Spurgeon: una nueva biografía, de Arnold Dallimore

“Preferiría siete años con la enfermedad más debilitadora —explica— a vivir de nuevo el terrible descubrimiento de la maldad del pecado”. Fragmento de "Spurgeon: una nueva biografía" (A. Dallimore, Ed. Peregrino).

18 DE DICIEMBRE DE 2014 · 22:55

Charles Spurgeon.,Spurgeon
Charles Spurgeon.

Un fragmento del libro "Spurgeon: una biografía", de Arnold Dallimore (2006, Editorial Peregrino). Puedes leer más sobre el libro aquí

De la terrible convicción de pecado a la conversión gloriosa

En el verano de 1849, Charles entró en una escuela más: esta vez en la ciudad de Newmarket. Aunque acababa de cumplir 15 años, no llegó a la misma como un mero estudiante, sino como profesor a tiempo parcial: un puesto conocido como “ujier”.

En un futuro no muy lejano le esperaba la gran experiencia transformadora de su conversión: un acontecimiento conocido desde hace mucho entre los cristianos evangélicos, a menudo predicado desde los púlpitos y narrado en libros y revistas.

Pero aquel suceso fue precedido de una larga y amarga convicción de pecado y de un anhelo de salvación que pocas veces se menciona. Sin embargo, Spurgeon consideraba tan importante aquella experiencia que no solo hablaba de ella a menudo en sus predicaciones, sino que le dedicó un capítulo entero en su Autobiografía.

Además, al relatarla, este maestro de la descripción casi parece tener dificultades para conseguir palabras lo suficientemente fuertes para retratar la angustia que atravesó. “Preferiría pasar siete años con la enfermedad más debilitadora —explica— a experimentar de nuevo ese terrible descubrimiento de la maldad del pecado”1.

 

Arnold Dallimore

Esta amarga experiencia comenzó cuando Spurgeon era aún muy pequeño. Como hemos visto, tenía solo 3 años cuando se divertía con las ilustraciones de El progreso del peregrino de Bunyan, con aquel fardo sobre sus espaldas, y no mucho después conocería el significado del mismo: que se trata de una carga de pecado. Mientras aprendía a leer, su material de lectura era principalmente la Biblia y las obras de algunos de los grandes autores puritanos. También escuchaba atentamente las conversaciones teológicas y, para cuando tenía alrededor de 10 años, ya había adquirido un conocimiento notable de la doctrina cristiana. Aunque era un niño recto y sincero, había comprendido hasta cierto punto lo que es el pecado a los ojos de Dios y sabía —como el Peregrino— que llevaba ese terrible fardo del cual no podía librarse por sí mismo.

Durante una de sus visitas de verano a la casa de su abuelo, la lectura bíblica de cierto día hablaba de “un abismo sin fondo”, y Charles la había interrumpido para preguntar cómo era posible que existiera un lugar que no tuviera fondo. El abuelo respondió de alguna manera, pero la respuesta no satisfizo al niño; y desde entonces quedó fijada en su mente la certidumbre de que era posible que alguien sin justificar se alejara eterna y crecientemente de Dios y de todo lo que era justo y bueno.

Además, aunque sabía tan bien como cualquier otro que “Cristo murió por nuestros pecados”, no veía que esa verdad se aplicara a su propio caso. Intentaba orar, pero “la única frase que lograba articular —dice— era: ‘Dios, sé propicio a mí, pecador’. El sublime esplendor de su majestad, la grandeza de su poder, la severidad de su justicia, el carácter inmaculado de su santidad y su terrible grandiosidad abrumaban mi alma, y caía a tierra con mi espíritu completamente abatido”2.

