Recuperar el sentido de la vida

La verdad del evangelio sigue vigente; sigue siendo relevante y valiosa para la vida, pero para la totalidad de la vida.

08 DE MAYO DE 2017 · 11:24

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Recompensa de la humildad y del temor del Señor son las riquezas, la honra y la vida.

Proverbios 22:4, NVI

La vida es, en términos generales, de una amplitud tal que resulta imposible de abarcar. Y me refiero a la vida biológica, no ya a la metafísica. Me refiero a los tardígrados que pueden sobrevivir a un viaje espacial y también a las flores silvestres que nacen por la mañana y al día siguiente se han marchitado. A la vida microscópica que puebla cada milímetro de este planeta, a los mohos, los virus y los priones. Y también a la extraña vida de los seres humanos, a sus capacidades, a cómo son los únicos seres del todo el universo conocido que por voluntad propia deciden no seguir las leyes de la naturaleza. Cómo imaginan y razonan, cómo se agrupan en núcleos, tribus, sociedades y civilizaciones, y las normas éticas y morales que surgen de esa ordenación. Incluso en un feto con malformaciones que está a punto de morir antes de nacer (antes incluso de haber crecido varios centímetros) se dan una serie de circunstancias y de proezas biológicas que hacen imposible pensar que la vida, a cualquier nivel, no merezca la pena. 

Para los que escribieron y leyeron el Antiguo Testamento en su época, la vida no estaba compartimentada ni dividida. Todo formaba parte del todo. La ley de ordenación civil también era la ley por la que el mismo Dios se daba a conocer, así que no podía existir una separación entre lo sagrado y lo secular: todo era sagrado. Todo ayudaba a honrar y conocer más al Creador de todas las cosas. Por eso, cuando en Proverbios 22:4 se habla de las recompensas de hacer lo debido ante ese Dios (presentarnos con humildad ante él, porque es nuestra condición como criaturas, y tomar en la debida consideración su increíble poder sobre todas las cosas), esas recompensas con algo físico y metafísico a la vez, como si no importase la distinción. Las riquezas son algo muy palpable, algo muy medible en términos humanos. El concepto de riqueza del antiguo Israel quedó descrito en Deuteronomio 28 en las bendiciones a la obediencia. Aquí se ve cómo las riquezas son algo que se obtiene del fruto del trabajo de cada uno, cómo son una especie de “redención” del esfuerzo y del sudor con que Adán quedó maldito al pecar. Seguimos en pecado, pero al volvernos a Dios la tierra deja de hacernos sufrir tanto, y podemos disfrutar y aprovechar mejor sus frutos. En cualquier caso, esa riqueza se deriva del esfuerzo, de la pericia, de la profesión y la habilidad. No hay nada más lejano a ese extraño engendro de la teología de la prosperidad, que aboga por unas riquezas que surgen de la nada. Bíblicamente, la riqueza siempre es fruto del esfuerzo y la disciplina.

Sin embargo, la honra es algo mucho más impalpable. En las civilizaciones de Oriente (a diferencia de las de Occidente), la honra era una cuestión vital para la vida en sociedad, era un activo sobre el que se tasaba a las personas, según tuvieran más o menos honra. Y su honra se conseguía en base a su reputación, a sus acciones y a su servicio. La honra tiene que ver con lo impalpable de la vida, con lo inmaterial; con aquello de lo que están hechas las relaciones humanas.

Pero a mí, como occidental del siglo XXI, casi como milennial, este concepto de la vida como recompensa de Dios me cuesta un poco. De hecho, sigue costando entender correctamente la vida en abundancia que promete Jesús a sus discípulos. Porque ya desde los primeros momentos de la iglesia, la vida de los cristianos estuvo marcada por la persecución, la muerte, las luchas y las frustraciones. No hay carta de Pablo que no admita en algún momento lo mal que lo ha pasado o que lo está pasando. El libro de Hechos está lleno de momentos asombrosos, pero también de catástrofes continuas. Y, aun así, en medio de todo eso estuvo el Señor, y su promesa de tener una vida en abundancia no caducó. Y solo nos quedan dos opciones: o pensar que eso ya no es válido (que quizá nunca lo fue) o repensar nuestro concepto de lo que es vida.

