Benedicto XVI y el monopolio interpretativo de la Biblia

El papa Benedicto XVI es congruente con sus creencias. Aunque la congruencia en sí misma no es sinónimo de estar en lo correcto. Él, congruentemente con sus premisas, anhela regresar a un estado de cosas anterior al resquebrajamiento religioso, político y cultural del siglo XVI. Pero eso ya no es posible por infinidad de razones. Joseph Ratzinger no lo acepta, porque no lo entiende. Es un hombre medieval.

07 DE NOVIEMBRE DE 2009 · 23:00

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A pocos días de cumplirse un año más de que Martín Lutero fijara sus 95 Tesis (acto realizado el 31 de octubre de 1517), Benedicto XVI tuvo el tino –¿sería mera coincidencia?– de asegurar que la Iglesia católica es la única que puede interpretar correctamente la Biblia. En una reunión, el 26 de octubre, con el Pontificio Instituto Bíblico el Papa fue tajante al sentenciar que solamente la Iglesia católica “tiene la palabra decisiva en la interpretación de la Escritura”. ¿De dónde saca tan absolutista conclusión? Pues de una largo entendimiento histórico sostenido por múltiples antecesores suyos, ya que en la tradición católica es a tal Iglesia a la que le ha sido “confiada” la tarea de “interpretar auténticamente la palabra de Dios, escrita y transmitida, ejerciendo su autoridad en nombre de Jesucristo”. El hoy Benedicto XVI, cuando estuvo al servicio de su antecesor, Juan Pablo II, fue prolífico en producir documentos enaltecedores de la supremacía de Roma. En mayo de 1990 salió a la luz la Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, documento redactado por la Congregación para la Doctrina de la Fe, dirigida por Joseph Ratzinger. Allí se habla de la necesidad de que los teólogos católicos desarrollen su función reflexiva y docente en comunión con el Magisterio de la Iglesia, aunque en realidad el escrito aboga por la subordinación de aquellos a los pastores de la Iglesia que son "sucesores de los apóstoles". A los teólogos se les niega el libre examen como valor bajo el cual puedan proteger su misión, ya que antes, desde la óptica de Ratzinger, está la autoridad eclesiástica a la que se deben someter los pensadores. Una vez que la institución católica romana ha dejado plasmada una enseñanza, y su debida correlación moral, a los teólogos no les queda más que guardar y defender la postura oficial. En esto no pueden recurrir a la objeción de conciencia, obedecen o son sancionados. Al respecto es claro un párrafo de esta Instrucción: "El romano pontífice cumple su misión universal con la ayuda de los organismos de la curia romana, y, en particular, de la Congregación para la Doctrina de la Fe (subrayado de CMG), por lo que respecta a la doctrina de la fe y la moral. De donde se sigue que los documentos de esta congregación, aprobados expresamente por el Papa, participan del magisterio ordinario del sucesor de Pedro". A partir de este momento Ratzinger, con la expresa autorización y encomienda de Juan Pablo II, se dio a la tarea de acorralar a los teólogos como Hans Küng, Leonardo Boff, Edward Schillebeeckx, hasta llegar a la cifra de 140. Bajo la presidencia de Ratzinger (1999) una comisión especial produjo el documento La Iglesia y las culpas del pasado, en donde supuestamente la Iglesia católica reconocía sus faltas en la historia. Uno de esos capítulos, al que se refiere la declaración, tiene que ver con la división de los cristianos en el siglo XI y el siglo XVI. El primer caso es el de la ruptura entre la Iglesia de Occidente y la Iglesia de Oriente. Para los ortodoxos quien rompió la unidad fue la pretensión católico romana de la primacía del obispo de Roma, su anhelo de ser autoridad sobre los demás obispados surgidos entre el siglo II y III. De esto el escrito aludido no dice nada, solamente reivindica el argumento, insostenible desde mi punto de vista, de que en Roma se localiza la verdadera sucesión apostólica, ambición que surgió tardíamente y sin bases en la Iglesia primitiva y siglos posteriores. En lo que respecta a los acontecimientos del siglo XVI, la Reforma, nada más menciona que hubo controversia en campos como los de la "revelación y de la doctrina". Para nada hay alusión a los excesos de Roma y su torpe manejo de la disidencia de Lutero. Bien leída la supuesta mea culpa producida bajo la dirección de Ratzinger, concluimos que es un arrepentimiento light, superficial, que pone en el lado de los perseguidos la mayor responsabilidad por no haberse sujetado al pretendido sucesor de Pedro, el Papa en turno. En ocasión de acercarse el año 2000, la Iglesia católica organizó sínodos continentales. En su exhortación apostólica al Sínodo de América (1999), Juan Pablo II (con Ratzinger detrás) consideró oportuno referirse, una vez más, "al desafío de las sectas", cuyo proselitismo es condenado porque "refleja un modo de ganar adeptos no respetuoso de la libertad de aquellos a quienes se dirige determinada propaganda religiosa". En la exhortación Karol Wojtyla, de modo que no deja lugar a interpretaciones ambiguas, se pronuncia tajantemente porque no se "debe poner en duda la firme convicción de que sólo en la Iglesia católica se encuentra la plenitud de los medios de salvación establecidos por Jesucristo (énfasis de CMG)". ¿En dónde está el pretendido ecumenismo de Juan Pablo II, su apertura a otras confesiones cristianas? La idea sería más desarrollada al año siguiente por Ratzinger.
