Navidad a fondo: La Palabra se hizo ser humano

Nosotros no damos luz, sino testimonio de la luz. La luz es Cristo, y nosotros damos testimonio de esa luz.

04 DE ENERO DE 2025 · 19:00

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Imagen de Natalya Letunova en Unsplash.

Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, y contemplamos su gloria, como la gloria del unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad. Juan dio testimonio de él (Juan 1:14-16 RVA 2015)

Hace más de mil años, cuando se separaron los cristianos entre orientales y occidentales, la fecha de celebración de la navidad fue una de las diferencias entre ellos. Según la tradición cristiana oriental, la navidad debe celebrarse el 6 de enero, el día de la Epifanía (que significa aparición, pues quiere decir que Dios mismo se apareció en el mundo). Los occidentales –cuya tradición recogemos nosotros—fijaron la fecha de la navidad el 25 de diciembre.

¿Cómo resolver el asunto de la diferencia de calendarios? Hay quienes simpatizamos mucho con la solución que toma en cuenta las dos fechas y establece una temporada completa, desde el 25 de diciembre y hasta el 6 de enero, para celebrar la navidad. Pero también hay cristianos que no observan un día específico para la navidad. Piensan que no hay manera de saber la fecha precisa en que nació el Señor Jesús, y por lo tanto, no celebran la navidad.

La idea tiene sentido. No podemos saber la fecha del calendario, de modo que todo el año podemos celebrar la navidad. Sin embargo, al quedarse sin fecha, pasa el año entero sin poner atención al evento que cambió la historia de la humanidad. Es cierto que el año entero no es suficiente para poder celebrar lo que Dios hizo por nosotros en navidad. Pero si no tenemos un tiempo específico dedicado a eso, estaríamos en riesgo de pasarlo por alto.

Lo maravilloso es que los cuatro Evangelios proveen para todo tipo de cristianos. En Mateo aparecen los conflictos de pareja entre José y María, la visita de los magos de oriente, que se entrevistan con el rey Herodes. Éste manda matar a los niños de Belén, y José y María se llevan al bebé y huyen a Egipto. En Lucas tenemos a unos pastores que cuidaban sus rebaños de noche, que vieron un ángel que les anunció el nacimiento del Mesías, y luego muchos ángeles alabando a Dios. Mateo y Lucas son los Evangelios de los relatos navideños. Contienen los elementos que nos parecen tan familiares en la historia de la navidad.

El Evangelio según Marcos es como aquellos cristianos que no celebran la navidad. No contiene relatos del nacimiento del Señor Jesús. Desde el primer capítulo, el Señor Jesús ya es un hombre adulto que está realizando su ministerio. Marcos nos da permiso para abrazar a los cristianos que no celebran la navidad, para no excluirlos, ni expulsarlos, ni llamarlos “anticristianos”. En el Nuevo Testamento hay lugar para cristianos navideños y también para los que no celebran la navidad. Al llegar al Evangelio de Juan nos encontramos con otro nivel del relato. La Palabra se hizo carne.  

 

La navidad a fondo

En el Evangelio según Juan no tenemos un relato navideño como en Lucas y Mateo. No hay pastorcitos ni ángeles, no hay magos ni sueños de asuntos cruciales. No hay una pareja envuelta en dudas, con el novio queriendo dejar en secreto a su prometida, ni oraciones de ancianos como Zacarías o Simeón. En Juan la navidad está en otro nivel. Es navidad a fondo.

La navidad en Juan tiene que ver con toda la historia del universo. En el principio… Juan comienza su relato de la navidad en Génesis 1:1. Desde antes de la existencia del tiempo, ya existía la Palabra. Es importante que dice “en el principio”, y no “al principio”. Porque no está contando sobre el origen de Alguien que no tiene origen. Sino que está diciendo que cuando llegó el principio de todo, Él ya estaba ahí. Cristo es el Hijo eterno del Padre. Esto quiere decir que su relación de Padre e Hijo es eterna.

Inspirado por el Espíritu Santo, el evangelista Juan resuelve la pregunta: “¿Qué fue lo que pasó en este planeta en la vida de este maestro Jesús de Nazaret?” Aquel personaje que Juan conoció en persona, con quien convivió durante varios años como su discípulo, aquel rabino Jesús de Nazaret, es la Palabra de Dios hecha ser humano.

El Verbo eterno de Dios se hizo carne. Aquel que estaba desde antes del tiempo, desde antes del principio, era la Palabra, el Verbo. Estaba siempre con Dios, y era Dios. La Palabra es Dios mismo. La Palabra como acción creadora de Dios es Dios mismo, en eterna relación con Dios. La Palabra y Dios, Dios y su Palabra son una unidad eterna, que no tuvo un comienzo, porque no hubo un momento en el que Dios no hablara o no pensara. Tan eterno como Dios es, así de eterna es también su Palabra, así de eterno es el Verbo. Así, pues, esta Palabra que siempre ha estado con Dios y que es Dios mismo, fue el medio, el agente por el cual todo fue creado. Dios lo hizo todo por medio de la Palabra.

