La sangre de su cruz, de Frederick S. Leahy

Señor, perdónanos por las veces que hemos leído acerca de Getsemaní sin derramar una sola lágrima.

16 DE JUNIO DE 2017 · 05:45

Detalle de la portada del libro.,
Detalle de la portada del libro.

Un fragmento de “La sangre de su cruz”, de Frederick S. Leahy (2005, Peregrino). Puedes saber más sobre el libro aquí.

Capítulo 1: Varón de dolores

“Entonces llegó Jesús con ellos a un lugar que se llama Getsemaní [...] y [...] comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera” (Mateo 26:36-37).

La pasión de Nuestro Señor ocupa buena parte de los Evangelios. Casi la tercera parte del espacio está dedicado al relato de sus sufrimientos. Los Evangelios no son meras biografías; de hecho, si hablamos en un sentido estricto, no son biografías en absoluto, puesto que no dicen nada con respecto a gran parte de la vida terrenal de Cristo.

Su propósito es teológico: transmitir al género humano lo que Dios ha hecho en Cristo para la salvación de los pecadores. Proclaman buenas noticias, y la Cruz es el centro de ese mensaje de salvación. Si bien hablan del gozo y la paz de Cristo, en lo que se hace hincapié es en su sufrimiento.

Se le presenta esencialmente como el varón de dolores. Mateo, en su relato de la agonía en Getsemaní, recalca intensamente ese hecho.

Después de la fiesta

La declaración de Mateo 26:36-37 es significativa. Cristo había conocido la tristeza antes, pero la aseveración de que en Getsemaní comenzó a entristecerse y angustiarse indica una súbita y acusada caída de las olas de la angustia sobre Él.

En ese momento, como jamás había sucedido, todas las ondas y olas de Dios comenzaron a pasarle por encima (cf. Salmo 42:7). ¡Qué contraste con la dulce calma y paz del Aposento Alto! Él y sus discípulos acababan de cantar aquel maravilloso himno de Pascua, el Hallel (Salmos 113-118), y Cristo cantó ese himno como nunca se había cantado y como jamás se volvería a cantar, porque Él estaba a punto de cumplirlo al ir a la Cruz.

Ahora los cantos han terminado. La santa paz ha desaparecido y una terrible angustia atenaza de pronto el alma del Redentor al comenzar “a entristecerse y a angustiarse” (Marcos 14:33; Moffatt lo traduce como: “estar espantado y perturbado”).

En referencia a la expresión “a entristecerse y a angustiarse”, el Dr. Frederick Krummacher dice que Marcos “utiliza una palabra que en el original indica una repentina y aterradora alarma ante algo terrible [...]; se le acercó algo que amenazaba con destrozar sus nervios y helarle la sangre en las venas al verlo”.

La Cena ha pasado. El sacrificio que simbolizaba aquella es inminente. El lenguaje utilizado en el original es vívido y expresivo. Indica tormento del alma, un estado de intensa angustia.

“Mi alma —dijo— está muy triste, hasta la muerte”. Esta no es una angustia normal. Ningún hombre había experimentado nunca una angustia así y ningún hombre volvería a experimentarla jamás. Jesús de Nazaret fue “varón de dolores” en un sentido singular. Su conocimiento de la aflicción no tenía parangón.

 

Portada del libro.

Tras la fiesta, Cristo se hundió repentinamente en un abismo de angustia tan intensa que Él mismo se declaró abrumado hasta el punto de morir. Calvino dice: “Aunque Dios había probado a su Hijo por medio de ciertos ejercicios preparatorios, ahora le hiere más profundamente con una perspectiva más cercana de la muerte y golpea su mente con un horror al que no estaba acostumbrado”.

 

Frente a la muerte

Ha sido habitual contrastar la muerte tranquila y serena de Sócrates, condenado a beber la copa de veneno, con la angustia de Cristo ante la perspectiva de la muerte.

Sócrates afrontó la muerte sin temor y estoicamente porque había llegado a dominar el arte de suprimir sus emociones; pero al hacerlo, como nos recuerda Klaas Schilder, solo vivió una vida a medias y una muerte a medias.

Cristo, por el contrario, no suprimió nada ni en la vida ni en la muerte; y en las frías sombras de Getsemaní dio rienda suelta a sus emociones y libertad plena a sus sentimientos.

