La mirada atrás del cine de 2019

El cine de 2019 ha vuelto la vista atrás, pero no sólo para situar las historias en un tiempo reconocible, sino para recobrar la mirada perdida.

31 DE DICIEMBRE DE 2019 · 09:00

En su lucha contra el tiempo, el cine de 2019 ha querido reconstruir ese montón de espejos rotos que configura lo que fuimos, para mostrarnos que el pasado no existe.,
En su lucha contra el tiempo, el cine de 2019 ha querido reconstruir ese montón de espejos rotos que configura lo que fuimos, para mostrarnos que el pasado no existe.

Para mirar adelante, a veces, hay que volver la vista atrás. No es nostalgia. Es entender que el pasado vive con nosotros. No podemos escapar de él. El cine de 2019 ha vuelto la vista atrás, pero no sólo para situar las historias en un tiempo reconocible, sino para recobrar la mirada perdida. En su lucha contra el tiempo ha querido reconstruir ese montón de espejos rotos que configura lo que fuimos, para mostrarnos que el pasado, de hecho, no existe. Es presente. 

El desplome de la industria de Hollywood desde la llegada del vídeo en los años 80 ha llenado las salas de espectáculos de artificio dirigidos a un público familiar y adolescente, que asiste aún a ese acontecimiento colectivo de escenas precipitadas y acción frenética. Los grandes estudios han decidido concentrarse allí donde está todavía la taquilla, mientras las plataformas digitales han logrado atraer al espectador a la pequeña pantalla, no sólo para ese folletín contemporáneo que son las series, sino para un cine más adulto, que ya no tiene cabida más que en las pequeñas salas en versión original de las grandes ciudades. 

Todas las grandes historias comparten un mismo argumento: el tiempo, su inevitable paso y la huella perdurable que deja en la memoria. Lo efímero y lo eterno nos hacen conscientes de lo que somos, tanto en su vanidad como en su transcendencia, criaturas finitas y sujetas a un tiempo inexorable del que no podemos escapar. Las películas que más me han emocionado este 2019 nos sitúan en la geometría emocional del tiempo.

 

ÉRASE UNA VEZ EN… HOLLYWOOD

Los relatos de nuestra infancia son los que dan a menudo un sentido más profundo a nuestra vida. El problema es que en su versión Disney contemporánea ya no nos dicen nada. Son vacíos e insulsos. Están llenos de moralina y carentes de la fuerza emocional que tenían esas historias salvajes que llamamos cuentos infantiles. Aquellos relatos estaban hechos de la materia que conforma los sueños. Se vuelven a veces una pesadilla, pero también permiten imaginar un final feliz que todavía no percibimos.    

 

Si alguna vez se ha librado Tarantino del sentido de explotación que tiene la violencia de su cine, es en este amable y sensible film, que habla a nuestros deseos más profundos de que la vida tenga un mejor final.

La clave para entender la sorprendente película de Tarantino que se convirtió en el fenómeno del verano del 2019 está en el título: Érase una vez…. Va más allá de la nostalgia, para mostrar con una dulzura inusitada el anhelo presente por una intervención divina que cambie el sentido trágico de la vida. Si alguna vez se ha librado Tarantino del sentido de “explotación” que tiene la violencia su cine, es en este amable y sensible film cuyo poderoso final tiene destellos de eternidad. Nos habla de nuestros deseos más profundos de que la vida tenga un mejor desenlace.   

Aunque se anunció como una película sobre los asesinatos de la Familia Manson, su personaje como el de una de sus chicas es periférico a la historia de amistad entre el actor en horas bajas que interpreta Leonardo DiCaprio y el doble que hace un cada vez mejor Brad Pitt. En torno a ellos, hay figuras reales como la inocente Sharon Tate que encarna Margot Robbie, pero sobre todo el placer analógico de una película que no sólo se ha rodado en celuloide, sino que reconstruye todos los escenarios en los lugares reales sin efectos digitales. El resultado es algo descomunal, tanto en su duración como en la cantidad de historias que podrían salir de ella. Dan para una serie. Me quedo, sin embargo, con el efecto emocional de la conclusión y su pausado relato, digno de otros tiempos.    

 

MIENTRAS DURE LA GUERRA

Otra película nada típica de su director, que me sorprendió este año, es Mientras dure la guerra. Cuando uno se preguntaba qué iba a hacer Amenábar con una historia sobre Unamuno en la guerra civil española, mayor fue la sorpresa de la perspectiva, un hombre en tierra de nadie, perplejo y lleno de dudas. Para reforzar el individualismo que siempre le caracterizó, coloca en el centro de su relato la amistad con un pastor protestante, Atilano Coco –prácticamente desconocida para el público general, ya que la mayoría no sabía ni que había protestantes en Salamanca–. 

La relación es real. Era una carta pidiendo su libertad a la mujer de Franco, la que llevaba en los actos de la universidad donde mi bisabuelo era decano de Medicina cuando él era rector. Sobre aquel papel escribió la frase de “vencerán, pero no convencerán”. Los que nos hemos criado con historias de Unamuno, como es el caso de mi familia, sabemos lo impredecible que era, pero también lo sincero de su fe, más allá de la religión organizada. Su posición en la política, como en cuestiones espirituales, es contradictoria, pero así somos algunos. Nos guste o no, eso somos: nosotros y nuestras contradicciones. 