La Congregación para la Doctrina de la Fe emitió en agosto del 2000 la Declaración Dominus Iesus (Señor Jesús). El escrito producido por Ratzinger, y que fue aprobado para su publicación por Juan Pablo II, contiene 23 parágrafos. Los primeros 15, en términos generales podrían compartirse desde una postura evangélica, ya que establecen la plenitud y definitividad de la Revelación en Jesucristo; la encarnación, singularidad y ministerio salvifico de Jesús. Los problemas comienzan en el numeral 16, cuando se confunde la obra de Jesucristo con la Iglesia católica: "la plenitud del misterio salvífico de Cristo pertenece también a la Iglesia, inseparablemente unida a su Señor. Jesucristo, en efecto, continúa su presencia y su obra de salvación en la Iglesia y a través de la Iglesia". La Iglesia, en la perspectiva de Ratzinger, es una realidad que se materializa en una institución, antes que en la confesión de los creyentes de Jesús como Señor y Salvador, como lo establece la Palabra. Para que no quepa duda de su ortodoxia católica romana, Ratzinger se refiere a la institución, de la que ahora es Papa, en los siguientes términos: "Los fieles están obligados a profesar que existe una continuidad histórica -radicada en la sucesión apostólica- entre la Iglesia fundada por Cristo y la Iglesia católica. Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él". De aquí que los diálogos con otras confesiones cristianas, ortodoxas y protestantes, no tomen a los otros como interlocutores en plano de igualdad. Lo que deben hacer los demás es regresar a la unidad rota con el que llaman vicario de Cristo, título usurpado porque, según el Nuevo Testamento, los creyentes y discípulos de Jesucristo, varones y mujeres, todos son sacerdotes, es decir, todos son vicarios de Cristo, sus representantes pero no sus iguales porque solamente en Él habita, como sostiene Pablo en su Carta a los Colosenses "toda la plenitud de la deidad". La Declaración Dominus Iesus, a la que me referí en su momento, en un artículo publicado en el periódico para el que escribo en México, La Jornada, como un intento de enseñorearse de Jesús y monopolizarlo para una sola institución, es prolija en demeritar a otras confesiones cristianas. La extensa cita que sigue no deja lugar a dudas en mi afirmación. "Existe, por lo tanto, una única Iglesia de Cristo, que subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el Sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él. Las Iglesias (como algunas ortodoxas y orientales, comentario de CMG) que no están en perfecta comunión con la Iglesia católica pero se mantienen unidas a ella por medio de vínculos estrechísimos como la sucesión apostólica y la Eucaristía válidamente consagrada, son verdaderamente iglesias particulares (ya que la única universal es la católica romana, comentario de CMG). Por eso, también en estas Iglesias está presente y operante la Iglesia de Cristo, si bien falte la plena comunión con la Iglesia católica al rehusar la doctrina católica del Primado, que por voluntad de Dios posee y ejercita objetivamente sobre toda la Iglesia el Obispo de Roma (primado construido en contra de la enseñanza neotestamentaria, que en cambio sí habla del sacerdocio universal de los creyentes, comentario de CMG). Por el contrario, las comunidades eclesiales que no han conservado el Episcopado válido (protestantes y evangélicas, comentario de CMG) y la genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico, no son Iglesia en sentido propio; sin embargo, los bautizados en estas Comunidades, por el bautismo han sido incorporados a Cristo y, por lo tanto, están en una cierta comunión, si bien imperfecta, con la Iglesia. Por lo tanto, los fieles no pueden imaginarse la Iglesia de Cristo como la suma -diferenciada y de alguna manera unitaria al mismo tiempo- de las Iglesias y Comunidades eclesiales; ni tienen la facultad de pensar que la Iglesia de Cristo hoy no existe en ningún lugar y que, por lo tanto, deba ser objeto de búsqueda por parte de todas las Iglesias y Comunidades". Tengo una postura claramente opuesta a la de Benedicto XVI, que tiene como base la Palabra, en el sentido de que no era en Jerusalén ni en Samaria donde estaban los verdaderos adoradores (encuentro de Jesús con la mujer samaritana, Juan 4), sino que el compromiso vital con Jesucristo era cuestión del corazón (en el sentido bíblico implica toda la persona) y no de origen étnico, pertenencia religiosa, ser varón o mujer. Es decir, la Iglesia de Cristo trasciende