Domar la lengua

Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo digas. Hablamos demasiado.

03 DE ABRIL DE 2008 · 22:00

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Expresamos muy apresuradamente aquello que con ociosidad pasa por nuestra cabeza, sin ser conscientes, de que en muchas ocasiones sólo son pequeñas y fallidas tentativas de coordinar una idea con algo de sentido. Las palabras emergen de los labios y deambulan de aquí para allá, a veces sin un rumbo determinado, más bien abrazando el aire y desembocando en inapropiados oidores. Ya hacía mención el apóstol Santiago que la lengua es un miembro pequeño, pero se jacta de grandes cosas. ¡Cuán grande bosque enciende un pequeño fuego! Dominar la lengua es el resultado de un exhaustivo autocontrol que a fuerza de ejercitarse nos convierte en personas más sensatas, prudentes y sabias. Al omitir cierto tipo de prejuicios eliminamos el daño que con rapidez podemos proporcionar a alguien. Antes de dejar manar de los labios alguna que otra manifestación, debiéramos calibrar si las palabras van a ser de bendición o si por el contrario serán propiciadoras de amargura. Si las frases erguidas al aire van a ser utilizadas por el receptor correctamente o si por el contrario quien las va a recibir es alguien que con malicia las manipulará para regar oídos prestos a la murmuración. Hoy por hoy que se da tanto el papel del orador, deberíamos plantearnos no sólo la ética de quien nos habla, sino de cómo procesamos los mensajes recibidos. No siempre el orador es el más acertado, y no siempre percibimos la información con la misma objetividad. Por ello, en la ardua labor de dominar la lengua tenemos que tener muy en cuenta que si aquello que vamos a decir no es mucho más bello que el silencio que nos arropa, debiéramos permanecer callados.

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