 

La película de Amenábar nos coloca en la posición incómoda en la que aún estamos en este país todavía dividido, esa tierra de nadie en la que está Unamuno.

La película de Amenábar nos coloca en la posición incómoda en la que aún estamos en este país, todavía dividido. Aunque protestantes como Coco estuvieran al lado de la República, a Amenábar le gusta pensar que también se indignaba por la quema de las iglesias y la muerte de religiosos. Le sitúa en esa tierra de nadie en la que está Unamuno y supongo que él también, al ser de origen chileno. Como Pérez Reverte, diríamos que todos eran igual de malos –por no usar la palabra mal sonante que él suele utilizar, frente a todos los que quieren blanquear este pasado vergonzoso en el que aún vivimos–. Mientras dure la guerra no hay lugar para el olvido, ¡menos aún para el perdón! 

 

JOKER

Aunque la acción de Joker se desarrolla en 1981 –no se dice la fecha, pero las películas que se anuncian en los cines son de ese año, como Blow Out de Brian de Palma, la versión del Zorro que se llama The Gay Blade o Excalibur de Boorman–, el ambiente es setentero, porque al principio de una década, la moda y el estilo es todavía de la década anterior. El conocedor de la historia del cómic captará enseguida las referencias, pero nada tiene que ver la película de Todd Phillips con las historias de superhéroes –algo que nunca ha sido realmente Batman, que nació hace 80 años en una revista de detectives–, pero tampoco con el resto de su carrera. No hay nada en su filmografía que hiciera prever algo como Joker.

Joker parece hasta tal punto una película de los 70, que algunos la han calificado como una relectura de Taxi Driver para “millenials”. Lo cierto es que cuando aparece el logo de la Warner diseñado por Saul Bass, parece que vas a ver Serpico o Network, pero el referente de Joaquin Phoenix, no hay duda de que es el inconfundible Travis de Robert De Niro. Para el cine americano, el retorno a los 70 es la llegada a la realidad del Nuevo Hollywood. La cámara sale a la calle hasta en televisión. Los estudios se arriesgan a mostrar la suciedad de Times Square entre montones de basura, violencia en la calle y salas porno. Joker no es la nostalgia por el sucio Nueva York, sino la vuelta al tiempo real de un cine que se ha ahogado a sí mismo en efectos especiales e imágenes atropelladas de ritmo acelerado. 

 

Lo que el Joker descubre con su máscara, dice Phillips, es su maldad.

Joker es una película sorprendente con una realización impecable que se sujeta en todo momento al laberíntico anímico del protagonista. Lo que hace tan profunda está historia no es sólo la dialéctica entre lo que ocurre en la mente del protagonista y lo que pasa en realidad –algo nada aclarado al final de esta historia–, sino lo patético de la soledad de este desgraciado personaje. Como las grandes historias, Joker es también el relato de la búsqueda del Padre. Dice Phillips que “es una película sobre la identidad”, ya que “durante la primera parte tiene siempre una máscara puesta”. Y “cuando se atreve a quitársela se anima”, pero es sólo “cuando se pone el maquillaje del Joker cuando descubre quién es él”. Se llega a la realidad de su personalidad por su máscara. Como para los antiguos griegos, la “persona” tiene un origen teatral. Porque ¿quién es, al fin y al cabo, el Joker? “El problema –dice Phillips– es que es una mala persona y lo que descubre es su maldad”.

 

DOLOR Y GLORIA

Hacer un autorretrato como el que hace Almodóvar en Dolor y gloria, aunque sea con un personaje trasunto suyo en la ficción, es volver al pasado. Nadie se imagina un Antonio Banderas tan parecido al director manchego como el personaje de Salvador Mallo. Lleva su ropa, su pelo, su barba, pero también sus quejas de múltiples dolencias, la omnipresencia de su madre, la espiral de la droga en La Movida del Madrid de los años 80 y la historia de su amor perdido en una soledad lejos de la fiesta continua que pretende ser ahora el mundo gay. No hay nada de impostura aquí, nada más que soledad, dolor y muerte.

Si su anterior Julieta anunciaba ya un Almodóvar más maduro, Dolor y gloria hace un ejercicio de honestidad raramente visto en el cine español, tan dado a la autocomplacencia. Todo lo que hasta ahora estaba encubierto de jolgorio, se ve con la amargura de un hombre que ha temido siempre a la muerte. Lo dice en una y otra entrevista: “Yo tengo un problema con el paso del tiempo y con la muerte”. Siempre dice: “No la acepto”. Es en esa sensación de humana mortalidad donde está la universalidad del localismo de Almodóvar, que hace que un medio norteamericano como el centenario semanario Time la haya elegido la mejor película del año.

 

No hay nada de impostura en la película de Almodóvar, nada más que soledad, dolor y muerte.

