Ascenso al monte Carmelo
Hamden, Connecticut
9 de noviembre
Todavía conmocionado por el último suceso que he registrado aquí, lleno una mochila con un chubasquero, un paraguas, mi libreta, agua (que nunca falte), un termo con té rojo para combatir el frío, ganas de aventura, una pizca de miedo, y un deseo de paz inquebrantable. Por delante, el monte Carmelo con algo más de mil metros. Subo andando, calzado con unas buenas botas, y el camino sembrado de
9 de noviembre
24 DE MARZO DE 2007 · 23:00
Ray comienza a subir por el camino más fácil, por la cara norte, que es muy diferente a la que vi cuando llegué (la sur). Hay más resquicios, más pared, más montaña. Al principio le sigo de cerca, pero pronto va dejándome un poco atrás, dejando que vaya cogiendo mi propio ritmo y sin perderme de vista al mismo tiempo, lo cual agradezco.
A los cien metros, decidimos atravesar monte a través. El terreno está sensiblemente inclinado, y el musgo alfombra el suelo. Atravesamos arbustos altos, esquivamos espinos, tropezamos con piedras engañosas. Doscientos cincuenta metros. Resbalo un par de veces mientras el mundo se vuelca contra nosotros. Salimos de nuevo al camino y bebemos. Nos vamos alejando de la realidad, para trepar hacia las nubes. Cuatrocientos metros.
- Ya había olvidado lo que es subir un monte – digo. - ¿Quieres que vayamos más despacio? - No, sólo hay que respirar - obvio.Abajo la realidad. Quinientos metros. Respirar. La vegetación se va sustituyendo por piedra. Es un punto de apoyo más estable, pero más duro. Un riachuelo corre paralelo a nuestro ascenso. Hundo mis dedos en el riachuelo y mojo mi cabeza. Una hora; seiscientos metros. Cada vez cuesta más. Una flor de color violeta está sola en medio de este paraje cada vez más agreste, donde la vida tiene que sufrir, tiene que imponerse para atravesar la piedra que la estrangula. Mi guía resbala un par de veces, pero nunca cae. No cede. Es el momento de secarse el sudor de la frente. Estoy a cincuenta metros de él. Pasamos junto a una roca grande de la que emana agua. Las nubes son bajas y lloran un poco sobre nosotros. Me acerco a la roca de la que penden pequeñas estalactitas. Dejo que el agua me caiga y me agarro a la piedra, apoyando todo el peso. Setecientos cincuenta metros. Hacemos una parada. Nos sentamos (yo lo hago sobre el limo y me mancho el trasero). Merece la pena el esfuerzo. Hamden abajo, ajeno a nuestra aventura, mientras aquí nos acercamos un poco más al cielo. Sacamos los chubasqueros. Nunca he visto las nubes tan de cerca y es mentira que están hechas de algodón. Pero todavía me sorprende que hay quien prefiera – digo prefiera - creer que toda esta creación es fortuita, que no es el fruto de un acto de creación consciente, ni de la preocupación por la belleza de la creación en sí misma. La casualidad no puede hacer que sienta alivio al dejarme empapar por el agua brotando de una roca a ochocientos metros de altura. Nos terminamos las barritas de cereales y avanzamos hacia la cima. Comienza a caer granizo. Bolas pequeñas pero que al caer tan horizontalmente, duelen. Parece que graniza desde el suelo. A las dos horas desde el inicio ya estamos arriba, levantando los brazos, como vencedores derrotados. Arriba está el mástil de una bandera que se ha perdido, entre dos rocas. Alguien ha escrito en el borde: HASTA AQUÍ DIOS NOS HA AYUDADO (08/02/84). No puedo dudar que ha merecido la pena el esfuerzo de subir. Pero aún queda el siguiente esfuerzo: el descenso.
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