A pesar de sus muchos esfuerzos, su convicción de pecado aumentaba; y Charles cuenta cómo, a lo largo de varios años durante su niñez, fue permanentemente consciente de las exigencias universales de la Ley de Dios. “Adondequiera que iba —dice— imponía sus demandas sobre mis pensamientos, mis palabras, mi levantarme y mi descansar”. Y en medio de sus luchas por superar aquella terrible noción, se topaba con esa verdad gemela de la naturaleza espiritual de la Ley. Aunque él mismo jamás había cometido los pecados de la carne, se sentía culpable de ellos en el espíritu, y exclama: “¡Qué esperanza tenía yo de eludir una ley semejante, que por todas partes me rodeaba de una atmósfera de la cual no podía escapar!”3.

Con frecuencia, al despertarse después de pasar una mala noche, escogía algún libro como Admonition to Unconverted Sinners (Amonestación a los pecadores inconversos), de Alleine, y Call to the Unconverted (Llamamiento a los inconversos), de Baxter; pero esas obras que tanto habían ayudado a otros no hacían sino reforzar lo que ya sabía: que estaba perdido y necesitaba ser salvo. Lo dejaban con un anhelo amargo de saber cómo había de recibirse esa gran salvación; y así seguía buscando y sufriendo.

En medio de aquellas circunstancias, aunque muy pocas veces había oído una blasfemia y mucho menos la había dicho, en su mente empezaron a entrar toda suerte de maldiciones dirigidas a Dios y al hombre —seguidas de fuertes tentaciones de negar la existencia misma de Dios—, las cuales a su vez le llevaban a decirse que se había convertido en un librepensador y, prácticamente, en un ateo. Se empeñaba hasta en dudar de su propia existencia, pero tales intentos resultaban inútiles.

Finalmente se dijo a sí mismo: “Tengo que sentir algo; tengo que hacer algo”. Y deseó poder ofrecer su espalda a los azotes o llevar a cabo alguna difícil peregrinación, si es que con tales esfuerzos lograba ser salvo. “No era capaz —admitía sin embargo— de lograr lo más sencillo de todo: creer en Cristo crucificado, aceptar su salvación acabada, ser nada y que Él lo fuera todo, no hacer cosa alguna sino confiar en lo que Él había hecho”4.

Esta dolorosa búsqueda continuó a lo largo de los años en que asistió a la escuela, tanto en Colchester como en Maidstone, y se hizo aún más intensa durante sus días en Newmarket. Como ya hemos dicho, su trabajo académico fue siempre excelente, pero en su interior estaba angustiado. Años después, al evocar aquella terrible época, expresaría: “Pensaba que habría preferido ser una rana o un sapo que haber sido creado hombre, y me parecía que la criatura más inmunda […] era mejor que yo: porque yo había pecado contra el Dios todopoderoso”5.

 

Portada del libro.

 Después de ir a Newmarket, asistió a los cultos en una iglesia primeramente y luego en otra, esperando oír alguna cosa que lo ayudara a liberarse de su carga. “Un hombre predicó acerca de la soberanía de Dios —explica—, ¿pero de qué le servía aquella verdad sublime a un pobre pecador que necesitaba saber qué tenía que hacer para ser salvo? Y hubo otro hombre admirable que predicaba siempre acerca de la Ley; ¿pero qué sentido tenía estar arando la tierra que necesitaba ser sembrada? Y otro, aún, era un predicador práctico […] pero parecía un oficial al mando enseñando maniobras de guerra a un grupo de hombres a quienes les faltaban los pies […]. Lo que yo quería saber era cómo podía recibir el perdón de mis pecados, y ellos nunca me lo dijeron”6.

Durante el mes de diciembre de 1849, hubo una epidemia de fiebre en la escuela de Newmarket, y esta se cerró momentáneamente. Charles fue a su casa, en Colchester, a pasar la época navideña.