En ese cuadro del cineasta paralizado, acosado por múltiples enfermedades y dominado por la droga, Almodóvar hace una proyección de sí mismo, nada complaciente. Es cierto que el director no ha sido adicto a la heroína, como su personaje, pero ha estado rodeado de amigos que han muerto a causa de ella. El dolor es omnipresente en la película, hasta en la maravillosa secuencia animada de Juan Gatti, pero ¿dónde está la gloria? “Yo siempre he huido de la nostalgia –dice Almodóvar–. Esta vez no he podido evitarlo. Una vez vista la película, analizándola, claramente hay una nostalgia muy presente, que debe estar relacionada con que no me gusta el presente. Ni me gusto yo mismo, ni el modo en que envejezco. Yo siempre he sido una persona muy positiva, pero ahora encuentro pocos motivos para serlo”. A sus 69 años, no puede luchar contra su cuerpo, pero “mire donde mire”, ahora lo ve “todo muy negro”. 

 

EL IRLANDÉS

Este año de películas sorprendentes en la trayectoria reciente de algunos de estos directores, se vuelve a veces en un viaje en el tiempo a los mejores momentos de su carrera. Nadie podía imaginar que, a estas alturas de la vida, Scorsese hiciera una obra como El Irlandés. No sólo por el rejuvenecimiento digital de actores como Robert DeNiro o Al Pacino, sino por la cadencia misma, pausada y reflexiva del cine que se hacía antes de que nacieran actores como Leonardo DiCaprio. Es una historia de la mafia, pero tiene más que ver con El Padrino de Coppola que con el frenesí de Uno de los nuestros. Más aún, es una meditación ante la cercanía de la muerte, como sólo puede hacer un hombre de 76 años.

Basada en un caso histórico, el crimen del sindicalista Jimmy Hoffa en los años 60, como las películas anteriores, El irlandés nos lleva más allá de la reconstrucción histórica o el “biopic”, para hacer un examen de la vida con el paso del tiempo. La visión de la mafia es muy diferente, de hecho, en Coppola y Scorsese. Tiene que ver con la perspectiva de alguien que ha sido seminarista como Scorsese, que quería ser cura y ha tenido una experiencia religiosa al verse a punto de morir a causa de la droga, lo que le lleva a las inquietudes espirituales que vemos reflejadas en Silencio o La última tentación de Cristo

 

El Irlandés es una meditación ante la cercanía de la muerte, como solo puede hacer un hombre de 76 años, como es ahora Martin Scorsese.

Si para Coppola, “somos eso y está mal, la única esperanza es que intentemos no ser eso, aunque probablemente nos salga mal”. Para Scorsese, “no soy eso, pero me gusta eso”. Es la tentación por la que le gustaría hacer eso que le fascina, pero sabe que moralmente está mal. El autor de El Irlandés está en el conflicto de Romanos 7. Es por eso por lo que la clave, como en el capítulo de la epístola paulina, está en la conclusión: ¿Se arrepiente al final de su vida, Sheeran de ello? El cura le pregunta una y otra vez, intentando conseguir una confesión de él en la residencia de ancianos donde comienza y acaba la película. 

 

¿CÓMO JUSTIFICAR NUESTRA VIDA?

El problema que reflejan todas estas películas de viaje en el tiempo es el mismo del apóstol Pablo en la Epístola a los Romanos: ¿Cómo justificar nuestra vida? Podemos pensar como los judíos de su tiempo, que no somos tan malos, al fin y al cabo, pero al considerar el resumen de la ley que hace el décimo mandamiento, el religioso Saulo, celoso de la Ley, se da cuenta que hay “otra ley en sus miembros” en contradicción con la ley moral que cree (v. 23). Ya que lo que desea en su corazón no es lo que el Autor de la vida quiere, sino todo lo contrario.

Pasamos por la vida anhelando un final feliz, como los personajes de Tarantino. Si algo nos enseña la Historia, es que como dice Romanos 3, “no hay bueno ni aún uno”. Ese es el problema del Joker, como dice Todd Phillips que, al mirarse en el espejo, “lo que descubre es su maldad”. Como Almodóvar, nos enfrentamos a una muerte segura, tras una vida llena de dolor y soledad. ¿Qué justificación tenemos para nuestra vida? El cura le dice a Sheeran que “uno puede arrepentirse sin sentir arrepentimiento”. Para él, es más una decisión de la voluntad, que un impulso de la emoción.

El verdadero arrepentimiento es literalmente “volver a pensar de nuevo”, reconsiderar tu vida, a la luz de la Verdad que está en Jesucristo. Y actuar en consecuencia. Ya que, ante Él, todos estamos en falta. ¿Quién nos librará de esa condición de muerte en la que en estamos en nuestra miseria?, se pregunta Pablo al final de Romanos 7. Sólo hay una liberación, la que está en Cristo Jesús. Fuera de Él, no hay esperanza. El pasado nos aplasta, pero el presente tampoco nos deja salida. Él es nuestro único futuro. 

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - mARTES - La mirada atrás del cine de 2019