Predicar a Cristo: siempre, pero no ofrecerlo

Se trata, pues, de que el ministro, el predicador, conozca lo que sucedió en la cruz, y de eso depende luego cómo la predique.

27 DE ABRIL DE 2024 · 23:00

 Imagen de <a target="_blank" href="https://unsplash.com/@jcruzweb">Joao Cruz</a>, Unsplash CC0.,
Imagen de Joao Cruz, Unsplash CC0.

En los debates ocasionados sobre la predicación, que ocasionaron la postura que luego se llamó hipercalvinismo, tenemos buena ocasión para ver por dónde vamos ahora.

Efectivamente, los varios autores, que ya puse alguno la semana pasada, que se han llevado la etiqueta de ese calificativo, están lejos de imaginar la que les vendría encima en las simplificaciones de púlpitos y predicadores de renombre actuales.

Todos fueron gente comprometida, predicando como ellos entendían, pero predicando. Pensemos, por ejemplo, en un John Gill, el conocido predicador bautista (-1771), que por su respuesta a la defensa de los puntos remonstrantes (arminianos) que publicó Daniel Whitby (-1726) se le acuse de destruir el calvinismo. (Si alguien lee The Cause of God and Truth, 1736-7, se encontrará con una muy provechosa defensa del “calvinismo”, no de su destrucción.)

Ya puestos, incluso nuestro John Owen (-1683) podría alguien incluirlo como antecedente, pues, no solo en sus sermones y estudios, especialmente contra arminianos y socinianos, sino en su formulación teológica: Biblical Theology, 1661 (traducida del latín en 1994), expone sin rodeos la condición de poder de la gracia en la salvación, de tal manera, que incluso (aunque pudiera usarse el término con otros matices) la propia teología, tiene de necesidad que ser espiritual, de gracia, pues por la condición natural del hombre, no puede haber una teología “natural”, conformada a sus pensamientos y de ellos dependiente (lo que sería desarrollo “natural” de la teología de salvación papal con su escolástica).

Que como califiques como lo hace nuestro Pablo a la mente natural enemistad contra Dios, y que por eso no puede entender lo que es de su Espíritu, o como dijo nuestro Redentor, que su palabra algunos no la podían recibir porque no eran de la verdad, y que los de la verdad sí la recibieron, a nada que te descuides ya te dispensan el calificativo de hipercalvinista.

Se trata, pues, de que el ministro, el predicador, conozca lo que sucedió en la cruz, y de eso depende luego cómo la predique. Si allí se realizó una obra una vez para siempre; si allí Cristo llevó a los que le fueron dados por el Padre; si allí los suyos fueron puesto con él, sepultados con él, y luego resucitados con él…

Entonces el encargado de anunciar esa verdad no debería hacerlo como si lo ocurrido simplemente fuese un paso, necesario, pero que no conduce a nada sin los pasos ulteriores de los pecadores.

Y eso es lo que algunos predicadores en el espacio de tiempo que miramos consideraban que es lo que hacían la mayoría de los predicadores evangélicos. Una cruz ineficaz ante el poder de la voluntad humana.

La salvación como una colaboración necesaria entre el Cristo ofrecido y la decisión del pecador, que, de ese modo, hace al Cristo salvador. Hasta ese momento sólo sería alguien que lo intenta, pero es impotente… Estas cuestiones son las que se tenían en la mesa en los debates de esos momentos. No tan lejanas.

Frente a los que proponían que Dios hace el mismo esfuerzo con su gracia y poder para salvar a todos y cada uno de los pecadores, pero que, en última instancia, son éstos los que, si colaboran, logran que el Dios salga victorioso, es decir, frente a lo que predicaban un salvación condicional, se encontraban los que (nombrados de varias formas, pero no hipercalvinistas en esos momentos) declaraban (con las bases de Dordt) que así como la elección es incondicional, lo tiene que ser la salvación, y una salvación incondicional supone que lo que la compone: justificación, regeneración, santificación, preservación, y glorificación, sea necesariamente incondicional también.

Está claro que este tema es para algunos ocasión de hacer jueguecitos de palabras. Queda rechazada esa discusión de lucimiento argumentativo. Cualquiera que conozca el gozo de la redención, o la experiencia de nuestro Pablo: miserable de mí, jamás frivolizará con estas cuestiones.

Que en esos debates y confrontaciones se colaron errores, no seré yo quien lo niegue (la semana próxima, d. v., pongo alguno de los que pienso son más gordos), pero que la defensa de la predicación del evangelio, que Pablo llama poder de Dios para salvación, requiere que se descubra el mensaje falso de otro evangelio, eso hay que hacerlo siempre.

Se concentraron algunas cuestiones. Los que sostenían las bases de Dordt reconocían con pena que el evangelio predicado por los que se llamaron moderados, no extremistas, etc., realmente estaba consistiendo en declarar no la obra completa de Cristo, sino lo que le faltaba. Lo que anunciaban era más bien la obra del pecador, que sí era eficaz (la de la cruz, no).

He puesto en el título una palabra que requiere una mirada. El ofrecimiento. Es un término que puede llevar concepto confuso. Incluso la base de Dordt ya avisa de que no se entienda mal “el ofrecimiento de Cristo”, como si ofrecer es lo mismo que asumir condicionalidad.

Eso es lo que había ocurrido. Sin embargo, la palabra “ofrecer” no es más que presentar. (Como cuando Pablo le dice a los gálatas que quién los ha alucinado para no ver a Cristo, que les ha sido presentado claramente.)

Con esa connotación la usa, por ejemplo, Calvino. Nunca para indicar que se ofrece a un salvador incompleto hasta que le implantan la acción del pecador, que, además, tiene que ser permanente, porque si el pecador no persevera, Cristo no sería salvador.

Esta cuestión me atañe, porque soy predicador. Sin entrar en confusión de términos, creo que lo mejor es asumir una predicación en la que la gloria de Dios sea de tal manera manifestada que a nadie se le ocurra dar un paso al frente para darle algo a Dios, o tratar algún negocio con él, sino que todos, el predicador el primero, quedemos postrados en tierra, como en la imagen del profeta, y que sólo quede el canto del Espíritu: misericordia, misericordia, misericordia, santo, santo, santo…

Esto es lo que ocurre cuando se predica la Ley como siempre condenando y el Evangelio siempre salvando. Todas las condiciones y requisitos para la salvación están bajo la Ley. La redención y los redimidos, bajo la gracia. El poder de la salvación no está compartido, quien piense alojarse en un centro moderado ya se ha puesto fuera de la gracia. Por desgracia, entonces, y ahora, se dan predicaciones en las que el discurso asume los dos elementos. Ese, en mi opinión, es otro evangelio y otra ley.

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