Juan Calderón Espadero, de José Moreno Berrocal y Ángel Romera Valero

Un fragmento de “Juan Calderón Espadero. Primer cervantista manchego y primer periodista protestante español”, de José Moreno Berrocal y Ángel Romera Valero (Editado por Editorial Peregrino para el CECLAM ).
 

26 DE MAYO DE 2017 · 18:20

Detalle de la portada del libro.,
Detalle de la portada del libro.

Un fragmento de “Juan Calderón Espadero. Primer cervantista manchego y primer periodista protestante español”, de José Moreno Berrocal y Ángel Romera Valero (Editado por Editorial Peregrino para el CECLAM ) Puedes saber más sobre el libro aquí.

Desde este punto, gracias a la Biblia, Nuevo Testamento, y otros libros que monsieur Pyt me proporcionó, comencé a leer el Evangelio en el mismo texto del Evangelio, con ánimo decidido de ver qué doctrina religiosa podía yo deducir de él, prescindiendo de las explicaciones y comentarios que de varios pasajes había leído en las obras de teología o de controversia de los teólogos de la Iglesia romana.

Esta medida, aconsejada por la recta razón, me fue muy fácil, pues ni estaba prevenido por los teólogos romanos, ni por los teólogos protestantes, antes bien estaba contra los unos y contra los otros.

Este examen, que en todo el rigor de la palabra puede llamarse imparcial y hecho a sangre fría, si puede decirse así, produjo en mí la convicción de que la doctrina de un Dios hecho hombre, de un sacrificio expiatorio, de la corrupción general del género humano por el pecado del primer hombre, de la imposibilidad de merecer ante Dios por nuestras propias obras, de un perdón totalmente gratuito por la fe en Jesucristo, estaba evidentemente contenida en el Evangelio, y creí que creer en el Evangelio y no creer estas doctrinas era contradictorio.

No era esto creer yo en el Evangelio, sino creer que ustedes creían en el Evangelio. Tuve después con usted algunas conversaciones y aun disputas sobre algunos puntos, y cada vez me convencía más de que usted estaba en la posesión de la verdad del Evangelio y que las otras doctrinas que pudieran llamarse accesorias y las prácticas del culto estaban legítimamente deducidas de aquellos puntos capitales.

Hasta aquí creía yo en el error a los de la Iglesia romana y a los protestantes, pero de diverso modo. Yo creía que los primeros erraban en creer que lo que la Iglesia romana enseña es la doctrina del Evangelio, y que los protestantes erraban en creer lo que el Evangelio enseña, siendo para mí ya indudable que la doctrina que usted enseñaba era el Evangelio mismo.

De aquí a mi conversión no hay más que un paso que dar. ¿Hay razón o no para creer en el Evangelio? Véame usted en el caso de hacer el examen de lo que llaman motivos de credibilidad.

¡Dios será bendito que me dio el deseo de hacerle y me dispuso para abrazar el resultado! Leí con intención de hacer este examen las obras de Erskine, de Chalmers, de Haldane, etc., y aunque muchas de las razones que ellos proponen no eran nuevas para mí, las veía entonces más imparcialmente y me parecían más convincentes que otras veces las había creído.

Con todo eso mi convicción no fue más que media: me pareció que había más razón para creer que para negar la verdad del Evangelio.

Sin embargo, debo confesar que me pareció irresistible la prueba deducida del testimonio que los apóstoles dieron de la verdad del Evangelio con su martirio y no creí posible hallarle una respuesta satisfactoria; sobre todo, si se tiene presente que no expusieron sus vidas en confirmación de una opinión o de una teoría en que el entendimiento puede alucinarse con raciocinios especiosos, sino en confirmación de hechos sensibles y palpables de que puede cerciorarse la inteligencia más limitada. «Lo que vimos, lo que oímos, lo que palparon nuestras manos, eso os anunciamos» dicen ellos mismos.

Mas lo que forzó al fin mi consentimiento sobre todo, fue la conformidad de la doctrina con la necesidad que experimentaba mi corazón. Si usted ha reparado en el modo con que progresivamente he ido cayendo en la incredulidad hasta llegar al ateísmo, habrá usted observado que en cada paso que daba disminuía el número de los artículos de mi creencia con el objeto de disminuir el número de las transgresiones: lo que prueba que estas atormentaban mi alma y le quitaban la paz, haciéndome insoportable la falta de conformidad de mi conducta con la ley.

Así es que cada vez que en mi creencia disminuía el número de los preceptos sentía un alivio momentáneo, pues de nuevo concebía la posibilidad, y con ella la esperanza, de arreglar mis acciones (estas, sin embargo, no desdecían de lo que el mundo aprueba) con los preceptos que me quedaban.

Yo reconocía bien pronto que esta esperanza era también ilusoria, y de aquí provino el abrazar especulativamente el ateísmo y el sistema de la fatalidad de todo cuando sucede, como un sistema consolador que podía dar la paz al alma, reduciendo el número de las transgresiones a cero.

