Ateísmo y agnosticismo

Es la eterna duda del agnóstico. Si Dios existe no está dado al ser humano comprenderlo.

29 DE ABRIL DE 2021 · 21:25

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Foto de Peter Conlan en Unsplash CC.

El científico naturalista inglés Thomas Henry Huxley, abuelo del novelista Aldous Leonard, publicó en 1889 un ensayo que tituló Agnosticismo y cristianismo. El libro figura referenciado en el primero de los 33 tomos de La Enciclopedia Británica, edición en inglés.

A raíz de entonces Thomas Huxley ha venido siendo considerado como el padre del agnosticismo.

Sí y no.

Fue, sin duda, el introductor del agnosticismo en el mundo moderno, pero la raíz del concepto tiene más años, siglos.

Algunos pensadores señalan a dos filósofos del siglo V antes de Cristo. El indio Sanyaía Belatthaputta y el griego Protágoras. Ambos se declararon incompetentes para admitir la existencia de Dios.

Tampoco la negaban.

Un teísta cree explícitamente en la existencia de Dios, sin signo de duda alguna. Un ateo niega con la misma fuerza y convicción que Dios exista.

El agnóstico ni cree ni deja de creer en la realidad del ser supremo.

En su libro de 1844 Migajas filosóficas, el filósofo Soren Kierkegaard, nacido en Copenhague en 1813 y desnacido en 1855 en la misma ciudad, se extiende en comentar las doctrinas fundamentales del agnosticismo. Dice: “Llamemos a eso desconocido Dios. Esto que le damos es sólo un nombre. Querer probar que eso desconocido (Dios) existe, apenas se le ocurre a la razón. Si Dios no existe entonces es imposible demostrarlo, pero si existe, entonces es una locura querer demostrarlo, pues en el momento en el que comienzo la demostración, lo he supuesto como algo dudoso”.

Es la eterna duda del agnóstico. Si Dios existe no está dado al ser humano comprenderlo.

En 1987 Enrique Tierno Galván publicó un interesante libro titulado ¿Qué es ser agnóstico? Tierno Galván fue uno de los más reconocidos intelectuales en la España del siglo pasado. Catedrático de Universidad, jurista, político y tal vez el mejor alcalde que tuvo Madrid en aquellos años.

En su libro Tierno Galván, por quién fui recibido en una ocasión en el Ayuntamiento de Madrid, establece una clara diferencia entre ateísmo y agnosticismo. “Ser agnóstico no es ser ateo –escribe–. La diferencia es tanta, que incluso el Verbo ser cobra diferente valor en uno y otro caso… Hay una clara distinción cualitativa entre ser agnóstico y ser ateo. Cuando se dice que se es ateo, es decir, cuando se niega a Dios, se dice que no se quiere que exista Dios. El ateo, cuando dice no existe Dios, niega y rechaza”.

El agnóstico no niega a Dios, como lo hace el ateo, sino que lo imagina incapaz de ser concebido por la mente finita del hombre, por muy desarrollada que esté. Ser agnóstico es no echar de menos a Dios; pero tampoco admitirlo en su totalidad bíblica. “Al agnóstico –sigue Tierno Galván–, cuya credulidad no rebasa los límites de lo finito, se le considera por los cristianos desposeído de la fe, aunque admita y crea en un principio rector del mundo”.

Otro escritor español, Gonzalo Puente Ojea, ateo declarado, incomprensiblemente fue enviado en su condición de diplomático como embajador al Vaticano por el presidente Felipe González. ¡Un ateo representando España ante el Papa! ¡Esto sólo se le pudo ocurrir a Felipe González!

En el libro que publicó Puente Ojea en 1995, titulado Elogio del ateísmo, cita al de Tierno Galván y dice de él que “su acierto consiste justamente en haber insertado la categoría agnosticismo en su propio contexto ideológico”. Puente Ojea va más allá y afirma que “el agnosticismo es un ateísmo práctico en la mayoría de los casos”, teoría insostenible.

En su libro de 1927 Por qué no soy cristiano, el filósofo inglés Bertrand Russell, acusado injustamente de ateo en algunos círculos, pide a los agnósticos que “se paren en sus propios pies y miren imparcialmente y directo al mundo con una actitud intrépida y una inteligencia libre”.

Es lo que yo pido al posible agnóstico que esté leyendo este artículo. Que pase de la duda a la creencia absoluta. Dios no se esconde detrás de nubes cambiantes para que el agnóstico le acepte unas veces y otras decida que permanece oculto a su inteligencia. Esta opción ideológica arrastra consigo la idea de Dios como ser que juega al escondite con el hombre aunque no se deje ver. Ese no es Dios. En las Escrituras Sagradas Dios no es considerado como una idea abstracta, sino que se representa con caracteres personales, pero eternos. Dios existe en plenitud antes, fuera y sobre todas las cosas.

El agnosticismo más radical afirma que la razón del hombre no está capacitada para entender a Dios y sus misterios. Que es imposible conocer el resultado de la revelación. Que nosotros, los humanos, somos incapaces de expresar la realidad divina. Esto equivale a decir que estamos perdidos en el mundo de la materia.

La persona agnóstica no dice “Dios no existe”, dice que “es imposible establecer con certeza su existencia”.

La duda. Siempre la duda. En una obra de teatro así titulada, el dramaturgo José Echegaray dice que la duda mata. El agnóstico dio un primer paso en aceptar ese concepto religioso. Ha de dar un segundo paso: matar la duda que le impide aceptar a Dios en plenitud y abandonar el puede ser o no puede ser.

El gran filósofo que fue Ortega y Gasset pasó por una experiencia similar a la que afecta a los agnósticos, sin serlo él. En Una interpretación de la Historia Universal, de 1948, escribió: “Dios mismo, para serme Dios, tiene que revelarse a mí, tiene que manifestarse, epifanarse de alguna manera en los espacios estremecidos y reverberantes que constituyen mi vida”. Un año después, en 1949, en El hombre y la gente escribió casi con las mismas palabras, pero dejando abiertas las puertas a la creencia. Dijo: “Dios mismo, para sernos Dios, tiene que arreglárselas para denunciarnos su existencia”.

Pues se las arregló. La denunció. Dice San Juan refiriéndose a Cristo: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios…Y aquel Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros”. (Juan 1:1,14).

En otras palabras, el apóstol Pablo llega a la misma conclusión que Juan: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2ª Corintios 5:19).

Fue una reconciliación basada en el amor que profesa a la criatura humana. El también filósofo Julián Marías, discípulo preferido de Ortega y Gasset, autor de unos treinta libros, dice en el titulado La perspectiva cristiana, de 1999, refiriéndose a Dios que el amor “es su consistencia, el atributo capital desde el cual se lo puede entender, y que es la clave de su relación con el hombre”. Añade, señalando a los agnósticos: “Sólo desde la noción de persona se puede tener esperanza alguna de comprender en alguna medida la realidad de Dios. Y creo que esta operación, posible, iluminaría inesperadamente cuestiones decisivas que permanecen en la oscuridad”.

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