Al otro lado del alma humana

Una reseña de Ida, de Pawel Pawlikowski (2013).

15 DE FEBRERO DE 2024 · 16:07

Fotograma de la película.,
Fotograma de la película.

Ida cumple 10 años. Una buena excusa para acercarse a una de las mejores películas del siglo XXI. Tanto por su tratamiento estético y formal como por su planteamiento y hondura intelectual. No se ha dudado en conectarla con un cine que se cree ya perdido, el que practicaban con maestría autores como Bresson, Dreyer u Ozu, cuya principal característica era la capacidad de trascender. Sorprendente quinto largometraje de su director coloca a Pawlikowski como cineasta ya esencial y representante de un cine, el polaco, que ha dejado grandes nombres: Polanski, Wajda o Kieslowski.

La acción nos sitúa en la década de los 60 en Polonia. Anna, joven novicia que pocos días antes de que tenga lugar la ceremonia de la que saldrá monja, decide (primera de las tres decisiones de la protagonista que articulan la película) visitar al único familiar que le queda, Wanda. Esta le descubrirá quién verdaderamente es ella, y ambas experimentarán cómo les sacude el horror de la ocupación nazi, cambiando irremediablemente sus vidas. 

El argumento bien podría haber sido sacado de cualquiera de los testimonios que nos brindó Claude Lanzmann en ese monumental documento que es Shoah o más recientemente su continuación y de nuevo imprescindible El último de los injustos. De nuevo, con la excusa de contarnos algo de lo que ocurría detrás del muro, Pawlikowski consigue situarnos al otro lado de ese otro muro que es el alma humana, capaz de esconder tan terrible condición. 

Ida es inabarcable en cuanto a temas e ideas: la verdadera identidad, las consecuencias de los totalitarismos y las guerras a lo largo de las generaciones, la fragilidad e impotencia ante el terror practicado por otros seres humanos, etc. Pero quizás el que más nos interese sea el del papel, entre tanto caos y dolor, que tiene o debería tener la iglesia. 

En el momento en que por primera vez abandona el convento, Anna, está rompiendo el cascarón que la ha mantenido alejada del mundanal ruido. Es una joven que parece impávida e impasible, a la que nada parece afectar. Sin embargo, en el fondo, es el choque entre lo que se encuentra con su inmadurez y su entrega irracional a la vida en el convento lo que la apabulla e intimida. De su convivencia con Wanda, su tía, un ser opuesto en fondo y forma a ella, y de lo que ambas descubren en la investigación de un pasado común, se van desgranando decisiones vitales. 

Wanda, superada por los acontecimientos y un remordimiento que la ciega de toda esperanza acabará entregándose al vacío. Anna, ahora Ida, previsiblemente caerá en lo que la vida ofrece, pero acabará rechazándola, volviéndose a encerrar en su cascarón, que considera refugio seguro. 

Sin embargo, quien de las dos da muestras de haber entendido el evangelio, aunque lo rechace, es Wanda, quien en un momento dado se enfrenta con Anna recodándole que Jesús no se escondió, sino que salió al mundo y que Cristo vino a perdonar a pecadores como ella. 

En el personaje de Ida y a quien representa, se puede apreciar la gran diferencia entre ser creyente y conformarse y obedecer al Señor cuando en Mateo 28:19 leemos: “Id, pues y hacer discípulos…”, entre creer y realmente ser un discípulo de Cristo.

 

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