'La' iglesia, masa leudada que llevó al papado

Sólo si caminamos con el Nuevo Testamento, y pasamos libres por el desierto de la “iglesia primitiva” con sus corrupciones, podremos luego comprender al papado. Si no, es imposible.

04 DE MAYO DE 2013 · 22:00

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La advertencia del Nuevo Testamento de que un poco de levadura leuda toda la masa, para significar cómo un poco de desviación de la verdad al final termina precipitando al abismo, se cumple en las páginas de la Historia de los primeros siglos de cristianismo. Ya se advierte en la situación que nos proporciona el Nuevo Testamento; luego sigue igual hasta que aparece el apartamiento de la verdad, la apostasía completa. ALGUNOS INDICADORES. PRESENCIA DE UN MINISTERIO JERÁRQUICO. Desde un primer momento, es decir, desde que tenemos documentación posterior al Nuevo Testamento, encontramos al obispo como personaje central en la vida de las iglesias. Se ha procedido con un poco de desviación, pero se consumará en el futuro. De momento no es más que algo incluso razonable y práctico, sin peligro aparente. Entre los presbíteros (ancianos, pastores, obispos) en las iglesias locales se solía tener a uno que “representaba” a la iglesia en asuntos de discusiones públicas; a ése se le califica como “obispo” en un sentido no jerárquico al principio, pero en poco tiempo fue adquiriendo preeminencia, hasta verse como el personaje donde la propia iglesia encontraba su significación y su unidad. De momento solo un poco de levadura. Poco después, con el obispado como silla de honor y poder, los presbíteros están afectos no a la iglesia, sino al obispo, del que dependen. OTRO CASO; EL MEMORIAL DE LOS MÁRTIRES. Es un refuerzo del modelo jerárquico episcopal, porque en no pocas ocasiones eran los propios obispos los que morían en las persecuciones. Recuérdese que las persecuciones tenían como objetivo preferente a los responsables de las iglesias. Es algo normal, incluso modélico, que si en una iglesia local algunos de sus pastores o miembros habían sido torturados y muertos confesando la fe, luego el resto de la iglesia procurase recuperar sus huesos (o cenizas) y darle sepultura. Recordar a esa persona y su fidelidad entre la iglesia local era algo correcto. Si se conserva de ella alguna pertenencia, eso ayuda al recuerdo. No pasa nada, pero ya es algo de levadura. Si con el paso del tiempo ese lugar donde está enterrada se convierte en lugar de peregrinación, y se piensa que allí se recibe algo que no está en otro sitio, ya pinta mal el asunto. Así iba ocurriendo. El lugar donde estaban enterrados los mártires, con preferencia si era un obispo o presbítero, cobra importancia hasta el punto de que las iglesias empiezan a “presumir” de sus tumbas o reliquias, y se las busca como un elemento benefactor. No solo su tumba o reliquia, sino la fecha de su martirio comienza a ser parte de su recuerdo. De momento eso no es malo. Tal fecha para que se recuerde en la iglesia a la que pertenecía el momento de su martirio. Pero eso se convirtió en el “día” del mártir, que con un poco de tiempo será el “santo”. Ya se empieza a componer el “santoral”. Mal asunto. Se va leudando. Si en una iglesia local un día concreto se recuerda a tal o cual mártir, ¿por qué no en las demás iglesias? Hágase un calendario incluyendo todas las fechas para celebrarse en todas las iglesias. Muy mal asunto. Con el paso del tiempo no solo se multiplican las reliquias, sino también las leyendas sobre esos mártires. Al abismo. La masa ya casi completa. Los mártires tienen un mérito superior a los demás; no solo son ejemplo que conservar, se conserva su mérito, que suma al caudal de la “iglesia” (lo pongo así, porque me resisto a incluir el término como iglesia del Señor, cuyo caudal es solo su Señor). Ese mérito se administra por los “administradores”, los obispos. Quedan, sin embargo, otros de gran ascendencia: los confesores. Estos eran los