Dios utilizó este cambio de circunstancias para salvar al muchacho buscador. Y aunque la historia de la conversión de Spurgeon es muy conocida, vale la pena repetirla; lo cual no puede hacerse mejor que con las palabras que él mismo utilizó para contarla:

A veces pienso que muy bien podría haber seguido hasta hoy día en las tinieblas y la desesperación, de no haber sido por la bondad de Dios al enviar una tormenta de nieve cierto domingo por la mañana, cuando me dirigía a cierto lugar de culto. Me metí por una calle lateral y fui a parar a una pequeña iglesia metodista primitiva, en cuya capilla podía haber entre doce y quince personas. Había oído hablar de los metodistas primitivos: que cantaban tan fuerte que producían dolor de cabeza; pero eso no me importaba. Yo quería saber cómo ser salvo […].

Aquella mañana no estaba el pastor —imagino que se había quedado bloqueado por la nieve—. Por fin, un hombre de aspecto muy delgado —un zapatero, sastre o algo por el estilo— subió al púlpito para predicar. Ahora lo corriente es que los predicadores sean personas instruidas, pero aquel hombre era realmente estúpido: tenía que limitarse a su texto, por la sencilla razón de que poco más podía decir. Y el texto en cuestión era: “MIRAD A MÍ Y SED SALVOS, TODOS LOS TÉRMINOS DE LA TIERRA”. Ni siquiera pronunciaba las palabras correctamente; pero eso no importaba: pensé que en ese pasaje había un rayo de esperanza para mí.

El predicador comenzó de esta manera: “Este versículo es de lo más sencillo; dice: ‘Mirad’. La verdad es que mirar no cuesta mucho trabajo. No es como levantar el pie o el dedo; es simplemente ‘mirar’. Bueno, no hace falta ir a la universidad para aprender a mirar: uno puede ser tonto de remate y, sin embargo, mirar. No hace falta tener una renta de 1000 libras al año para mirar. Todo el mundo puede mirar; hasta un niño puede mirar.

Pero luego, el versículo dice: ‘Mirad a mí’. ¡Ay! —exclamó con el acento cerrado de Essex—. Muchos de ustedes se estarán mirando a sí mismos; pero de nada vale mirar ahí. Jamás hallarán consuelo en ustedes mismos. Algunos dicen: ‘Mirad a Dios Padre’. ¡No, a Él mírenlo más adelante! Jesucristo dice: ‘Miradme a mí’. Algunos de ustedes dirán: ‘Debemos esperar a que el Espíritu obre’. Ahora mismo no se trata de eso: miren a Cristo. El texto dice: ‘Mirad a mí’”.

Luego aquel buen hombre siguió con su versículo diciendo lo siguiente: “Miradme a mí: estoy sudando grandes gotas de sangre. Miradme a mí: estoy colgado de la Cruz. Miradme a mí: estoy muerto y sepultado. Miradme a mí: resucito. Miradme a mí: asciendo al Cielo. Miradme a mí: estoy sentado a la diestra del Padre. ¡Pobre pecador, mírame a mí, mírame a mí!”.

Tras haber […] logrado extenderse durante diez minutos, poco más o menos, estaba en las últimas; pero luego miró hacia mí, sentado debajo de la galería, y supongo que, con tan pocas personas presentes, supo que era un extraño.

Entonces, fijando en mí sus ojos —como si conociera por entero mi corazón—, dijo: “Joven, parece muy desdichado”. En verdad lo era; pero no estaba acostumbrado a que se hicieran comentarios acerca de mi aspecto personal desde el púlpito. Sin embargo, aquel fue un golpe certero que me alcanzó de lleno. Luego siguió diciendo: “Y siempre será desdichado —desdichado en la vida y desdichado en la muerte— si no obedece al versículo que he escogido; pero si lo hace, ahora, en este mismo momento, será salvo”. Y levantando las manos gritó como solo es capaz de hacerlo un metodista primitivo: “¡Joven, mire a Cristo! ¡Mire! ¡Mire! ¡Mire! ¡No tiene más que mirar y vivir!”.

