantó el ser humano sino que crecen espontáneamente, también son regados y saciados por la poderosa mano divina.

Las regiones altas no habitables del Líbano, con sus característicos cedros, cipreses y enebros, difícilmente accesibles para el hombre y, por tanto, codiciadas desde siempre por su riqueza natural, constituyen una muestra no sólo del poder creador de Dios sino de su providencia que sostiene la naturaleza.

Todo aquello que los humanos no pueden hacer, lo sigue realizando el Creador cada día. Destruir irresponsablemente dicha naturaleza es atentar contra el mismísimo Dios que la diseñó.

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