que habían soportado con fidelidad la persecución, pero que no terminaron muertos, seguían luego en las iglesias como “reliquias” vivas, no estaba su tumba, sino su persona. La iglesia que tenía a varios, presumía de ello. (pasaría igual hoy.) El mérito de éstos no lo administran los obispos, sino ellos mismos. Podían ayudar a compensar la carencia de los que habían cedido en la persecución, menos dignos, menos adecuados, que estaban en situación de separación del resto de la iglesia por su flaqueza. Estos deficientes pedían la mediación de los confesores para entrar de nuevo en los templo como miembros normales. Los confesores incluso otorgaban unas cartas de recomendación, las cuales tenían un valor extraordinario a favor de los deficientes. El mérito se comparte. (Un poco de imaginación, y ya tenemos una indulgencia, con firma del “santo” y todo.) Los días en que murieron los mártires de la fe. En principio sin problemas. Con el tiempo, muy problemático, un proceso de corrupción. Pero ¿y la fecha de la muerte de Cristo? Eso es más importante. (Pronto también una navidad.) Hay que buscar una fecha, el lugar ya se sabe. Reliquias, ya aparecerán. Iglesias en Belén, en los lugares de Jerusalén, levadura, levadura abundante. ¿Y qué fecha se pone? Pues a discutir. Ya he comentado cómo esa es una cuestión de diferencias en los primeros escritos. Un ejemplo: Policarpo, obispo de Esmirna, visita Roma (150) y trata algunos asuntos de sus iglesias. Uno principal era que las iglesias de Asia Menor celebraban la Pascua en fechas determinadas. Aniceto, obispo de Roma, indica que no es costumbre allí, que nunca se ha hecho, pero que si los de Asia Menor lo hacen, allá ellos, no será punto de división. Todo normal, pero ya se apunta un camino de desviación, ¿por qué un asunto de fechas es prioritario en la vida de las iglesias? Hay que decir que la buena posición de Aniceto se cambió con su sucesor, Liberto, y que será su iglesia la que proponga y triunfe al final sobre esas cuestiones de fechas pascuales (causa de futuras divisiones). DE COMUNIÓN A “EUCARISTÍA” Más efecto de la levadura. El obispo adquiere también un lugar preeminente al mismo tiempo que se corrompe la cena de comunión, ya la “eucaristía”. En un primer momento se trata de hacer una invocación al Espíritu Santo para que venga a los signos externos, cuando viene, el obispo y sus ayudantes, los presbíteros, reparten el Espíritu con el pan y el vino material a los comensales. No están, pues, los comensales ligados por la previa comunión del Espíritu, sin formas externas, porque vive en ellos, por su Palabra, porque son miembros de Cristo, sino que están allí esperando, y luego se convierten en comensales cuando les da el obispo la comida, entonces tienen con ellos al Espíritu que ha venido por la invocación del obispo. El “invocador” aparece como imprescindible para la comunión. Y la comunión ahora se hace en los elementos materiales, que pronto serán portadores del Espíritu no por invocación, sino por consagración. Y con el tiempo, por decreto de la Sagrada Tradición, no será el Espíritu quien venga, sino que se efectuará la transustanciación y se tendrá el cuerpo y el alma de Cristo mismo. (Se supone que nadie en su sano juicio pretenderá encontrar algo así en el Nuevo Testamento.) Si en la primera etapa se disponía que los elementos sobre los que se había invocado al Espíritu debían tratarse con sumo cuidado, por ser ya portadores de su presencia, y se debía evitar, por ejemplo, que cayese al suelo alguna pizca, “no sea que se pise, o se lo como un ratón”, cuánto más si es el propio cuerpo y alma de Cristo. Si con un poco se leuda toda la masa, aquí ya tenemos un buen puñado. Ya no es posible la comunión sin la mediación de la jerarquía y el rito, ¿les suena? (Pero Cristo sigue viniendo a los suyos, quitando de en medio a la jerarquía y a los ritos.) Ni que decir tiene que estos ritos sacramentales se presentaban como algo muy superior