Cuando Dios creó, lo hizo sólo pronunciando su Palabra. Pero esa Palabra es indescifrable para nosotros. Si la llegáramos a escuchar, del mismo modo que la pronunció Dios en la creación, no la podríamos entender. No entenderíamos el vocablo usado por Dios para crear la luz, la ley de la gravedad o los planetas. Nos quedaríamos en asombro, y sin poder entender nada. No hay lenguaje ni conocimiento humano que pueda comprender el lenguaje y el conocimiento de Dios. Debido a eso, y a la intención misericordiosa de Dios de comunicarse con la criatura humana, Dios ha traducido su Palabra eterna como una vida humana concreta: es el Señor Jesús.

 

La luz y el testimonio 

Es crucial distinguir entre la luz y el testimonio de la luz. Es una distinción muy importante en el cristianismo y en el ministerio. Toda nuestra predicación es un testimonio de la luz. Todo lo que hacemos como iglesias es sólo dar un testimonio de la luz. Nuestras palabras sobre Cristo son un testimonio de la luz, pero no son la luz.

Nosotros no damos luz, sino testimonio de la luz. La luz es Cristo, y nosotros damos testimonio de esa luz. Así como Juan el bautista vino para dar testimonio de la luz (pero él no era la luz), nosotros también damos testimonio de una luz que ha venido al mundo.

El problema es que como cristianos confundimos nuestro testimonio con la luz misma. Cometemos el error de pensar que nosotros somos la luz, que nuestra organización es la luz, que nosotros damos la luz. Hay que ser un poco más humildes y siempre tener presente que lo que hacemos es dar testimonio. Ese testimonio lo damos según nuestra capacidad y nuestra fuerza; lo damos según lo mejor que podamos hacerlo, pero es sólo testimonio imperfecto de la luz.

Nuestro testimonio de la luz no es equivalente a la luz misma. Nuestras organizaciones humanas, ministerios, denominaciones e iglesias, no son la luz. Sólo damos testimonio de la luz.

La Palabra misma, la acción creadora de Dios (Dios mismo) vino a su mundo. Nos visitó. Aquí se recogen todas las profecías del Antiguo Testamento que anunciaban la venida del Señor en persona: Hay que hacer un camino recto para el Señor, preparar la carretera, la calzada emparejada y derecha, porque viene Dios mismo, y se va a manifestar su gloria, visible claramente para todo ser humano.

Eso se cumplió en la navidad. Cuando nació el Señor Jesús, Dios mismo vino a su mundo. La luz nació en esa primera navidad. En medio de las tinieblas más densas, brilló una luz que nada puede apagar. Esta es la mejor comprobación de que no importa cuánta oscuridad de maldad haya en este mundo, nada puede apagar la luz que es Cristo Jesús: Ni la violencia, ni la corrupción, ni la falta de fe, ni la impiedad, ni la hipocresía, ni la falsa religión. La luz eterna que es Dios mismo ha venido a las tinieblas de este mundo, y su resplandor sigue brillando aún el día de hoy.     

 

Hermanos menores del Hijo 

El mundo entero es de Dios. Dios lo hizo. El Señor Jesús no fue sólo un profeta como todos los demás. Tampoco se trataba de un ángel, porque ningún ángel es el creador del mundo. Estamos hablando de Aquel que hizo el universo. Dios mismo vino a su mundo.

Pero su mundo no le conoció. Más bien fue rechazado. Los ancianos del pueblo de Israel, los sacerdotes y escribas del templo, de la casa de su Padre, los líderes piadosos y religiosos de su tiempo lo rechazaron. Tampoco lo recibieron las autoridades políticas. No le concedieron el trono que le pertenece sólo a él para administrar justicia verdadera.

Pero a todas aquellas personas que sí lo hemos recibido se nos ha concedido la facultad de ser hijos e hijas de Dios. Ahora somos parte de la familia de Dios. No teníamos derecho de pertenencia, pero ahora, gracias al Hijo, con letra mayúscula, nosotros podemos ser hijos e hijas, con letra minúscula.

Entramos en la familia de Dios como los hermanos menores del Hijo Jesús, por la fe en el Hijo Jesús. En realidad, entramos por la fe del Hijo Jesús. No nacimos en esta familia por vía de carne y sangre, ni por voluntad humana, sino por el poder de la Palabra de Dios. Así, la Palabra de Dios no sólo es el agente creador del universo físico, sino que también es el agente creador de la familia de Dios.

Y si hoy somos parte de la familia de Dios, nos deben distinguir los rasgos de esa familia: una forma de hablar (de manera que se oiga el dejo y la bendición de tener a Dios como Padre); una forma de caminar (de dar pasos que nos enrumban hacia la verdad y el bien); una forma de tratar a las personas con dignidad y respeto (así como nos enseña nuestro Padre celestial).

Además, como hermanos menores del Hijo, podemos aprender a confiar plenamente en el cuidado de nuestro Padre, así como el Hijo Jesús, en cada situación de su vida. Como hermanos menores de Jesús, como hijos e hijas de Dios, cumplimos a cabalidad la vocación humana primordial. Para esto vivimos. Para esto vinimos a este mundo. Vamos a apropiarnos de esta identidad hoy. 

