“Ese venero, ese manantial”: Presencia de la Biblia en la cultura de Occidente (II)

El conocimiento del contenido de la Biblia es fundamental para moverse en medio de las producciones literarias. Es el libro total, que lo abarca todo.

22 DE MAYO DE 2015 · 07:33

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Desde un punto de vista apasionante y sumamente enriquecedor, el crítico y pastor protestante ya fallecido Northrop Frye afirmó que el conocimiento del contenido de la Biblia es fundamental para moverse en medio de las producciones literarias: “Para mí la Biblia es el corpus de palabras mediante el cual puedo ver el mundo como un cosmos, como un orden y en el que puedo ver la naturaleza humana como algo redimible, como algo con derecho a sobrevivir.

Para la cultura occidental es el libro total, que lo abarca todo. Abarca lo divino y lo demoníaco, además de lo humano” (Conversación con Northrop Frye, 1997). Para Frye, la Biblia es el conjunto de textos más paradigmático que contiene en sí mismo todos los símbolos y, por ello es, en palabras del poeta William Blake, el “gran código” de la humanidad al contener en germen y con un desarrollo particular los elementos comunes de la existencia articulados en una clave de fe que sigue vigente hasta estos tiempos.

Como lo ha resumido Jorge Juan Fernández Sangrador: “Sin la Biblia sería imposible dar razón de las innumerables manifestaciones del espíritu humano, que se ha volcado y expresado en la literatura, la pintura, la escultura, la arquitectura, el urbanismo, el cine, la fotografía y la música, y lo ha hecho desde la Sagrada Escritura” (“Un acontecimiento cultural: la Biblia, el gran código de la humanidad”, 2010).

Harold Bloom, por su parte, ha señalado que los autores bíblicos, reconocidos o no como tales, no tendrían mucho que envidiar a los grandes escritores de la literatura universal y que quien se acerca a los libros bíblicos entra en contacto directo con un interminable océano literario, siempre propicio para la edificación, el aprendizaje y el goce estético, aunque el orden no sea siempre éste.

Ha dicho: “Necesitamos una aprehensión estética de la Biblia, ya sea la hebrea, el Nuevo Testamento… Es gran literatura”. Y también: “Lo que caracteriza a Occidente es esa incómoda sensación de que su saber va por un lado y su vida espiritual por otro. No podemos dejar de pensar que somos griegos y, no obstante, nuestra moralidad y religión -exterior e interior- encuentran su origen último en la Biblia hebrea”.

Su idea de canon literario es completamente bíblica y la ha aplicado en obras directamente relacionadas con el libro sagrado. Sobre el libro de Job sus palabras son agudas: “Los límites del deseo son también los límites de la literatura. […]…no es la Creación sino el Creador quien abruma a Job. […] Job, acentuando a Jeremías, aceptó su elección de adversidad, de haber sido escogido por Yahvé, Dios de los que sufren” (Poesía y creencia, 1989).

En otro lugar, asevera: “El libro de Job es una estructura en la que alguien se va conociendo cada vez más a sí mismo, en la que el protagonista llega a reconocerse en relación con un Yahvé que estará ausente cuando él esté ausente” (¿Dónde se encuentra la sabiduría?, 2004). Y no ha dudado al decir que su libro bíblico favorito es el de Jonás.

Precisamente Job es un magnífico ejemplo de los desdoblamientos culturales en los que es reconocible el gran genio literario que la recorre de principio a fin y que ha contribuido a moldear el gusto y la imaginación de cientos de generaciones.

El biblista español Julio Trebolle (junto a Susana Pottecher) rastreó la evolución del libro en la literatura, la filosofía y el arte, entre los siglos XVI y XX. Así, encontró que el famoso personaje ha sufrido grandes transformaciones: desde la figura medieval de un hombre paciente hasta el estoicismo de una persona firme ante la adversidad en el Renacimiento, pues cada época le ha puesto su impronta.