Es inútil repetir que tampoco encontré la felicidad en este sistema absurdo, antes bien por él aprobé el suicidio y tuve la triste satisfacción de encontrar este acto horrible consiguiente a los principios de un ateo, desde el momento en que este se halla infeliz y sin esperanza de consuelo humano.

Es indudable que este estado era el de un corazón angustiado, sediento de paz y de consuelo interior, desesperado por otra parte con la convicción de la imposibilidad de hallar cosa con que satisfacer este deseo en todos los sistemas de la sabiduría humana, que había recorrido uno a uno, desde las prácticas más absurdas de la superstición hasta el materialismo más absoluto.

Este estado, sin embargo, fue para mí la frontera entre el reino de Dios y el reino de las tinieblas. Estaba en él como en contacto con la región de la luz y en disposición próxima de recibir las saludables influencias del aire benéfico que en ella se respira. Dios en su misericordia me había dejado llegar al extremo, sin duda para ponerme en contacto con el otro extremo.

La experiencia que tenía de la inutilidad de mis propios esfuerzos para tranquilizar mi conciencia era una disposición inmediata para recibir la verdad del Evangelio, cuando nos anuncia que por las obras de la ley no será justificada ninguna alma viviente.

La experiencia hecha de la vanidad de los sistemas de la sabiduría humana para procurar la paz y el consuelo a una alma que se siente angustiada por sus transgresiones, me llevaba como por la mano a recibir la verdad del Evangelio cuando nos anuncia que no hay otro nombre debajo del cielo que el de Jesús, en que podamos ser salvos.

 

Portada del libro.

Si yo hubiera creído que para ser salvo por Jesús debía de antemano emplear mis esfuerzos para ponerme en un estado digno de presentarme a él, hubiera por este mismo hecho vuelto a entrar en los sistemas anteriores, en que yo me procuraba mejorar a mí mismo por mis propias obras: mas para mí era ya conocida y experimentada la imposibilidad de obtener este mejoramiento, con lo cual sentí la necesidad de renunciar a una empresa semejante y de consentir en que otro me salvase, abandonándome enteramente a él.

Esta disposición, como se deja conocer fácilmente, es un preliminar que ofrece puerta franca a la verdad del Evangelio cuando nos anuncia que la fe sola nos justifica, que Jesús ha venido a llamar enfermos y no sanos, pecadores y no justos.

De este modo las doctrinas del Evangelio, que son para tantas gentes una piedra de escándalo, fueron las más probables para mí (aun sin entrar en cuenta que Dios las había revelado) y las que menos trabajo tuve en admitir.

En estas circunstancias pasé algún tiempo contemplando estas doctrinas y hallándolas cada vez más admirables. Consideraba felices a los que las creían y la suerte de los que las admitían me pareció envidiable; y como es consiguiente, lo que primero se pronunció en mí fue el deseo de recibirlas. Gozaba yo con esto felicidad y consuelo anticipados.

Era feliz con la felicidad que esperaba y me consolaba el consuelo que preveía. Admitía ya como tesis general aquellas consoladoras verdades, pero no las había aplicado a mí personalmente. Principiaba siempre mis oraciones pidiendo la fe, y pidiendo la fe las acababa. ¡Honor, gloria y bendición por los siglos de los siglos a aquel que prometió que no echaría de sí a todo el que a él viniere! Él fue fiel y justo para cumplir lo que había prometido.

La aplicación fue hecha y cayó de mí el peso enorme que había arrastrado toda mi vida. Jesucristo ha venido al mundo, me dije, para salvar lo que estaba perdido, y a mí también, pues sin tanta misericordia lo estaba más que ningún otro. Jesucristo ha clavado sobre el madero los pecados de todos los que de corazón le invocan, y los míos también que le recibo como a mi único salvador.

Jesucristo ha pagado el rescate de una multitud de cautivos, que gemían bajo la esclavitud del pecado, y el mío también, que he gemido largo tiempo en este triste cautiverio. Ya no hay condenación, de consiguiente, para los que en él creen, ni para mí tampoco, que soy de ese número.

Ninguno de los que en él confían será confundido, ni yo tampoco, que ciertamente no tengo ninguna otra confianza, pues él mismo ha tomado sobre sí el cargo de hacerme conocer la vanidad de cualquier otro apoyo. Y pues él nos asegura que venceremos por aquel que nos amó, yo estoy cierto que ni muerte, ni vida, ni principado, ni virtudes, ni otra criatura alguna podrá apartarme del amor de Dios, que es en Jesucristo, señor nuestro.

Desde este punto marcho en la confianza de los hijos de Dios, no fiado, como ellos tampoco fían, en lo que pueda hacer que merezca el nombre de obras buenas, pues nos está dicho: «Aun cuando hiciereis todo lo que está mandado, decid todavía: siervos inútiles somos» sino en la misericordia de aquel que me llamó de las tinieblas a su maravillosa luz, y en la fidelidad del que es poderoso para conservarme este depósito.