El evangelista Juan llega a una conclusión asombrosa: Aquel personaje que conocieron a las orillas del lago de Galilea, que les pedía prestada la barca para poder predicar, y que se hizo amigo de los pescadores (los hermanos Juan y Jacobo y sus socios los hermanos Simón y Andrés), que se acercó a ellos y les ofreció su amistad, que les habla de Dios, que ora mucho, y que comienza a reunir a muchos que lo quieren escuchar… Ese Jesús de Nazaret, es la Palabra eterna de Dios. Juan no está diciendo poca cosa. No está diciendo que visitó este planeta un iluminado o un buda. No está diciendo que vino a este mundo un gran profeta o un gran maestro. Ni está diciendo que vino a nosotros un ángel –o un ser de otra galaxia. Está diciendo que la Palabra eterna de Dios se hizo ser humano.

Este que conocimos a orillas del lago de Galilea, que nos llamó a dejar de ser pescadores de pescados y a ser pescadores de seres humanos junto a él, que lo conocimos en persona, que anduvimos con él de pueblo en pueblo, es Dios mismo entre nosotros. De él aprendimos las lecciones de la Palabra de Dios, que provenían de su boca. Él nos dijo: “No sólo de pan vive el ser humano, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Se refiere a Cristo. Él es la Palabra eterna de Dios encarnada en persona.

Habitó entre nosotros –puso su tienda de campaña entre nosotros, y vimos su gloria. No solamente en el monte de la transfiguración, cuando Juan, Jacobo y Pedro miraron el rostro de Jesús transformado en una luz más brillante que la del sol. Es cierto que ahí se pudo ver la gloria del unigénito del Padre. Pero también vieron su gloria en los actos más sencillos de amistad, como cuando reprendió a los discípulos por impedir a los niños llegar hasta él. Jugó con los niños y niñas, porque de ellos es el reino de Dios. Acarició su cabecita, los abrazó, les mostró sus manos y sus dedos de manera sencilla. Ahí también manifestó su gloria el Hijo de Dios.

En especial se notó la gloria del Hijo de Dios cuando fue levantado en aquella cruz sobre el Gólgota. Desde la cruz se manifiesta, sin que lo podamos entender, la gloria y la belleza del amor de Dios. Pidamos a Dios que nos ayude a ver su gloria manifestada en los pequeños detalles de bendición que nos rodean todo el tiempo. Especialmente, a ver su gloria en la cruz del Señor Jesús.

 

El regalo más especial 

En la navidad nos hacemos regalos unos a otros. Para mí, que cumplo años en esa fecha, es un poco raro ver que circulan los regalos intercambiándose de mano en mano, y que no son para mí. De todas formas, alguno de todos esos regalos sí viene a caer a mis manos, y siempre es un sentimiento muy lindo recibir y dar en navidad.

Pero todos hemos recibido un regalo incomparable en la navidad. Es el regalo de la gracia de Dios. Juan da testimonio de la navidad: El Verbo eterno de Dios se hizo ser humano, y dejó ver la gloria de Dios, lleno de gracia y de verdad. Se cumplieron las profecías que anunciaban que la gloria de Dios se manifestaría y que toda carne juntamente la vería. Es el regalo más especial de todos.

No se trata de que la gracia empuje y quite de su lugar a la ley. En la ley ya hay gracia, esbozada y prefigurada. La gracia que llegó con JesuCristo simplemente nos permite ver la profundidad del mandamiento de la ley. La gracia nos hace llegar al fondo, al espíritu de la letra, a la intención y al carácter del Dios que dictó la ley.

De eso trata la revelación que nos llegó por medio de Cristo. Con Moisés teníamos una revelación parcial, condicionada por factores culturales propios de la formación de un pueblo entre las naciones de hace tres mil quinientos años. Pero la revelación que nos llegó con Cristo es plena. Dios mismo vino, desde el seno del Padre, y nos ha revelado su carácter y su Espíritu. Hemos comprobado que en realidad Dios es compasivo y misericordioso, no sólo de nombre, sino por lo que ha hecho por nosotros en el Hijo Cristo Jesús.

Que podamos también nosotros profundizar con el evangelista Juan y pasar a otro nivel en la celebración de la navidad. Saboreemos las historias de ángeles, pastores y magos, pero también afirmemos con Juan que aquel bebé que nació entre nosotros no es otro más que la Palabra eterna de Dios hecha ser humano para abrirnos a todos la posibilidad de ser hermanos y hermanas en la familia de Dios.

Aceptemos este regalo. Doblemos la rodilla para agradecer. Abramos el regalo y formemos parte de la familia de Dios por la fe. Hoy nos invita el Señor de la misma manera: a todo aquel que lo quiera recibir y crea en Cristo, puede formar parte de su familia. La luz de Cristo sigue brillando hoy, y no hay tiniebla capaz de apagarla. Que la presencia de Cristo ilumine nuestros pensamientos, palabras, actitudes y acciones. Y que su vida sea la vida de cada iglesia.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Enrolado por la gracia - Navidad a fondo: La Palabra se hizo ser humano