Hace pocos días leía un artículo escrito desde la izquierda política que analizaba ciertas cuestiones actuales. Aunque el análisis era bastante interesante y estaba bien documentado, al final del artículo el escritor desvariaba hacia el deseo de que la sociedad cambiase “hacia bien”, pero su resolución de los conflictos sociales pasaba por adoptar un cierto tipo de ideología. Es el clásico “salvar el mundo” a través de una sola línea de pensamiento, a través de un grupo reducido o exclusivo de conceptos que se pretenden aplicar a todo. Y eso es esencialmente imposible. Y seguir insistiendo en ello, a estas alturas, es esencialmente falso. Sin embargo, lo que más me incomodó fue el hecho de que yo conocía muy bien esa clase de discurso, solo que con otro tema. Su ideario y su línea de pensamiento, si cambiábamos el núcleo, repetía el patrón de una parte de la literatura evangélica de hoy en día. En el artículo el autor insistía en que la solución a todo era instalar el socialismo. En la literatura evangélica, toda solución pasa porque todo el mundo se haga cristiano evangélico. “Y entonces la sociedad cambiará”, dice cada uno, sin saber que están hablando de lo mismo, cada uno desde su pequeño minarete. La vida, detrás de todo eso, tiene poco que ver con ello.

Todo esto viene para hablar del tema de que son muchos los que siguen creyendo en los principios de la Reforma protestante, y que siguen creyendo que hay algo positivo y bueno en pertenecer a una iglesia evangélica; pero igual que detrás de las posiciones políticas (de izquierda o de derecha) se esconden extremos preocupantes, detrás de ciertos movimientos de la iglesia evangélica, también. Al fin y al cabo, a pesar de lo que muchos pretendan, no hay diferencia, a nivel social, entre ser un activista político, o un activista ecologista, o un forofo de cierto equipo de fútbol y ser forofo de cierta clase de movimiento evangélico. Para todos ellos la vida queda reducida a un espacio diminuto, se obvia lo que queda fuera y se ignora todo aquello a lo que no se pueden aplicar los principios que defienden. No hay nada de Dios en todo eso, en el sentido de algo trascendente que le dé más validez a una opción frente a otra, porque son todos movimientos que surgen del ser humano y se dirigen hacia el ser humano. Y los procedimientos, los discursos, las consignas; la estrechez de miras y la absolutez de sus posiciones son iguales en todas partes. El amor con que un admirador del Barcelona mira a su equipo no se diferencia del amor con que cierta clase de evangélicos hablan de sus actividades de iglesia o de sus ministerios.

Y ojo, que todo el tiempo hablo de “cierta clase” de evangélicos, no de su totalidad. Me refiero a esa cierta clase que se ha convertido a la iglesia evangélica más que convertirse a Cristo. Y los hay. Y a veces llegan a posiciones de liderazgo, y a veces estudian en los seminarios. Y a veces se enfurecen porque su ideología pierde pureza, o eficacia, o se aleja de la tradición con la que se sintieron cómodos en sus comienzos (la que les enamoró); y entonces comienzan una cruzada, o se suman a alguna existente, y recuperan su enamoramiento y les parece a ellos que todo vuelve a tener sentido. E igual que hacen todos los forofos y todos los activistas del mundo, les enfurece que el resto de la sociedad (o el resto de su grupo) no sean capaces de enamorarse con ellos.

La cuestión está en que todo esto tiene apariencia de piedad, pero tiene poco que ver con la totalidad de la vida, de esa vida en su conjunto a la que el evangelio de Cristo apunta. La cuestión es que esta clase de movimientos apuntan más hacia la iglesia que hacia el Señor, y los confunden como si fueran la misma cosa. Y a veces incluso confunden muchas otras cosas que tienen que ver con la vida religiosa, trasmutando la importancia de unas a otras, confundiendo términos y conceptos. Y por el camino arrasan con todo el que discrepe de su forma de ver la vida cristiana, porque eso es lo que hacen los forofos. Muchas de las conversaciones que tuvo Jesús con los fariseos de su época versaron sobre estos mismos temas, sobre el dar prioridad a cosas sin importancia y que se acaban cargando el verdadero mensaje de la revelación de Dios. Jesús apuntaba hacia esa misma verdad profunda: lo importante son las personas, no los conceptos ni la ideología, que siempre vienen después. Ni siquiera la religión, o la fe (porque a muchos de los participantes de estos movimientos evangélicos no se les puede decir que lo que ellos tienen en una bonita y funcional religión, porque se ofenden, aunque sea verdad). Tan importantes son las personas que el hijo de Dios dio su vida por ellas. No dio su vida por un movimiento, ni por una teología, ni por una ideología, ni por un conjunto de creencias. Jesús dio su vida por las personas, y del mismo modo ese debe ser nuestro baremo frente a todo lo demás.

