Problemas de identidad

Todos tenemos y hemos tenido problemas de identidad, porque esa es una de las consecuencias del pecado que nos afecta.

26 DE JUNIO DE 2015 · 14:00

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No hubiese sido una gran noticia, ni siquiera una noticia fuera de lo común, la “salida del armario” de Bruce Jenner, el antiguo atleta olímpico, en la portada de la revista Vanity Fair haciéndose llamar Caitlyn después de una operación de cambio de sexo.

Aparte de que el aspecto de esta persona en la vida real dista mucho de la belleza y perfección de las imágenes retocadas de la revista (de verdad que un cambio de sexo es someter al cuerpo a una transformación tan agresiva, a tantos niveles, que no, no se queda uno tan bien puesto, y las imágenes tienen más que ver con un cuadro al óleo que con la realidad), hubiera pasado ligeramente desapercibido si poco tiempo después no hubiese saltado a la luz el escándalo de Rachel Dolezal.

Lo que aparentaban ser dos noticias sin demasiada trascendencia más allá de un breve comentario en la sección de cotilleos, o unos cuantos memes en redes sociales, se acabó convirtiendo en una reflexión (general aunque no demasiado profunda, pero es algo) acerca de la identidad.

Para quienes no lo sepan, Rachel Dolezal es una mujer estadounidense de orígenes europeos que durante una gran parte de su vida se ha hecho pasar por descendiente de afroamericanos, hasta tal punto de llegar a ser la presidenta de una sección de una famosa asociación de defensa de derechos civiles de la gente negra en Estados Unidos. Se oscureció el pelo y la piel, se hizo algunos retoques estéticos, y salía en los medios convenciendo a todo el mundo de la genuinidad de su identidad.

Hasta que, debido a unas disputas familiares, sus padres, a los que había obligado a permanecer ocultos de la luz pública, salieron en la prensa diciendo que lo sentían mucho pero que su hija no era negra, sino descendiente de alemanes y checos, y mostraron fotos de una hermosa niña rubia de piel y ojos claros entre rayos de sol y naturaleza.

Cuando la prensa fue a ella a corroborar estas declaraciones y un reportero ingenuo le hizo la pregunta: “¿De qué raza es usted, señora Dolezal?”, los ojos del mundo miraron atónitos a esta mujer respondiendo que no entendía la pregunta. Como una especie de Michael Jackson al revés.

Por mucho que Michael Jackson, años antes de morir, asegurase que él se estaba volviendo blanco de forma natural, lo cierto era que se notaba que no quería ser negro.

En el fondo de todo esto está el debate, que es muy simple, de qué es la identidad y cómo la entendemos. Desde un punto de vista bíblico, el que una persona sienta que su realidad biológica está equivocada con respecto a su percepción no señala un problema biológico (algo que deba disimularse, que no cambiarse, a un nivel físico o estético), sino que señala un problema mental de confusión de identidad. El libre albedrío que Dios nos otorgó es lo que tiene, que tenemos la capacidad de tomar decisiones por encima de lo que nos conviene.

Pero antes de que nadie se sienta tentado a sentirse superior a estas personas, cabe dedicar un pensamiento al hecho de que todos, independientemente de dónde estemos o lo que hagamos, tenemos y hemos tenido problemas de identidad similares, porque esa es una de las consecuencias del pecado que nos afecta.

Quizá no nos sintamos negros en un cuerpo blanco, o mujeres en un cuerpo de hombre, pero a veces sí nos sentimos flacos en un cuerpo gordo, o altos en un cuerpo alto, o con curvas en un cuerpo que usa una 75 de sujetador. Pero los problemas de identidad que provoca el hecho de que somos pecadores van mucho más allá de estas pequeñas minucias.

También afectan a nuestra inteligencia, a nuestra percepción del mundo y nuestros gustos. Si compartimos ciertos rasgos de identidad con otro grupo de gente podemos formar parte de su cultura, o su subcultura, tal y como la define el Diccionario de la RAE en su tercera acepción: “Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.”.

Y el hecho de poder formar parte de un grupo o cultura es una fuerza de atracción irresistible para un ser humano diseñado para vivir y desarrollarse en sociedad. Hasta tal punto que no nos importa ceder, manipular o disimular nuestra forma de ser, de vestir, de peinarnos, nuestros gustos musicales, para ser aceptados dentro del grupo con su cultura propia. No es tan extraño esto de lo que estoy hablando.

De adolescentes nos pasaba mucho. En ese momento convulso de nuestras vidas en que nuestra identidad tiene que dar un paso de gigante y salir del pequeño mundo familiar para adentrarse en el gran mundo de fuera, muchos se ponían camisetas de cuadros y se dejaban el pelo a lo Kurt Cobain, o se pintaban las uñas de negro y se ponían rímel debajo de los ojos para parecer góticos.

Todos, en mayor o menos medida, necesitamos cierta experimentación con nuestra identidad, aunque sea a un nivel tan superficial como experimentar con músicas o gustos peculiares. Admitamos que la mayoría de nosotros sentimos vergüenza de la música que llegamos a escuchar alguna vez. Por ejemplo, aunque sirva para mi vergüenza, yo he de admitir que una vez fui a un concierto de las Spice Girls.

Por duro que les resulte a algunos admitir esto, también en el mundo cristiano existen culturas y subculturas, conjuntos de modos de vida y costumbres que marcan un punto de diferencia entre los que “nos pertenecen” y los que no.

Hay incluso quienes están empezando a desarrollar la idea de que, antropológicamente hablando, se pueden entender las diferentes denominaciones protestantes como subculturas. Porque tener una identidad evangélica no es lo mismo que tener una identidad en Cristo.