a las denominaciones y el Señor tiene pueblo en todas partes. Jesús no es propiedad exclusiva de una sola institución. El monopolio de la hermenéutica lo ejerce la Iglesia católica mucho antes de la eclosión del siglo XVI, porque logra exitosamente contener o desaparecer los movimientos que la cuestionan y retan. Hubo diversas disidencias entre los siglos IV y XV que sostuvieron principios semejantes a las reformas religiosas que logran consolidarse en la décimo sexta centuria. Aquellas quedaron en la historia casi como pequeños actos testimoniales de resistencia y heroicidad; las últimas se anidan y trascienden por distintos factores y pasan a ser un polo del cristianismo opuesto al modelo romano. A las reformas protestantes/evangélicas del siglo XVI la Iglesia católica responde con el Concilio de Trento (1545-1563). Allí se toman varias decisiones, y una de ellas es la de prohibir la traducción de la Biblia a los idiomas vulgares, permitir su lectura e interpretación a los clérigos nada más en la versión conocida como Vulgata Latina. La Vulgata Latina es prohijada por San Jerónimo (345-419), en el lapso que va de fines del siglo IV a principios del V. Se trata de una traducción del Antiguo y Nuevo Testamento de sus idiomas originales (hebreo y griego) al latín. En buena medida el Concilio de Trento reafirma y hace más estrictas las medidas que ya se habían tomado en contra de los herejes cautivados por la disidencia luterana. En 1522, en Sevilla, el Santo Oficio decomisa alrededor de 450 biblias impresas en el extranjero. Queda para el récord persecutorio de Roma que ferozmente sustrae, ya fuese por sus propios medios o por el “brazo secular” (los gobiernos que le son incondicionales), las traducciones de la Biblia realizadas en el siglo XVI a lenguas como el alemán, francés, ingles y español. La estupenda traducción de Casiodoro de Reina, conocida como Biblia del Oso (1569), es realizada por su autor en el exilio. Debe huir de Sevilla, España, para evadir las garras de la Inquisición, la que al no poder atraparlo le quema en efigie en el Auto de Fe que tiene lugar, el 26 de abril de 1562, en la misma ciudad de la que huye Casiodoro. En el multimencionado siglo XVI el monje agustino Fray Luis de León comete la osadía de ir en contra de lo establecido por el Concilio de Trento. No nada más hace traducciones de porciones bíblicas al castellano, sino que también realiza interpretaciones contrarias a la tradición católica. La Inquisición lo encarcela en 1572 por cinco años, bajo el delito de afirmar que la sección del Antiguo Testamento el Cantar de los Cantares debe entenderse como un poema amatorio, erótico, entre un hombre y una mujer. Menciono de pasada que Sebastián Castellio, en uno de sus varios enfrentamientos hermenéuticos con Calvino, sostiene que el Cantar es un poema erótico; mientras que Juan Calvino subraya que se trata de una alegoría espiritual de amor de Cristo por su Iglesia. La ortodoxia católica que hoy encabeza Benedicto XVI sigue, en lo que respecta al Cantar de los Cantares, con la idea de que el poema es una alegoría del amor de Cristo por la Iglesia y hace malabares para despojar al texto de sus obvias implicaciones eróticas y de amor carnal. La verdad que se requiere mucha imaginación para no darle a las palabras su sentido natural. En el Cantar se habla de caricias y besos a los muslos y las tetas, de la mujer que anhela recibir placer de su amado pero también de darlo. En la introducción al mencionado poema José Emilio Pacheco, tal vez el mayor poeta vivo de Iberoamérica, escribe certeramente que “es una celebración del deseo mutuo y la legitimidad y la dignidad del placer” (El Cantar de los Cantares, una aproximación, Ediciones Era, 2009). Benedicto XVI añora tiempos idos para Roma. Hace siglos que se democratizó la lectura de la Biblia y en sus páginas se han nutrido autores que pudiendo estar de acuerdo, o en desacuerdo, con lo allí narrado denotan la influencia del libro en su propias obras. Grandes novelistas (William Faulkner, Herman Melville, Nathaniel Hawthorne, entre muchos otros), como agudamente ha dicho Carlos Monsiváis, “están profundamente marcados por la Biblia: son una derivación no religiosa del Lenguaje Revelado”. Incluso la obra magna de Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, puede leerse como la añoranza del paraíso perdido. Porque sigue una estructura bíblica: tiene su Génesis, su Éxodo y hasta su Apocalipsis.

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