La cuestión es que cuando se lee o se escucha a muchos de los líderes de estos movimientos, a mí lo que se me viene siempre a la cabeza es qué tendrá que ver lo que dicen con la realidad. Me pregunto si alguna vez se han tenido que enfrentar a divorcios, muertes prematuras, enfermedades; a la precariedad laboral, al desempleo, a la violencia, a la presión de grupo, a la convivencia vecinal, a desórdenes emocionales, a trastornos mentales; porque exigen que la gente se posicione en lugares desde donde es imposible lidiar con todas estas cosas con sabiduría real. Ellos, a cambio, ofrecen soluciones parciales e ingenuas. Eso también lo hacen los forofos normalmente. Cuando se trata de movimientos evangélicos, es algo que hace mucho más daño a las personas; y también es mucho más difícil de detectar, porque queremos pensar bien de los otros. A la larga se nota porque, como se vio no hace mucho en una encuesta, seguimos anhelando esa espiritualidad perdida en el Edén, pero cada vez queremos menos tener que ver con la religión formativa y con la vida religiosa tradicional. Porque, con los años, supongo que muchos se han dado cuenta de que no necesariamente (no necesariamente) una vida religiosa conduce a una mayor relación con Dios. No son lo mismo. La necesidad profunda de encontrarse cada uno con su Creador no se suple con una vida beata. No está en escuchar atentamente al predicador de turno los domingos, ni en aprender cierta clase de teología, ni ocuparse el tiempo en cierta clase de actividades, ni en hablar todo el tiempo con cierta clase de lenguaje alambicado. La necesidad de conocer a Dios, y de ser conocidos con él, no habita (con todo el pesar del mundo) dentro de los templos o los locales de iglesia, sino en la vida cotidiana. Y cuando los forofos de estos movimientos insisten en que todos los problemas se resuelven comprometiéndote de nuevo con lo que ocurre dentro del local de la iglesia (e invirtiendo todo tu esfuerzo y tu tiempo ahí), ¿en qué se diferencian del que asegura que los problemas del mundo los resolverá el socialismo, o el libre mercado, o la conciencia ecológica? 

En todo esto, la verdad del evangelio sigue vigente; sigue siendo poderosa y transformadora. Sigue siendo relevante y valiosa para la vida, pero para la totalidad de la vida. Para todas y cada una de las expresiones y acciones de la vida sobre el planeta. Y por eso, últimamente siento una necesidad cada vez mayor de alejarme de esta clase de movimientos evangélicos, por la de tiempo que ocupan y todo lo que distraen. Y por eso, porque últimamente estos movimientos y sus líderes parecen omnipresentes, parece que muchos como yo nos estamos alejando de la vida cristiana o de los principios de la Reforma. Pero nada más lejos de la verdad. Sigue habiendo alegría cuando te reúnes con tus hermanos en la fe. Sigue habiendo alegría en estudio de la Palabra. Sigue habiendo consuelo en Dios, y en Jesús. Donde no hay consuelo es dentro de las cuatro paredes de su ideología. Y son dos cosas diferentes. Tendremos que aprender a ver la diferencia, porque estos movimientos suelen venir para quedarse durante bastante tiempo.

De mi parte, la mayor determinación de las últimas semanas, delante de Dios, ha sido la de no renunciar a la totalidad de la vida. No renunciar a la belleza de las cosas, ni escamotearme del mal que provoca el pecado en el mundo. Y eso implica que tengo que repensar y analizar cosas que he creído siempre y que estaban equivocadas en mi relación con Dios y con los otros. Es la única manera de recuperar el sentido de la vida.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Amor y contexto - Recuperar el sentido de la vida