La Biblia no nos habla de identidad evangélica, sino de que cuando creemos en Cristo y lo aceptamos pasamos a tener una nueva identidad como hijos de Dios. No es un cambio solo para la vida eterna, sino que sus efectos, en la medida en que nosotros cedamos al Espíritu Santo que pasa a vivir en nosotros, se pueden notar en esta vida hasta en sus cosas más nimias y cotidianas. Parte de esa nueva identidad en Cristo es formar parte de un grupo de personas que comparten esa identidad con nosotros, y a lo que la Biblia llama iglesia.

Nuestra nueva identidad es nuestro estado “natural”, es decir, aquel en el que fuimos diseñados antes del pecado. Recuperar la capacidad de caminar y hablar con Dios, dejar el pecado, buscar el reino de Dios, amar a Dios sobre todas las cosas, amar a tu prójimo como a ti mismo, ir por el mundo y predicar el evangelio.

Sin embargo, la identidad evangélica es otra cosa, que en muchos lugares se cruza con la identidad en Cristo, y eso es muy bueno. Pero de confundir ambas surgen problemas.

La identidad en Cristo conduce a la libertad; sin embargo, en los últimos años en España, y desde más o menos los años 70 del siglo XX en algunos lugares de Estados Unidos y América Latina, se está dando un movimiento de rechazo dentro de las iglesias, un movimiento contra cierta institucionalización de la fe que no es más que rechazo a una cultura impuesta.

El evangelio es algo curioso, porque Cristo es el único capaz de ser auténticamente intercultural. Lo que él dice es tan profundo que es aplicable a cualquier cultura. Pero entiéndase lo que digo: tener una auténtica identidad en Cristo es tener la capacidad de adaptar las formas del mundo y el entorno en que vivamos al mensaje, no adaptar el mensaje a las formas de fuera. A eso último se le llama herejía.

Muchas cosas de la iglesia actual tenían sentido hace años, pero ahora se asume que deben hacerse así sin explicar el por qué. Se asume la “santidad” de la forma, obviando el contenido.

No es una cuestión que, en el fondo, tenga que ver con Cristo. A mediados de los 80, cuando este movimiento de rechazo comenzó a afianzarse, en ciertas denominaciones evangélicas se les decía a las mujeres que maquillarse para ir al culto del domingo era una falta de respeto a Dios; en ese mismo momento, en otras denominaciones, se les decía a las mujeres que ir el domingo a la iglesia sin maquillar, sin arreglarse, sin dar “lo mejor de sí mismas” era una falta de respeto a Dios.

¿Quién tenía razón? La verdad es que daba igual, porque Dios no se ofende de que vayamos o no maquilladas. A él le importa qué estamos pretendiendo esconder debajo del maquillaje o que estemos tan deprimidas que no nos interese ni maquillarnos. O que nos sintamos tan coartadas como para no poder tomar la decisión de maquillarnos o no con la libertad puesta en Cristo, sino temerosas de la reacción y el juicio de los demás.

Esto es solo un ejemplo, pero hay más cosas: llevar cierta clase de ropa y de peinado, utilizar una jerga especial a la hora de hablar, poder llevar tatuajes o no, poder llevar pendientes o no, seas hombre o mujer.

Nada de esto es malo de por sí, y somos libres de aceptarlo o no, pero debemos comprender que pertenecen a una “cierta” identidad evangélica, no a una identidad en Cristo. Se convierte en un problema cuando asumimos que nuestra identidad, para poder aspirar a la santidad, para poder ser aceptados por Dios, debe asumir estas normas del grupo que afectan a lo externo, y no al corazón.

El problema surge cuando sometemos nuestra identidad en Cristo a nuestra identidad evangélica, y no al revés. Así es como surgen hordas de cristianos incómodos, apagados y adormecidos, que entienden la brecha entre la cultura de dentro y la de fuera pero que no ven ningún puente de conexión. Estos o se acaban conformando y apagando, o se marchan de la iglesia.

Pero ojo, también se da el caso contrario, y debemos prestar atención a esto. Hay personas que en su falta de definición y su necesidad de pertenencia a un grupo asumen las características de una identidad determinada por la cultura evangélica. No tienen identidad en Cristo, pero sí una fuerte identidad evangélica.

Por fuera parecen cristianos normales, e incluso deseables. Asisten a la iglesia, participan en actividades, tienen una bonita forma de orar, pero en la convivencia muchas veces vemos que algo falla, que algo no encaja. Las pocas veces que expresan sus ideas y creencias propias falta claridad y convicción. A veces incluso, después de años e incluso décadas de convivencia descubrimos que defienden auténticas herejías.

Son gente incapaz de aceptar cualquier cambio, por mínimo que sea, en las formas y costumbres, porque son ellas las que conforman su identidad, y no Cristo. Y debido a nuestra tendencia en el último siglo a afianzarnos en nuestra identidad evangélica por encima de nuestra identidad en Cristo, reconozcamos que hay más gente así en nuestras iglesias de la que debiera.

Antes de juzgar o reírnos de gente como Jenner o Dolezal, deberíamos tener mucha compasión de ellos. Sus problemas de identidad no son diferentes de los nuestros. De hecho, la única diferencia es la manera que hemos tenido de resolver esa necesidad irrefrenable de pertenecer a un grupo, a una cultura. Debemos tener cuidado de no poner esa necesidad por delante de la necesidad de volver a pertenecer a Dios.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Preferiría no hacerlo - Problemas de identidad