El alcalde de Iguala y esposa, prófugos con un rastro de cadáveres

Buscados en México por la desaparición de 43 estudiantes, sembraron el terror bajo la sombra del narco.

El País · México · 13 DE OCTUBRE DE 2014 · 19:00

José Luis Abarca y su esposa, Mª de los Ángeles Pineda / Alejandrino Gonzalez (AP),Abarca Iguala
José Luis Abarca y su esposa, Mª de los Ángeles Pineda / Alejandrino Gonzalez (AP)

El alcalde de Iguala, José Luis Abarca, está prófugo junto a su esposa desde que el viernes 26 de septiembre desaparecieran en su ciudad 43 alumnos de magisterio y fueran encontradas días después seis fosas clandestinas con 28 cadáveres pendientes de identificar.

CRÍMENES SIN CASTIGO

Nicolás Mendoza Villa lo recordaría meses después por escrito en una notaría de la Ciudad de México. A las seis de la tarde del 31 de mayo de 2013, el ingeniero Arturo Hernández Cardona y él vieron cómo dos sicarios empezaban a cavar la que iba a ser su fosa. Ambos estaban presos en un paraje desconocido de Guerrero. Un día antes, les habían secuestrado, pistola en mano, en la carretera hacia Tuxpan junto a otros compañeros de la Unidad Popular, un movimiento de defensa de los derechos de los campesinos.

Durante horas les habían torturado con un látigo de alambre. El peor parado había sido su líder, Hernández Cardona. Ya de noche llegaron al lugar dos hombres bien conocidos con una cerveza en la mano. Eran el alcalde Iguala, José Luis Abarca Velázquez, y su jefe de policía, Felipe Flórez Vázquez.

El regidor, con quien Hernández Cardona había mantenido agrias disputas, la última, dos días antes en su despacho municipal, se adelantó unos pasos y ordenó que torturaran otra vez a su adversario político. —¡Ya que tanto estás chingando, me voy a dar el gusto de matarte!

Acto seguido, su jefe de policía lo arrastró hasta la recién terminada fosa. Ahí, el alcalde de Iguala le disparó primero a la cara, luego al pecho. Otros dos dirigentes de Unidad Popular fueron asesinados.

El hombre que asegura haber visto todo esto y pudo escapar para contarlo fue Nicolás Mendoza Villa, chófer del ingeniero asesinado. Mendoza prestó testimonio ante notario, la esposa del ingeniero presentó denuncia, la prensa aireó el caso y algunos conocidos políticos mexicanos exigieron responsabilidades. La Procuraduría respondió acumulando ocho tomos de diligencias. Pero, como tantas veces sucede en México, nada ocurrió.

El alcalde de Iguala siguió gobernando como antes, junto a su esposa, María de los Ángeles Pineda Villa. “Desde entonces reina el miedo en Iguala”, afirma Sofía Mendoza Martínez, concejal del PRD y viuda de Hernández Cardona; una de las pocas personas capaces de romper el círculo del terror y acusar al alcalde mucho antes de que se convirtiese en el hombre más buscado de México por la matanza de seis personas y la desaparición de 43 estudiantes de magisterio en un oscuro enfrentamiento con la policía y el narco el 26 de septiembre.

LA ESPOSA QUE QUISO REINAR

El alcalde regía Iguala, un municipio de 130.000 habitantes, la tercera ciudad de Guerrero, histórica cuna de la bandera mexicana y un enclave estratégico para los movimientos del narco.

En su ascenso le acompañó su esposa, una mujer de carácter duro. Dos de sus hermanos sirvieron a las órdenes del histórico capo Arturo Beltrán Leyva. Ambos fueron ejecutados en 2009 cuando se quisieron separar del llamado Jefe de Jefes. Un tercer hermano, aún vivo y recientemente detenido, penó por narcotráfico y ahora se presume que es uno de los cabecillas de los Guerreros Unidos, un sanguinario cartel que controla Iguala. Para culminar la trama familiar, la madre ha sido señalada por los servicios de inteligencia como testaferro del narco.

En una tierra con una tasa de homicidios tres veces mayor que la mexicana y 20 veces la española, las palabras de una mujer con estas credenciales eran escuchadas con mucha atención. A medida que pasaban los meses, su participación en los asuntos políticos, según admiten dirigentes del PRD, fue cada vez mayor, hasta el punto de que ya pensaba postularse como candidata a la alcaldía en 2015.

Para ello había logrado ser elegida consejera estatal del PRD y dirigía un organismo municipal, el denominado Desarrollo Integral de la Familia (DIF). Nada parecía capaz de frenarla. Este pasado 26 de septiembre presentaba el informe de actividades del DIF en la plaza de las Tres Garantías, en el zócalo de Iguala, un espacio reservado para las grandes ocasiones. El pistoletazo de salida de su carrera electoral.

LOS ESTUDIANTES MASACRADOS

El acto empezaba a las seis de la tarde, justo a la hora en que dos autobuses procedentes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, un semillero de la izquierda radical mexicana, entraban en el municipio. El grupo, formado por estudiantes de magisterio de 18 a 23 años, acudía a la ciudad a recaudar fondos para sus actividades. La policía municipal estaba esperándoles. Sus enfrentamientos con el alcalde y su esposa eran notorios. Ya después del asesinato del ingeniero Hernández Cardona habían atacado el ayuntamiento y señalado al regidor como culpable. Esa tarde, tras dar vueltas por la ciudad, se dirigieron hacia el zócalo.

La esposa del alcalde pidió al director de la policía municipal, Felipe Flórez Velázquez, que impidiera la llegada de los jóvenes. Hubo gritos y algún enfrentamiento físico. Lo habitual. Los estudiantes se retiraron hacia la estación de autobuses. Allí se apoderaron de tres vehículos para volver a su escuela. Pero a la salida les esperaban los agentes. Esta vez hubo tiros. Los normalistas se defendieron a pedradas y lograron romper el cerco.

El alcalde, informado de la algarada, pidió entonces un escarmiento. Fue entonces cuando alguien llamó a la muerte. En sucesivos ataques, la policía, con apoyo de sicarios de Guerreros Unidos, inició una salvaje persecución de los jóvenes. A tiros mataron a dos, a otro lo desollaron vivo y le vaciaron las cuencas de los ojos.

Tres personas más, entre ellos un chico de 15 años, murieron a balazos al confundir sicarios y agentes un autobús que transportaba a futbolistas de Tercera División con normalistas. Y otros 43 estudiantes fueron secuestrados por los policías y supuestamente entregados a una fracción ultraviolenta de Guerreros Unidos llamada Los Peques. El pánico se apoderó de Iguala. Bares y comercios cerraron sus puertas.

Pero de todo ello, el alcalde y su esposa, según su propio testimonio, nada supieron. Nadie les creyó. Pero tampoco nadie les detuvo. A los dos días de la matanza, tras pedir licencia del cargo y asegurarse mediante un juez federal de que como aforado no podía ser arrestado hasta nueva orden, Abarca y su esposa se esfumaron. Lo mismo hizo el jefe de la Policía Municipal.

México, desde entonces, se ha visto cara a cara con la negrura de 43 desaparecidos y unas fosas repletas de cadáveres. Ellos aún siguen libres. Y el asesinato del ingeniero Hernández Cardona, sin culpable.

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