De inmediato reconocí el camino de la salvación. No sé qué más dijo: no presté mucha atención, poseído como estaba por aquel solo pensamiento […]. Había estado esperando hacer cincuenta cosas; pero cuando escuché la palabra “Mire”, ¡qué encantadora me pareció! ¡Y miré hasta casi gastarme los ojos!

En ese mismo momento la nube desapareció, las tinieblas se desvanecieron y pude ver el Sol. En ese instante podría haberme levantado y cantado con los más entusiastas de ellos, acerca de la sangre preciosa de Cristo y de la fe sencilla que solo le mira a Él. ¡Ojalá que alguien me lo hubiera dicho antes: “Confía en Cristo y serás salvo”! Sin embargo, todo había sido sabiamente dispuesto, no hay duda, y ahora puedo decir que…

Desde que el arroyo vi

en fe de tus heridas fluir,

tu redención yo cantaré

por siempre hasta morir.

Aquel día feliz, cuando encontré al Salvador y aprendí a asirme de sus queridos pies, es un día que jamás olvidaré […]. Escuché la Palabra de Dios y aquel precioso versículo me llevó a la Cruz de Cristo. Puedo testificar que el gozo de aquel día fue completamente indescriptible. Hubiera sido capaz de saltar y bailar: no había expresión, por fanática que fuera, que hubiese desentonado con la alegría de aquella hora. He tenido, desde entonces, muchos días de experiencia cristiana; pero ninguno de ellos ha contado con la completa euforia, el deleite fulgurante de aquel primer día.

Creí poder haberme levantado de mi asiento con un salto y clamado con el más exaltado de aquellos hermanos metodistas […]: “¡Estoy perdonado! ¡Estoy perdonado! ¡Soy un monumento de la gracia! ¡Un pecador salvado por la sangre!”. Mi espíritu vio romperse en pedazos sus cadenas y me como un alma emancipada, un heredero del Cielo, alguien perdonado y acepto en Jesucristo, sacado del lodo cenagoso y del pozo de la desesperación, con los pies puestos sobre una roca y mi camino enderezado […].

Entre las 10:30 de la mañana, cuando entré en aquella capilla, y las 12:30, en que estaba de vuelta en casa, ¡qué cambio extraordinario se había operado en mí! Simplemente con mirar a Jesús había sido liberado de la desesperación y llevado a una disposición tan gozosa que, cuando me vio mi familia me dijeron: “Algo maravilloso te ha sucedido”. Y yo estaba deseando contárselo todo. ¡Qué alegría hubo aquel día en casa al escuchar que el hijo mayor había encontrado al Salvador y se sabía perdonado!7.

La conversión de Spurgeon fue el momento crucial de su vida. Era verdaderamente una nueva criatura, y aquella terrible convicción de pecado que había durado tanto tiempo había desaparecido: todo lo que tenía por delante era nuevo.

El sufrimiento por el que había pasado tuvo, sin embargo, un efecto duradero en él: el reconocimiento de la maldad abominable del pecado quedó profundamente grabado en su mente y le hizo aborrecer la iniquidad y amar todo cuanto era santo. La incapacidad de los predicadores a quienes había oído de presentar el Evangelio, y hacer esto de un modo claro y directo, le llevó, durante todo su ministerio, a decir a los pecadores en cada sermón que predicaba y de la manera más franca y comprensible, cómo podían ser salvos.

Además, aquellas lecciones no eran meramente para el futuro: su amor a Cristo era tal que, aun cuando en aquel momento contaba solamente 15 años de edad, no podía esperar para hacer algo por Él: tenía que encontrar formas de servirle y hacerlo de inmediato.

 

NOTAS

1Murray, Iain, ed.: The Early Years, p. 59 (Londres, Banner of Truth, 1962).

2Ibíd., p. 55.

3Ibíd., p. 62.

4Ibíd., p. 70.

5Ibíd., p. 59.

6Ibíd., p. 87.

7Ibíd., pp. 87-90.

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