a los ritos mistéricos paganos, donde se procuraba la comunión de los presentes mediante ritos con sus dioses. Aquí se tenía la presencia misma de ese Dios. Por supuesto era superior también a los ritos judaicos. Este rito sacramental tenía que ser más alto que los sacrificios judíos, pues esta Pascua era divina, se comía a Dios mismo. No apuren mucho el corolario, que ya mismo los obispos y sus ayudantes serán, en consecuencia, sacerdotes. LOS APOLOGETAS Ya falta menos para que toda la masa sea leudada. Otro personaje viene en su ayuda: el apologeta. Así suele llamarse a los que en estos primeros siglos defienden el cristianismo con las formas de la filosofía, mejor decir, de las filosofías (Justino, Hipólito, etc.). Ya indiqué que los concilios ecuménicos formulan sus propuestas sobre Cristo o el Espíritu con estas herramientas. Sin duda en sus escritos hay cosas aprovechables, bíblicas; otras muchas son hojarasca de la sabiduría de palabras (que Pablo repudió porque anula la cruz de Cristo). No son predicadores de la cruz de Cristo, sino de un Cristo con su cruz apto a la sabiduría griega. La cruz no es locura, sino el estadio superior de la razón. La Palabra de la cruz no mata a la humana que crucifica al Señor, sino que la eleva a su propia dimensión. Es más, estos defensores de la fe, al igual que los confesores o mártires, son muestra del mérito humano. Suponen un evangelio del valor humano, no del valor de la cruz. La gracia del Señor, de su presencia con el pecador gratuita se ha perdido, ahora todo es merecimiento. Y en ese merecimiento está el logos de la filosofía. Con ese razonamiento, con ese mostrar el cristianismo como filosofía, tienen estos padres el añadido de que pueden aunar en el mismo plano lo que en la sociedad se buscaba en planos diferentes. La fría razón tenía sus seguidores; pero también los había del calor de los sentimientos en los ritos mistéricos y de consagración. Está el filósofo de la plaza, y el místico de la reunión de comunión sacramental. Todo eso lo tiene esta nueva religión, por eso es la superior. El apologeta con la filosofía, el confesor con su valor (a veces eran la misma persona), todo bajo la jerarquía del obispo sacerdote. ¿Y Cristo? Pues a merced de unos y otros; ya es un cristo menor. Lo han colocado al final de la escala de razonamientos, consiguen transformarlo en medio de comunión, lo definen con la precisión de la mejor escuela filosófica, pero lo han metido en un sagrario. Lo llevan y lo traen. Dicen que es el Señor, el Todopoderoso, pero eso es para revestir de poder a sus sacerdotes. Ya no puede salvar a nadie por su voluntad, ahora es la “iglesia” la que salva, aunque lo usen como instrumento. CONCLUSIÓN: LA IGLESIA “PRIMITIVA” La iglesia que llaman “primitiva” ha secuestrado y ocultado al Cristo. Lo que queda en la superficie son las formas de esa iglesia, sus supersticiones, sus reliquias, sus ritos sacramentales. Paso a paso, todo se ha ido leudando, corrompiendo. Luego vendrá el papado, sacado de esa masa toda leudada. Pero la iglesia previa, la de los cuatro primeros siglos, empezó el camino hasta que se consumó la apostasía. Ahí en medio ha seguido nuestro Redentor rescatando a los suyos. Para cada uno su Calvario. Por cada uno se entrega. Ahora sigue aplicando su obra: muere y resucita en nosotros, con nosotros; en medio de la cristiandad desviada, en medio de los concilios que definen la ortodoxia. El Evangelio de la gracia, esa Palabra que transforma nuestra existencia, ese Evangelio que ya no se predica, en su lugar está el logos o el misterio, el razonamiento o el rito supersticioso, ese Evangelio sigue viniendo a nosotros porque es libre, porque las llaves no están en manos humanas. Sólo si caminamos con el Nuevo Testamento, y seguimos pasando libres por el desierto de la “iglesia primitiva” con sus corrupciones, podremos luego comprender al papado. Si no, es imposible.

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