Ciertamente, dio testimonio ante los hombres (aunque fuera brevemente) de su tormento y, por medio de su Espíritu, sus sufrimientos quedaron detalladamente documentados.

No es necesario acudir a Sócrates para contrastar la calma en el momento de la muerte con el horror que atenazó el alma del Salvador. Incontables miembros del pueblo redimido de Cristo han afrontado la tortura y el martirio con valor y serenidad. Fueron más que vencedores, enfrentándose a su prueba con alabanza en los labios. Como

Esteban, vieron la gloria de Dios al pasar a la eternidad. Pero la muerte de Cristo es distinta de cualquier otra muerte. Es cierto que el aspecto físico de su muerte tiene mucho en común con otras muertes, pero la comparación termina ahí.

Murió como Fiador y Sustituto de su pueblo. No solo tuvo que experimentar la muerte física, sino que también tuvo que probar la muerte eterna —la condenación— ¡la separación de Dios! En todo esto tuvo que luchar con Satanás y vencer a la misma muerte (cf. Génesis 3:15; 1 Corintios 15:26).

No hay analogía alguna entre la muerte de Sócrates y la de Cristo. La muerte de Cristo no debe compararse con ninguna otra. Cierto, ¿pero por qué el “gran clamor y lágrimas” (Hebreos 5:7), la angustia mental y el dolor inenarrable?

Entrada en la oscuridad

Es cierto que Cristo, en su naturaleza humana libre de pecado, retrocedió ante la perspectiva de la muerte y se apartó de ella con horror, porque la muerte venía con el pecado.

También es cierto que percibió el acercamiento de Satanás, quien tras la tentación en el desierto “se apartó de él por un tiempo” (Lucas 4:13). También pudo prever la aproximación de la ira de un Dios santo.

Pero ninguno de estos hechos puede explicar la angustia y la tristeza que se mostrarían excesivas para que una naturaleza humana (aunque libre de pecado) las soportara sin ayuda. Tiene que haber algo más profundo y más real que explique la lucha de Nuestro Señor en Getsemaní.

Getsemaní significa “la prensa de aceite”. David podía decir: “Yo estoy como olivo verde en la casa de Dios” (Salmo 52:8). Israel podía decir lo mismo en su larga historia. Pero el Salvador, en su sufrimiento, podía decirlo con más justicia que todos, porque allí en Getsemaní —la prensa de aceite— fue aplastado y herido sin compasión.

¿Pero cómo y por qué? ¿Cómo se puede explicar, aunque solo sea hasta cierto punto, este repentino y dramático cambio de atmósfera entre el Aposento Alto y Getsemaní? Cristo supo durante todo el tiempo que le esperaba la muerte.

Había luchado con Satanás y sus legiones más de una vez. Había hablado en repetidas ocasiones a sus discípulos de su muerte, diciéndoles lo que esa muerte lograría. Había orado con la mayor confianza en su oración como Sumo Sacerdote (cf. Juan 17).

Entonces, ¿por qué se produce este repentino hundimiento en tan terrible tormento? ¿Por qué este escalofriante horror? ¿Por qué es aplastado tan duramente este fruto del olivo? ¿Por qué dice el relato divino que en Getsemaní Nuestro Señor COMENZÓ a entristecerse de una manera nueva y terrible? ¿No fue porque Dios comenzó a abandonarle entonces? ¿De qué otra forma puede entenderse esta tristeza?

“Jesús lloró”, pero jamás de esta forma. Ninguna tristeza experimentada anteriormente podía equipararse a esta. En el momento de su arresto había declarado: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” (Juan 18:11).

Esa copa estuvo constantemente a la vista mientras oraba en Getsemaní. ¿Qué copa? “ESTA COPA”, no una copa futura. La copa simbolizada en la Cena (Mateo 26:27-28) era ahora real: Dios la estaba depositando en las manos del Salvador y desprendía el hedor del Infierno.

¡Pero detengámonos! Schilder está en lo cierto. “Getsemaní no es un área de estudio para nuestro intelecto. Es un santuario de nuestra fe”. Señor, perdónanos por las veces que hemos leído acerca de Getsemaní sin derramar una sola lágrima.

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