Fray Luis de León, Miguel de Cervantes y Francisco de Quevedo también sufrieron el influjo de esta obra dominante, lo mismo que Pedro Calderón de la Barca. En El rey Lear, de Shakespeare, lo mismo que en otras obras del gran dramaturgo inglés reaparecen los toques jobianos. Ya en la modernidad más cercana, “Job deja de ser el mártir sufrido y paciente del Medievo y el libro bíblico suscita la lectura de escritores y filósofos prestando más atención al tema de la teodicea y a la existencia del mal en el mundo que al propio personaje”.

Blas Pascal, Voltaire, Emmanuel Kant y William Blake se sumaron al debate y aportaron su visión particular, unos desde las preocupaciones existenciales y otros desde una reconstrucción más poética.

En el romanticismo, muchos autores posteriores a Goethe afrontaron esa gran figura bíblica: Heinrich Heine, Víctor Hugo, Fiodor Dostoievski y Lord Byron, entre muchos. Y en el siglo XX, destacan los nombres de Thomas Mann, Herman Hesse, Elías Canetti, Samuel Beckett, Bertolt Brecht, G.K. Chesterton (Introducción al libro de Job, 1916), Nelly Sachs (con un poema extraordinario), Martin Buber, el ya citado Borges y Elie Wiesel, sin olvidar, en otros campos a Carl G. Jung (Respuesta a Job, 1952), Joseph Roth (Historia de un hombre sencillo, novela de 1930) y, más recientemente, René Girard y Antonio Negri (1990).

En las artes plásticas no se puede ignorar a Marc Chagall. La española María Zambrano también fue seducida por este libro sobre el que escribió líneas diáfanas e iluminadoras como éstas: “El arcano que a Job se le presenta insondable es lo que en la teología y aun fuera de ella, dentro del pensamiento universal, se llama voluntad” (El hombre y lo divino, 1955); “Job está desesperado, pero la salida sólo la ve en una respuesta de la divinidad. Job se queja: del horror del nacimiento, del espanto de la muerte cierta y de la injusticia. […] Job así lo sintió y salió de ella por su grito, por su queja que, al fin, fue escuchada” (La confesión: género literario, 1995).

Para ella, este libro tenía forma de auto sacramental y poseía “el poder convocante del teatro”. Y, nuevamente, las voces de Frye y Steiner son insoslayables; el primero escribió: “Quien se interese por la Biblia y la literatura acabará dando vueltas en torno al libro de Job como un satélite”, y el segundo: “Job el edomita grita pidiendo sentido… Pide a Dios que se dé sentido a Sí mismo”.

Desde México, el filósofo transterrado Ramón Xirau también ha abrevado en la experiencia de Job. Esa larga cadena interpretativa incluye la sobresaliente referencia que hizo Octavio Paz en 1977 a ese libro al recibir el Premio Jerusalén, mediante un inesperado conocimiento de la versión más difundida en las iglesias protestantes de habla castellana:

Los sufrimientos de Job pueden verse como una ilustración del poder de Dios y de la obediencia del justo. Ése es el punto de vista divino pero el de Job es otro; aunque está “vestido de llagas” —como dice, admirablemente, la versión castellana de Cipriano de Valera— persiste en sostener su inocencia. Cierto, se inclina ante la voluntad divina y admite su miseria; al mismo tiempo, confiesa que encuentra incomprensible el castigo que padece. “Diré a Dios: no me condenes, hazme entender por qué pleiteas conmigo”. (X, 2). Si no duda, tampoco cede: “Aun cuando me matare, en él esperaré: empero mis caminos defenderé delante de él” (XIII, 15). El diálogo que entabla Job con Dios no es un diálogo entre dos leyes sino entre dos libertades. Job no niega su miseria ontológica —Dios es el ser y el hombre está roído por la nada— pero desde su misma insignificancia afirma el carácter irreductible y singular de su persona. […] El verdadero misterio no está en la omnipotencia divina sino en la libertad humana.

Con esto queda claro que un rastreo de esta naturaleza bien podría hacerse con prácticamente cada libro de la Biblia y los resultados serían inabarcables.

Fragmento del texto que aparecerá en la Biblia de la Reforma, de la Sociedad Bíblica de España.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Ginebra viva - “Ese venero, ese manantial”: Presencia de la Biblia en la cultura de Occidente (II)