Inútil es decir a usted que en medio de tan grande beneficio el hombre viejo se hace sentir muchas veces por mis infidelidades, por mis transgresiones; usted por la palabra de Dios conoce el corazón humano; mas Dios, que solo es igual a sí mismo en misericordia, no me deja olvidar que en Jesucristo tenemos un abogado para con el Padre, que su sangre clama por nosotros mejor que la de Abel, ni que es poderoso para cumplir la promesa, llena de consuelo, de que nadie nos arrebatará de su mano.

La gracia que más particularmente emplea para esto es el recuerdo, que me hace tener siempre presente, del modo con que venciendo obstáculos, proporcionando ocasiones, allanando dificultades y llenándome de aflicción en tiempo oportuno, me ha conducido hasta el pie del púlpito desde donde usted anunciaba la palabra de Dios en toda su pureza.

Yo no podía oír esta palabra en España, y su misericordia resolvió hacerme pasar a Francia. Para este primer paso había que vencer dificultades y él tomó a su cargo resolverlas. En primer lugar, mi padre me dio su permiso para dejar la España.

Yo no podía probablemente esperar este permiso, pues, algunos correos antes de pedirle, me había escrito él mismo que me volviese al pueblo y yo había contestado dándole palabra de hacerlo dentro de poco tiempo; mas poco después mudando de dictamen le escribí pidiéndole licencia para pasar a Francia. A esto me respondió remitiéndose a lo que a mí me pareciese conveniente, siendo así que nunca había querido que me apartase de él; y aun por eso había estado yo tanto tiempo en casa, sin procurar colocarme en una parroquia.

La dificultad hubiera sido invencible sin este permiso, porque yo estoy cierto de mí que sin él no me hubiera puesto en camino. En segundo lugar, yo encontré entonces bastante fuerte la causa que otras veces no me lo había parecido para expatriarme que fue la repugnancia invencible de volver a entrar en el clero y emprender de nuevo un sistema de hipocresía que siempre me había hecho infeliz; cosa más repugnante todavía en cuanto había pasado ya diez meses en Madrid sin tomar parte en ningún ejercicio religioso.

Yo no tenía medios para hacer el viaje, ni había probabilidad de llegar a Francia sin pasaporte, cosa que por las vías ordinarias era imposible y que yo no pude conseguir. Para obviar uno y otro inconveniente Dios me proporcionó el conocimiento de una señora que residía en Madrid y me recomendó a unos oficiales franceses que pasaban a Bayona a conducir un destacamento bastante numeroso de soldados licenciados.

La amistad de estos oficiales me proporcionó medios y seguridad en el camino, y solo a su sombra pude llegar sin tropiezo hasta Irún en la frontera.

Hasta aquí todo parecía salir a medida de mi deseo y, si yo hubiera tenido entonces algo que pedir, esto hubiera sido sin duda el llegar a Bayona del mismo modo que había llegado hasta Irún.

Mas Dios, que ve las cosas de otro modo, veía lo que yo necesitaba. Yo necesitaba la aflicción, y me la dio, aflicción que yo miro ahora como un beneficio muy señalado. Con la aflicción me hizo conocer mi pequeñez; con la aflicción me probó la vanidad de los sistemas de felicidad, que no son sino obra de los hombres; con la aflicción me hizo desconfiar de mis opiniones propias sobre este punto; con la aflicción me hizo sospechar que era posible encontrar otro modo de llegar a la felicidad, diverso del que yo había seguido hasta entonces, y con la aflicción hizo que en cierto modo empezase yo a volver hacia él los ojos.

¿Quién extrañará ahora que el Evangelio diga que «estemos en la aflicción gozosos»? Afligido y sin entrar en Francia, según parece, yo no hubiera hecho nada: me era necesario ser afligido y entrar en Francia. Ya ha visto usted cómo Dios me proporcionó lo segundo por la mujer que me pasó de la frontera, de quien ya he hablado.

Así que todo lo sucedido ha sido ordenado por la Providencia para concurrir al mismo fin, de tal modo que si alguna cosa de las que me han ocurrido hubiera faltado, a lo que parece, el fin no se hubiera conseguido.

Sin ser en España contado por constitucional, no hubiera tenido que temer del furor popular ni necesidad de pasar a Madrid. Sin pasar a Madrid, sin el consentimiento de mi padre, sin el apoyo de los oficiales franceses, no era probable que yo hubiera emprendido el viaje y, caso de haberle emprendido, no lo era el que yo hubiese llegado a Francia.

Si hubiera traído pasaporte, no hubiera tenido en Irún la aflicción que me fue tan necesaria: hubiera podido pasar a Bayona y al interior sin dificultad; y es probable, atendida nuestra miseria, viéndome sin auxilio alguno, que no hubiera tenido firmeza bastante para resistir a la tentación de presentarme, como otros muchos, a un obispo y volver a entrar en el clero, aunque eso era precisamente de lo que yo huía; mas la necesidad, según raciocina la filosofía del mundo, me hubiera autorizado para buscar qué comer de ese modo, y no trabajando, como he hecho.

A Dios sea la gloria por todo, así como de él es el poder, la pureza y la magnificencia en los siglos.

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